(Ver lo publicado anteriormente)
En los diez o doce metros que me separan de la pista transportadora, intento aplacar esta tensión. Los sensores no deberían detectarla, ignoro lo que puede ocurrir en ese caso y eso significa que no sé nada de nada, o lo que es lo mismo, soy una moribunda. Desde luego, no auguraría nada bueno ni para él ni para mí. Él por la audacia de hablarme, yo por mostrarme receptiva a sus palabras.
En los diez o doce metros que me separan de la pista transportadora, intento aplacar esta tensión. Los sensores no deberían detectarla, ignoro lo que puede ocurrir en ese caso y eso significa que no sé nada de nada, o lo que es lo mismo, soy una moribunda. Desde luego, no auguraría nada bueno ni para él ni para mí. Él por la audacia de hablarme, yo por mostrarme receptiva a sus palabras.
Si
el hombre de la sonrisa espera una respuesta por mi parte, acabará
decepcionándose y eligiendo a cualquier otro. Lo habrá intentado más veces,
unos habrán aceptado el reto y otros, como yo, se habrán mantenido a distancia.
Supongo que será el reclutador de alguna célula revolucionaria. Son cosas que
se comentan, incluso hay películas sobre esos seres misteriosos que siempre
acaban derrotados. Fantaseo con esta idea, que me parece seductora y
estimulante, hasta que estoy sentada en mi puesto. Ahora que las yemas de mis
dedos han de pulsar las teclas y mi pupila concentrarse en la pantalla tengo
que dejar mi mente en blanco, enviar mis sensaciones al rincón más alejado de
mi consciencia. Sin entender muy bien por qué, no me cabe duda de que sería
peligroso que me delatase ante los algoritmos.
A
la hora de la Convivencia observo a mis compañeros. Se comportan como siempre,
su estado de ánimo es plano, nunca son efusivos, no expresan alegría, enfado, dolor,
ni siquiera aburrimiento. Un día tras otro, escucho los mismos comentarios,
jamás están en desacuerdo, parecen ciborgs y quizá lo sean. Pienso que, junto a
mi familia y al Controlador-Que-Me-Sonrió-Una-Sola-Vez, puedo ser uno de los
últimos humanos de este mundo, entonces experimento un vértigo salvaje que
oscila entre el gozo y el pánico.
Luego
viajo y viajo, sobre todo con la mente. Vuelvo a casa, procuro dejar activos el
menor número de sensores posible, prescindir de esas bebidas homologadas que
tanto influyen en mi estado de ánimo, de lociones y colirios, que aparecen en
la Plataforma de Acceso por gentileza de algunas empresas sin que nadie los
haya encargado, seleccionar mejor los alimentos. Y, lo más importante, requiero
la presencia de mi hijo. “Mira chaval, si no te dan tiempo suficiente para
llevar a cabo lo que te piden, protesta, pero tienes que ver a tu madre, con la
que vives, al menos un rato todos los días”. Va a ser difícil lograr mi
propósito: esta generación no tiene idea de lo que significa protestar, están
absolutamente entregados al Sistema. Pero puedo provocar ese instinto, latente
en la especie y que no puede haber desaparecido tan pronto, instalándole en el
conflicto: yo exijo una cosa y tus superiores la contraria, a alguno de los dos
has de oponerte, y una vez hayas aprendido cómo se hace, ya solo tienes que
elegir. No lo va a tener fácil, pero entiendo que eso es educar. Me doy cuenta
también de que, a mi modo y aunque él nunca llegue a saberlo, estoy
reaccionando al mensaje de Sonrisa Única. Y que esto es solo el comienzo,
porque Jaime y Medea no se van a librar tan fácilmente de mí. Ese Gran
Propósito, quienquiera que sea, va a tener que pelear duramente si de verdad
pretende separar a mi familia. Por mi parte, no tengo ninguna intención de
rendirme.
3
Este
sol deslumbrante no ilumina nada. Voy y vuelvo del trabajo bajo su foco,
dejándome inundar –¡qué remedio!– por
las imágenes que emite el mono-tranvía, por la publicidad animada que nos rodea,
por la omnipresente música ambiental. El martilleo de las sienes es tan
rutinario que apenas lo noto, incluso, y a pesar de él, siento alegría porque
ayer conseguí que Tarsi bajase a verme. ¿Cuánto hacía que no nos veíamos?
Calculo que unos tres meses y me asombro, casi me asusto, al comprobar que han pasado
sin apenas darme cuenta y que mientras tanto el chico ha dado un buen estirón.
Solo
al comprender lo preocupada que estaba accedió a abandonar un rato la tarea.
Cenamos juntos anoche, me explicó sus éxitos con mucho más detalle que lo hace
a través de la Luna-Exprés. Lo noté algo pálido, pero saludable y muy contento,
incluso se dejó abrazar.
-Estás
rara, madre –repetía.
-Mmm,
es que te echo de menos.
-¿Por
qué? Nos vemos todos los días. Es normal que tenga más responsabilidades y esté
más atareado que cuando era pequeño.
Verse
a través de una pantalla no es lo mismo que compartir espacio, lo pienso y
estoy a punto de callármelo. No querría discutir con él.
-Tarsi,
eres muy joven para decidir por ti mismo lo que es normal y lo que no, –bajé la
voz– para hacerlo se necesitan referencias. A mí, que soy más vieja, verte cada
día a través de una pantalla no me parece tan lógico. Tenemos que reunirnos
cada noche diez minutos como mínimo.
También podríamos salir de vez en cuando a divertirnos, ¿te apetece?
Se
ruboriza:
-Ya
soy mayor, madre.
Lo
encuentro tan reacio que ni me atrevo a plantear el asunto de su padre y su
hermana. Si consigo establecer esa rutina de diez, veinte minutos, ya tendré
tiempo de insistir.
Y
otra vez estoy en la cola.
-Soy
yo, ¿me reconoces?
(Continuará)