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domingo, 12 de enero de 2014

Los árboles azules 29: Cigüeña y Periquito


 
Parecía como si el brillo de su mirada le prestase una nueva forma de ver las cosas, incomparablemente más penetrante. La Cigüeña se alzó sobre sus piernas larguísimas oteando por encima de la valla en la noche, mientras su víctima intentaba atraer su atención. En vano. Ella se había hecho cargo de la situación, la dominaba, era la reina de la noche, el único elemento que no tenía controlado y escudriñado a conciencia era yo, precisamente. El asfalto de la avenida que se abría ante nosotros aparecía también reluciente, pero los ocasionales faros que se arrastraban por allí, o los semáforos que parpadeaban a lo lejos, arrojaban un reflejo áspero y sucio. Ella tampoco estaba muy limpia pero irradiaba triunfo. La lluvia seguía cayendo, el coche de la policía continuaba oculto tras la esquina más cercana, el Periquito silbaba ahora muy suavemente, sin duda resignado a no recibir asistencia médica, ni siquiera las desmañadas atenciones que podía haberle proporcionado la chica. Debía pensar, y con razón, que era preferible continuar lisiado, quién sabe si para siempre, que pudrirse el resto de su vida en la cárcel.

En cuanto a mí, me había convertido en  un fardo que servía de parapeto a los dos pájaros y había soportado estoicamente el tiroteo con los otros malos, los que habían huido ya. No habría podido calcular cuántos eran, tres o cuatro por lo menos, en cualquier caso mayoría, pero la astuta Cigüeña era capaz de todo al parecer. Por mi parte, me mantenía tan inmóvil como si yo misma estuviese fabricada con material de construcción y herramientas inservibles. En ello me iba la vida. Podía ver relucir los ojos de la Cigüeña bajo su áspero pelo revuelto y los lagrimones que se habían secado en su cara formando un espeso barro compuesto de maquillaje, suciedad y pólvora. En el aire, el denso mejunje que habían dejado los tiros seguía saturando el ambiente y provocándome unas peligrosas ganas de estornudar. Un sufrimiento añadido, concentrar todas mis fuerzas para contener ese deseo irreprimible. Mientras tanto, el fulano seguía dándome la espalda y quejándose.Me inquietaba un poco él, aunque alardease de haber quedado paralítico. Al menos a ella la veía con claridad, podía prever sus movimientos y, por ahora, parecía tranquila o con una excitación controlada. Tenía bien localizado al coche patrulla, sus adversarios puestos en fuga y su cómplice fuera de combate en apariencia, tras intentar entregarse un par de veces saliendo a la puerta del garaje con los brazos en alto. Al principio, no hizo más que ponerle la zancadilla, pero cuando vio que no podía contenerle por las buenas, le había propinado sin la menor vacilación sendos disparos en las articulaciones de las piernas y le había arrastrado hasta allí, tras ese amasijo de sacos, piedras y hierros, donde yo seguía oculta y sin ninguna intención de dejarme ver en semanas y meses si fuese necesario. Era un refugio muy precario, ciertamente, pero, por el momento, me había mantenido con vida y con la posibilidad de atisbar claramente todo lo que ocurría a mi alrededor. Eso sí, me dolía terriblemente la espalda, la cabeza, las pantorrillas, los dedos de las manos. Tenía que mantenerme en vilo mientras sujetaba a pulso parte de la maquinaria. Si el trance no hubiese sido tan arriesgado, hacía tiempo me hubiese quedado sin fuerzas, estaría derrumbada con toda la chatarra desparramada en torno a mí. Pero sucumbir suponía ser descubierta y un tiro a bocajarro en el centro del pecho era lo mejor que podía esperar. O en la cara, según qué parte de mi cuerpo le quedase a la Cigüeña más cerca, a su mano derecha para ser exactos.

(Continuará)
 

sábado, 28 de diciembre de 2013

Los árboles azules: RESUMEN DE LO PUBLICADO


1.      Molina –la propietaria de este espacio– se muda a una nueva casa dónde encuentra a una pequeña androide –ginoide, mejor dicho– saliendo de un ánfora. Descubre que tiene un origen mágico, alma de poeta y un temperamento mucho mayor que su estatura.

