Yo viajé con Hernán Cortés. Sí, palabra de
honor. A los 19 años presencié la conquista de Méjico. ¿Que no parezco tan
viejo? Pues joven no soy, pero quinientos y pico años tampoco tengo, eso
seguro. Todo tiene su explicación. Y os la voy a dar para que no me toméis por
mentiroso.
Me llamo Baltasar. No me miréis así, yo no
tengo la culpa. Me pusieron el nombre del día (uno de ellos) según la tradición
familiar, pero ni tengo delirios de grandeza ni me estoy inventando nada. En
aquella época no era más que un chaval, al que le entusiasmaba leer, que se
quedó encerrado en la biblioteca de la facultad un fin de semana entero, de
viernes a lunes. El dios de la lluvia lloraba sobre Méjico y yo no podía soltar
el libro de las manos. ¿Que cómo me las arreglé para no morirme de hambre? Ese
es el secreto que he tenido bien guardado hasta ahora: no pude abrir la puerta
del bar por más que lo intenté, pero sí viajar en el tiempo, conocer a un
puñado de amigos y atiborrarme de comida.
La magia se produjo a causa de mis
lágrimas. Lloraba de hambre, de desesperación, de frío. No niego que de miedo
también un poco. A medianoche me entró la tiritona y busqué algo para
abrigarme. Encontré un chaquetón colgado de una percha, me envolví en él y
seguí leyendo sin dejar de llorar. Casi no me atrevía a pasar las páginas del
libro por temor a salpicarlo de lágrimas y mocos. Las letras me parecían
borrosas, como reflejadas en el agua. La mesa se estaba convirtiendo en un gran
estanque azul y la mancha blanca de las hojas parecía una armadura brillante.
La armadura de plata movía los brazos y caminaba hacia mí, que estaba sentado
en la arena, fascinado por esa figura que surgía de lo más profundo.
Lo siguiente que recuerdo es la música y el baile. Me rodeaba una multitud y yo cogía unos exquisitos pasteles de miel de un cuenco que alguien me había puesto en el regazo. Un hombre canoso se acercó y me preguntó algo que no entendí, luego se puso a dar vueltas alrededor de los bailarines, todos muy jóvenes, que sostenían una larga cuerda adornada con flores. A un lado estaban las chicas, vestidas de blanco y adornadas con plumas de colores. Tanto ellas como ellos llevaban la antorcha en una mano y con la otra sujetaban la de su pareja. Honraban a la diosa Xilonen y estaban todos muy borrachos.
La hoguera se apagó, pero yo ya había
entrado en calor y había comido. La gente se fue retirando a sus casas y yo me
quedé dormido en la tienda de los guerreros, donde nadie podía molestarme.
Cuando el sol me deslumbro abrí los ojos, aparté la cortina que cubría la
entrada y pude ver el mar, el ajetreo de los barcos y a la multitud que se
había acercado hasta el puerto para contemplar a los que partían o llegaban.
Había centenares de fardos apilados en el muelle, vendedores que voceaban para
atraer a la clientela y escribanos que registraban las mercancías que iban
llegando. Me abordo un caballero vestido con jubón de cuero y capa de
terciopelo, que se adornaba con un collar de piedras granate. Me dio la mano y
me invito pasear por el poblado, pero enseguida apareció un oficial con
noticias del gobernador y yo me senté a mirar la actuación de unos cómicos que
habían levantado un armazón en la plaza y deleitaban al público con sus piruetas.
Cuando el espectáculo acabó, montaron una larga mesa con tablas colocadas sobre
piedras y la rodearon de bancos de madera donde nos sentamos a comer sopa
caliente y pavo asado servido en fuente de plata. El encargado de trincharlo
puso un trozo en mi mano, luego trajeron dulces y todos aplaudieron.
Meses más tarde, por fin había acabado la
sequía. Sacrificios y ofrendas hicieron su efecto y Tatloc se apiadó de los
humanos. Envuelto en vapor para ocultar su cabeza de ocelote, comunicó a sus
descendientes que sus lágrimas caerían sobre Méjico, ahora que todos partían
hacia otro lugar. Cortés cabalgaba a través del bosque renegando de aquellos
cuentos sin pies ni cabeza, meras supersticiones de seres primitivos. Hasta que
gruesas gotas de lluvia comenzaron a golpearle el rostro con fuerza. Solo
entonces se convenció de que lo que le habían contado era verdad.
Tiré suavemente de las bridas y mi caballo
dejó de trotar, no necesitaba guiarle pues conocía el camino de sobra. A la
puesta de sol presencié una batalla a lo lejos, se oía retumbar de cañones pero
apenas podía ver nada debido a la humareda que lo envolvía todo. Aún no había
acabado el espectáculo cuando alguien tocó mi hombro y se hizo la luz en la
biblioteca. Me había encontrado el bedel cuando entró para abrir las persianas
y ahora tenía enfrente al jefe de estudios que no estaba precisamente
contento.
- Vete a casa, desayuna, date una buena
ducha y luego ven a mi despacho. Tú y yo tenemos que hablar.
Y ahí acabó mi aventura en Méjico. El dios
de la lluvia lloró sobre esas tierras, pero mi berrinche fue mucho mayor cuando
me enteré de que había sido expulsado por todo lo que quedaba de curso.
Inspirado en El dios de la lluvia llora sobre México, de László Passuth