No quiso encender la luz cuando
entró en el dormitorio de su madre. Arrimó a la mesa camilla una de las sillas
de enea que habían arrinconado para dejar espacio al féretro y se sentó con los
codos sobre el tapete. Dos horas antes, aquello había estado repleto de
plañideras que aliviaban su desconsuelo con Anís del Mono y rosquillas del
santo. Se sentía en paz allí, rodeado de negrura, con un solo punto de luz: la
lamparita que iluminaba el cuadro de la primera comunión de la difunta. Siete u
ocho años, largas y gruesas trenzas, flequillo, grandes ojos y enormes
pestañas, manos enguantadas y unidas sobre el misal, el rosario colgando entre
los dedos.
«Rosa Mari, entonces no podías
sospecharlo, pero estabas predestinada a ser una niña hasta tu muerte. Sí,
mamá, a pesar de esos ojos avispados y de la mandíbula tan firme, no estabas
destinada a crecer. Desde muy pequeño tuve que cogerte de la mano para
guiarte por los senderos de la vida. No sé si eras así ya cuando te pintaron o algo se diluyó más tarde en tu mente. Como tu madre y tus hermanas,
como todas las mujeres de tu época. Bebés eternos a los que hay que proteger y
cuidar. Mamá, ¡cuánto me alegro de que no hayas tenido una hija! Temo que la
hubieras convertido en la muñeca de organdí que tú misma has sido. Aunque
supongo que no te hubiera sido fácil, que el empuje de los tiempos te habría
ganado la batalla. Palpo el tapete de ganchillo e imagino el gesto de desdén
que haría cualquier chica de mi edad al verlo. Nunca llegaste a entenderlas.
Lidia y tú habláis idiomas tan distintos que tú voz sonaba a tartamudeo cada
vez que conversabais. La suya era mucho más potente, sus gestos más
seguros a pesar de que le doblabas la edad. Conservabas la voz de pito que,
probablemente, tenías cuando te vistieron por primera vez de blanco, pero
habías adoptado un tono meloso, servil, que todos tolerábamos aunque nos diese un poco de vergüenza. Nadie tuvo el valor de decirte que tenías permiso para mostrar
ese yo que secuestraste desde el
principio para que no sospechásemos que tenías personalidad propia. Nunca sabré
si querías a mi padre. Siempre le obedeciste, desde que te lo impusieron como
marido hasta que te dejó para irse con una de sus alumnas. Mi abuelo te
convenció de que estabas obligada a casarte con el hombre que a él se le
antojara y a ser sumisa hasta el fin de los tiempos. Lo que hizo mi padre fue
cambiar a una niña por otra. Luego tuvo que mantener a las dos y no le hacía
ninguna gracia. “Por eso te casaste con ella, –le dije.– querías una mujer que no
supiera hacer otra cosa que las tareas del hogar, y ahí la tienes. No pensarás
dejarla morir de hambre”- “Pues que se ponga a fregar suelos, joder, o que
estudie algo, no quiero una lapa pegada a mí toda la vida”. “¿Una lapa, papá?
¿Una lapa? Tú la hiciste una lapa. Tú y el abuelo. Fue lo que le mandasteis que fuese, ¿y ahora te quejas?” “Mira nene, deja de hablar tanto y búscale un
trabajo de asistenta”. “Eso es, ahora ponla a fregar, a sus cuarenta y nueve
años, cuando no ha hecho otra cosa que servirte. ¿Te parece justo? Ha sido tu
criada. Ahora que la has despedido tendrás que darle un finiquito decente”. “Pero
¿qué dices, chaval. Anda, vete por ahí.” “No soy ningún chaval, señor Bermúdez,
recuerda que he cumplido treinta años y mi mujer y yo acabamos de tener gemelas.
Puedes renegar de mí, pero nunca conseguirás que piense como tú”.
La niña del cuadro está más
pensativa que antes. Te pintó al óleo un artista amigo del abuelo y tú posaste
quieta, con la mirada fija en la pared de enfrente, tal como te habían
indicado. El retrato se hizo en solo tres sesiones, pues no le costó nada
mantenerte horas y horas a pie firme sin mover ni una pestaña. A veces pedías
un poco de agua, pero pronto volvías a convertirte en estatua de sal. Prefiero
hablar con esa niña, la imagino más adulta que la mujer que me crió. Te
infantilizaron, madre. Te anularon la voluntad. Sigo acariciando esa textura de
ganchillo que tanto apreciabas y que para mí simboliza lo más vulgar,
anacrónico y hortera que he conocido nunca, Su tacto áspero y blando me
recuerda un poco a ti. Aún así, permíteme que lo arranque de su sitio y lo arroje
al cubo de la basura. No quiero que tu recuerdo siga unido a ese tapete, tú
eras mucho más que eso, aunque nunca te decidieses a mostrarlo.»
Se le ocurrió que, de estar todavía
a tiempo, le compraría una mesa moderna con un bonito tablero para que no la
tuviese que cubrir.