 
2.      Un día desaparece de la casa de Molina pero no de su vida (más le hubiese valido a esta). Cartas y llamadas las mantienen en contacto. Por ellas sabemos que, tras vagabundear un poco, Auko encontró trabajo en un taller de artesanía, y se ha enamorado del dueño del negocio.

 
3.     Se traslada al palacete de este para cuidar de su hija enferma y, casualmente, presencia su secuestro. Intenta investigar por su cuenta pero la detiene la policía y es Molina quien tiene que pagar la fianza.
 
Michelangelo_Caravaggio_- Narciso -(Oléo sobre lienzo)
4.      De vuelta a la mansión, quedan todos bajo custodia hasta nueva orden, pero un muchacho que pulula entre los agentes se las arregla para llegar hasta Auko y abordarla. Ella, sin embargo, solo piensa en escaparse y dar con el paradero del padre de Rosana y de Julio.

 
5.      Tras sucesivas huídas y los arrestos correspondientes, contacta con un tipo que acaba revelándole la existencia de una fórmula secreta descubierta por la víctima que puede cambiar la faz del mundo.

 
6.      Su admirador no le ha perdido la pista. Encuentra un refugio para ella y se encarga de protegerla y ayudarla. Auko comienza a interesarse por él y el secuestrado pasa a un segundo plano, pero ya es tarde para escapar. Está metida en la boca del lobo y cae en las redes de un grupo comandado por un par de mujeres poderosas con las que viaja por todo el mundo rodeada de lujo y opulencia.

 
7.      Con Auko desaparecida, Molina se pone en marcha. Ha recibido de ella un mensaje telepático que le pone al corriente de un homicidio. Como no recibe ninguna otra información, sigue los pasos de su amiga y se pone de inmediato a indagar.

viernes, 26 de julio de 2013

Los árboles azules 28: La cuarta pared

En ese preciso instante, al otro lado del espejo había dos personas que no perdían ripio. Eran rubias, tenían el pelo muy corto y camisetas negras ceñidas. Una, la más joven, llevaba un pareo estampado en tonos fucsia y mostaza, su madre, un pantalón acampanado, también negro, con las costuras a punto de estallar. Eran las Tacón, naturalmente.

-Esa Alondra es el demonio. ¿Pues no se lleva a los niños al sótano? Allí no tenemos pared al otro lado, no podemos ver lo que pasa.
-Tampoco importa mucho, no te preocupes. ¿Qué van a hacer allí dentro? Nada. Tienen un almacén en la parte de atrás y, debajo, una especie de cueva sin ni siquiera luz eléctrica. Mira, ¿ves? Está entrando la policía, eso significa que Bernardo está en la tienda.

-Lo tendrán en la cueva esa que dices. Piensa lo que quieras pero después del dineral que nos hemos gastado para cambiar dos veces la cerradura, hacer la instalación y poner un nuevo espejo sin que se note lo más mínimo, lo normal es que lo hubiésemos encontrado nosotras. Ahora ya no hay nada que hacer.

Egon Shiele - Self Portrait in a Jerkin with Right Elbow Raised (1914)

-Pero  mamá ¡qué ingenua eres! El pájaro ha volado, ya lo verás, y nosotras vamos a encontrarlo cueste lo que cueste. Yo he estado dentro con los instaladores, no tú. A esa trastienda le faltan condiciones para que viva nadie. Y al sótano todavía más.
-Te crees todo lo que nos cuenta Sabino y así nos va. Yo sigo pensando en echarlo.

-Porque te ha convencido Angel, que estará todo lo bueno que quieras, pero no es más que un puto crío. Ni sé cómo te fías de él.

-Más maduro que ese abuelo tuyo, ya es. Lo que cuenta es la cabeza, no la edad.
-¡Chist! Mira.                                                           

Los cuatro tenían la frente pegada al armario del fondo más allá del amasijo de expositores aún por colocar y los brazos sobre la cabeza, mientras una policía con coleta registraba a las mujeres. A Toño no le cacheó nadie, dos muchachos de uniforme, bastante malhumorados, se liaron a propinarle bofetadas, el se defendía dando alaridos y gritando:
-¡Bestias! ¡Cabrones! Os voy a denunciar.

-Jajaja. ¿A quién, tío?
-A vuestros jefes. Se os va a caer el pelo, hijos de puta.

-¡Pobre chaval! –se apiadó Cuca.
-¡Venga madre! Si te descuidas se queda con todo, a mí no me da ninguna pena. –De pronto dio un respingo- Oye, ¿te has dado cuenta de que solo han sacado a las chicas de allá dentro? ¿Dónde se han metido los críos?

Cuca exhibió una sonrisa triunfante.
-¡Te lo dije! Debe haber algún escondrijo que no visteis.

-¡Imposible! Traje a dos arquitectos y era evidente que se las sabían todas, no iban a pasar algo así por alto.
De momento, los presuntos culpables habían quedado libres.

-Vosotros, ahí quietos sin moverse. –Les ordenó el policía más viejo- Cerrad todas las puertas, chicos, vamos a registrar el local.
-Ahora. –estalló eufórica Abril. –Los putos niños deben haberse metido en el váter, ahora es cuando van a cogerlos.

(Continuará)

miércoles, 24 de julio de 2013

Los árboles azules 27: En la boutique de Alondra

Las chicas habían apartado las perchas y estaban fregando unas baldosas de cerámica color esmeralda que relucían incluso en los trechos dónde el sol de la mañana no alcanzaba a llegar. Los dos cubos retrocedían lentamente hasta al fondo. Toño esperó a que se ocultasen tras las cortinas blancas del probador. Entonces asomó la cabeza e hizo una seña a la mujer de la caja.
-¡Chist! Alo, soy yo.                                                              

-Sabino, ¿otra vez? ¿Qué quieres? Aún no hemos abierto la tienda.
-Este trozo ya está seco. ¿Puedo entrar?                    

-¿Para qué? Ya te he dicho…
Blasco Mentor (1919-2003) - El espejo - Óleo sobre tela (1986)
 Pero Sabino, Toño o quienquiera que fuese, había entrado ya resueltamente y hacía gala de su desenvoltura acodándose en el mostrador y lanzando piropos a diestro y siniestro.

-¡Ole, las chavalas más lindas del barrio!
Mica y Ana, que salían ya, cargadas con los cubos, y estaban a punto de entrar en la trastienda, le acogieron con miradas inquietas y risas estridentes.
-¡Hola Sabino! ¡Vaya! ¡Qué fresco estás hoy!
P’andares salerosos los vuestros!
Alondra lanzó una ojeada fulminante a las chicas.
-Vamos, vamos. Recoged eso que ya es hora de abrir la tienda.
Toño se volvió hacia ella, más zalamero que nunca.
-Bueno, ¿cómo está hoy mi reina? Te sienta de maravilla esa túnica. –guiñó un ojo- ¿Tienes algo para mí?
-Aquí no vas a encontrar nada que te interese y a nosotras nos puedes meter en un lío. Te he dicho mil veces que no vuelvas más.
-¿A mí? Nunca te he oído tal cosa, habrá sido a mi hermano gemelo. Estás siendo muy injusta.
-Déjate de gemelos y monsergas, y sal de aquí. Ya.
Las dependientas se habían quitado las batas y lucían el mismo kimono violeta que la dueña del establecimiento.
-¡Que luzca el sol y vosotras que le hagáis sombra!
Ana, con el pelo azabache recogido en un moño y andares de geisha, se adelantó, agitando el manojo de llaves, para abrir la puerta principal. Al instante, sin que nadie pudiera explicarse cómo, dos niños asustados irrumpieron en tromba, dieron unos cuantos traspiés y fueron a caer a los pies del expositor de bikinis que Mika acababa de instalar. Hubo unos segundos de aturdimiento. Podían ver el pasmo y el temor en los ojos de los críos pero estaban tan consternados que no sabían cómo reaccionar.
-¡Chicos! ¿Qué os pasa? ¿Qué estáis haciendo aquí?
Por primera vez, Alondra fijó la vista en Toño.
-¿Los conoces?
-¡Por supuesto! Son los hijos de Bernardo.
Julio se incorporó sacudiéndose las rodillas.
-Buenos día, señoras. Yo soy Agosto y ella Rosanita.
-Rosana. –Chilló la aludida.
-¡Vaya, vaya! Alguien os ha dicho que papá se había escondido aquí ¿eh?
Julio estrujaba la mano de su hermana mirando fijamente a Alondra. Alguna corriente se estableció entre los dos porque, a partir de entonces, ya no soltó prenda.
-¿Aquí? No, aquí no. Encontramos la dirección del pub donde dicen que estuvo antes de escaparse y hemos venido a echar un vistazo. Está al otro lado de esa pared, -y señaló el enorme espejo que reflejaba la espalda de la jefa- hemos fisgado un poco pero no salía nadie, hasta que ha llegado un hombre con un palo y se ha echado encima de nosotros.
Mica se acercó a ellos, esbozó un gesto maternal.
-¿Tú tienes miedo, niña?
-¡Mmmm!
-Natural. –intervino su compañera- ¿Es que no ves que está temblando?
-Pues venid conmigo, ¿queréis un zumito, un poleo…?
Y los sacó de allí sin más.
Toño se volvió de nuevo hacia Alondra.
-Mira qué casualidad. ¿Dónde han ido a parar los muchachos? Aquí. Ni más ni menos. ¿Quieres explicarme por qué?
-La verdad, no tendría que darte explicaciones, pero tampoco hay ningún misterio. Ya te lo ha dicho él: su padre está encerrado en el pub y los pobres habrán creído que ellos solos  iban a poder liberarle. Nosotras no sabemos nada, es la primera vez que veo a esos niños.
-Estaba.
-¿Cómo dices?
-El papá de los chavales estaba secuestrado en ese local de ahí. Pero ya no. Y me consta que vosotras tres sabéis algo. Más bien mucho que poco. ¿Me estoy equivocando?
En ese preciso momento, un coche de la policía se paró delante de la puerta. 
(Continuará)

sábado, 20 de julio de 2013

Los árboles azules 26: Un as en la manga

 -El muerto soy yo. Como lo oye. ¿A que la he sorprendido?

-Lo que pienso es que tienes más cara que espalda.
-Que no. De verdad, nunca he sido más sincero. Sabino ha muerto. En realidad yo no soy él, solo nos parecíamos físicamente. Bernardo no tuvo un hijo sino dos. No lo sabe nadie, espero que a partir de ahora siga siendo un secreto.

-Ya. Y ¿por qué me lo cuentas a mí?                                                   
-Porque ya no puedo más -se detuvo un instante, me pareció que se le iba la cabeza- No puedo más, no señora. Usted aprecia sinceramente a Auko y me inspira confianza, no dudo de que, a no ser que presencie un hecho delictivo, mantendrá la boca cerrada. Y le puedo asegurar que todo está en orden.

Nos movíamos a toda velocidad. A la izquierda, la cinta azul del Mediterráneo ponía la nota de color bajo un cielo desvaído, entre las ocres dunas circundantes. La brisa que me agitaba el pelo traía un suave olor a mirtos.
-Y tú ¿quién eres?                                         

-Me llaman Toño. Nuestra madre murió en el parto y el médico convenció a la familia de que no habíamos llegado a nacer. Todo el asunto se enterró muy eficazmente, los testigos cerraron la boca, hubo bastante dinero en danza. Aún no he descubierto todos los detalles pero…
El juicio de Salomón - Rafael de Urbino - Fresco - Estancia de la Signatura - Palacio Vaticano (Roma)

-Y ¿ese otro? Hace un rato dijiste que también era hijo de Bernardo.

Encendió un cigarrillo, se diría que estaba ganando tiempo para seguir hilvanando su fábula.
-No se enfade, no era más que una broma. Ángel nunca fue adoptado, se pudrió en un hospicio hasta que cumplió los dieciocho. Se me ha ocurrido porque quería prepararla de algún modo para lo que le iba a contar después.

Me entretuve en limpiar con esmero las gafas, de vez en cuando miraba su perfil de conductor atento. Aquello parecía tener sentido.
-¿Auko sabe quién eres?            

-Ella me conoce como Sabino, cree que hay uno solo, así que el nombre da igual. Pero le consta que sigo vivo, eso sí. Me quiere ¿sabe?
-¿A ti o a él?

-Al que le regaló una gominola guiñándole el ojo, al que le tiró los tejos un día desde fuera de la casa. No al acólito de las Tacón, no a su recadero, no el que buscaba desesperadamente a Bernardo para arrebatárselo a los patanes que se adelantaron a los planes de las Señoras y entregárselo a ellas. Sabino fue el que rescató a Bernardo, pero luego a él lo abatieron a tiros. Antes de eso, vivió en casa de la familia Tacón y viajó con ellos muchísimo. En los últimos seis meses, visitaron Dubai, Ciudad del Cabo, Buenos Aires, Ankara… Sabino también piropeaba a Auko, pero se mostró tan grosero con ella que acabaron por distanciarse. Y, de rebote, lo pagué yo. Ahora intento ganar terreno y no sé cómo hacerme perdonar.
-¿Le has dicho que no sois el mismo?

-No exactamente, eso me lo reservo. Todo esto ya es lo suficiente enrevesado como para poner más lío en esa cabecita. Con un poco de calma cualquiera se hubiese dado cuenta, Sabino era un macarra vistiendo y hablando. Le he explicado que no tuve más remedio que cambiar de personalidad, que representaba un papel delante de las Tacón.
-Y ¿te ha creído?

Se llevó el cigarrillo a los labios, entornó los ojos y expulsó el humo con fuerza.
-Eso lleva un proceso, ¿sabe? En ello estoy.

Me recosté en el reposacabezas.
-¡Bffff! No sigas, me vais a matar a disgustos.

-Lo siento, de verdad. Espero que esto acabe pronto. Denos un poco de tregua.
De repente, caí en la cuenta.

-No parece que hayas sentido mucho la muerte de tu hermano gemelo, la verdad. Ni da la impresión de que en vida la apreciases gran cosa.
Me miró de reojo y esbozó una sonrisa. Hace rato que debía estarlo esperando.

-Nosotros no nos conocimos hasta el año pasado. Empezamos a frecuentar los mismos sitios, a hacer las mismas preguntas, a entrevistarnos con la misma gente. Todo el mundo empezó a sentirse incómodo. Buscábamos por separado a nuestro padre hasta que alguien llegó a la conclusión de que no éramos el mismo, aunque lo pareciese, y decidió ponernos en contacto. Fue una chica, Alondra, quien nos informó de que alguien más estaba tras la pista de Bernardo, y nos presentó a Abril Tacón que, a su vez, nos llevó hasta el cerebro de la trama. Su madre.
-¿Dónde está Auko?

-No lo sé exactamente pero puedo localizarla rápido. En cuanto tenga ocasión, la llevo hasta ella.
-¿Prometido?

-Que me muera ahora mismo si miento.

(Continuará)

miércoles, 26 de junio de 2013

Los árboles azules 25: Confidencias

Imperceptiblemente nos fuimos alejando. Habíamos doblado la esquina quedando fuera del alcance de los servidores de  la ley. Entonces, en cuanto enfilamos la calleja empedrada, echamos a correr todo lo deprisa que podíamos. Ángel era el único capaz de dar grandes zancadas, el políglota me empujaba por la nuca igual que hacía yo con mi gato. Debido a la escasa libertad de movimientos y a pesar de que íbamos cuesta abajo, nos arrastrábamos los dos penosamente, tanto que mi agresor tuvo que desgañitarse para ordenar al otro que se detuviese y esperase lo que hiciera falta. Me dolía el cuello y empecé a toser. Por fin llegamos a una tasca mugrienta, entramos por una cortina de abalorios y, antes de acostumbrarnos a la oscuridad de la estancia y de poder distinguir claramente las caras de los que se nos quedaban mirando, salimos por la puerta de enfrente a una explanada de losetas, donde habían aparcado un coche gris. Sabino era quien estaba al volante, tenía una colilla pegada a su comisura izquierda pero me sonrió con el resto de la boca. Parecía estar imitando a uno de esos gánsteres que pululaban por Chicago en el cine de los años 40.

-¡Qué gusto verla, Molina! Por fin podemos hablar.

-Déjate de monsergas, Sabino. ¿No decían que estabas muerto?

-¿También a usted se lo han dicho? Jajajaja. Siéntese aquí delante, tengo que contarle muchas cosas.

-¿Es que crees que estoy loca? Yo en ese coche no entro.

Pero vi con el rabillo del ojo una pistola apuntándome.

-¡Venga, mujer! Usted nunca ha sido rebelde. Tengamos la fiesta en paz, ¿le parece bien?

Me acomodé en el asiento del copiloto, pero dejé la puerta abierta y la pierna derecha pisando el suelo con toda la firmeza posible. Nadie se molestó en impedírmelo. 

-Así me gusta. Enseguida se dará cuenta de que lo único sensato es hacerme caso a mí.

-Tú lo que tienes es mucha jeta,

Estaba furiosa. En ese momento me daba igual que me disparasen. No estaba dispuesta a aguantar ni un minuto más las mofas de aquella gentuza.

-Vamos a ver, ¿quiere que le ponga al corriente o no? Con malos modos no llegamos a ningún sitio.

-Lo que quiero es que me lleves dónde está Auko, solo quiero verla, hablar con ella...

-¡Ya! Y asegurarse de que está sana y salva.

Aquello era tan obvio que ni siquiera tuve que asentir.

-¿Verdad que es eso? Pues lo siento, sobre ese particular, no está en nuestra mano complacerla. Auko es muy lista, supongo que sabrá cuidarse, pero nadie puede garantizarlo porque ya no está con nosotros. Se escapó ayer.

-¿Que se escapó?

Me quedé estupefacta pero reaccioné pronto.

-Eso es mentira. ¿Qué habéis hecho con ella? ¿Os la habéis cargado? ¿Eh?

Mientras tanto, los otros dos habían ocupado los asientos de atrás.

-Sal de una vez de aquí, Sabino. Señora, cierre la puerta si quiere. Y, si no, es cosa suya, allá usted cuando se rompa la crisma.

-No seas animal, Saldaña. Tú y Ángel os quedáis aquí, que yo voy a hablar con ella a solas. Cierre usted la puerta, Molina, que nos vamos.
Juan Soriano - Ángel de la guarda
-¿A dónde?- Pregunté con un hilo de voz.

-Dónde usted quiera. A su casa, por ejemplo. Veo que todavía no entiende para qué la necesitamos. Creíamos que Auko se había refugiado en su domicilio y parece que no ha sido así. Hasta ahora. Pero deberíamos estar allí esperándola.

-Ni lo sueñes, chaval. -Tenía que disimular el pánico pero lo cierto es que me temblaban las rodillas.- Auko no es tan tonta, no se le ocurrirá ni acercarse. Tampoco yo voy a llevarte a mi casa, ¿esta claro? Por mucho que te empeñes.

Saldaña y Ángel habían salido del coche por fin, pero no se habían ido, estaban merodeando por allí sin quitarnos ojo ni un momento. Sabino bajó la voz, fingió sonarse la nariz para que no le viesen mover los labios.

-Ellos son los novios de las Tacón.

Me contuve, pero a punto había estado de soltar un improperio. Si teníamos que dar la impresión de estar callados no iba a ser yo quien desmontase la farsa.

En cuanto volvieron la espalda se explayó de una vez:

-El jovencito es un buen muchacho. Por cierto, también él dice ser hijo de Bernardo. Su madre trabajaba en un prostíbulo de Santa Marta. Ya murió. Hace tiempo. Al poco de llegar a España, cuando Ángel era un bebé aún.

-Y Auko ¿qué pinta en todo esto?

-Auko nada, Bernardo sí. Ella se metió en medio de todo. Sencillamente.

-¿Y tú?

-A mí me metieron. Podría salir si quisiera, pero ya es tarde: estoy enamorado de la chinita.

-¿Chinita la llamas? Parece filipina más que otra cosa, pero sus padres son de aquí.

-Lo sé. ¿Y qué con eso? Seguro que un antepasado oriental tiene.

No me podía creer que estuviésemos hablando así, como si fuésemos dos colegas. Desconfiaba de él, por supuesto, pero demostrarlo hubiese sido nefasto. Por otra parte, siempre quedaba un atisbo de duda. ¿Y si no estuviera mintiendo? No creo en espíritus pero estoy convencida de que la telepatía se convertirá dentro de poco en una rama más de la ciencia. La noche anterior había visto manchas de tinta entre las ramas de un árbol azul que flotaba en el fondo de un cántaro. Estaba segura de que el mensaje me lo enviaba la propia Auko: quería avisarme de algo y ese fue el medio que encontró. Me había quedado mirando al frente, donde los dos pasmarotes, sentados en el capó, miraban hacia atrás de vez en cuando para simular que nos vigilaban.

-Sabino, dime la verdad, ¿quién es el muerto?

-Pero bueno, ¿usted es bruja o qué?

(Continuará)

sábado, 22 de junio de 2013

Los árboles azules 24: ¡Peligro!

Joel Corrales - El gran sueño -2010 - (Óleo sobre tela)
Intenté pasar de largo. No parecía difícil. El muchacho no movía un dedo, había quedado cabizbajo y parecía estar contando las baldosas una a una. Aquello no iba conmigo, debía tratarse de un error. Me vino a la cabeza entonces, con todo lujo de detalles, la visión que tuve aquella misma mañana, segundos antes de despertarme: una gran pantalla de cine mostraba frente a mí, en primer plano, unos gruesos barrotes negrísimos, tan negros como la pistola, la soga y el mango del cuchillo que colgaban del techo amenazadoramente. La imagen de Auko, sentada al fondo, parecía haber sido rodada con tonos de los años cuarenta. Me fijé en el pelo, lacio y negrísimo, que le había crecido otra vez, en el azabache intenso de leggings, top y botas, en sus ojos como carbones rasgados. A su alrededor, tanto el trono que la contenía como la lámpara y las molduras del techo se dirían fabricados en oro. La habían encerrado en una jaula a su medida, tan azarosa y en movimiento que rastrearla era casi imposible, anclada a una realidad tan ambigua que impedía saber si ella misma quería que la encontrasen, enmarcada en anécdotas tan estúpidamente banales que siempre quedaba la duda de si estaban vulnerando la ley. 

Solo yo tenía la certeza, no solo de que la habían secuestrado, también de que su vida corría un peligro inminente. Sabino conocía la verdad pero todo indicaba que le habían quitado de en medio. Volví a ser consciente, una vez más, de la necesidad de no perder ni un minuto, también de mi ridícula impotencia.

En cuanto di la espalda al hombre de madera, un pañuelo tirante me tapó la boca, noté como el nudo se cerraba sobre mi nuca con fuerza. Aquello, a menos de diez metros de la comisaría, no podía estar sucediendo. Noté que me ahogaba, vi, como en un espejo, mis ojos, que el terror abría hasta el límite. No se trataba de ninguna fantasía: una mano lo sostenía como un trofeo, vi, reflejado junto al mío, el rostro sonriente.

-¡Ya eres mía! –Masculló.

A pesar de mi angustia, fue inevitable percibir un acento gutural de fondo con suaves notas externas. No pude responder. Hice señas desesperadas de que desanudase el pañuelo. En cuanto me hizo caso, aspiré una gran bocanada de aire.

-¿Qué cree que quiere? Le advierto que se está equivocando.

-Que te estés quieta. Nada más. ¿Has visto lo sencillo que sería liquidarte? Incluso aquí mismo. –Y miró con ironía hacia la puerta.

La comisaría estaba cerrada a cal y canto, nadie parecía reparar en nosotros. Aún así decidí arriesgarme. Ya me tenía en sus manos, no tenía mucho que perder.

-¿Porqué no liberáis a Auko? No hay nada suyo que os pueda interesar.

-Yo con el enemigo no hablo.
 
Egon Shiele (1890 - 1918)
El sujeto, a pesar de su juventud, habría recorrido unos cuantos países. Me pareció reconocer Alemania, también algún país del Este. Hungría quizá, o Bulgaria. Y, entre los de lengua española, Canarias o algún rincón de Sudamérica.

-Precisamente eso es lo que quiero que entiendas. Ni yo ni Auko somos tus enemigas, tus amigas tampoco. Con vosotros, quienquiera que seáis, no tenemos nada que ver.

Tomé apresuradamente nota de sus rasgos: si, por casualidad, salía con vida de allí, tenía que poder describirlo. No demasiado alto, fornido, con una barba tupida tan dorada como su piel, iris de un gris pálido, como dos perlas hostiles, la cabeza cubierta por una gorra azulada, gruesos bíceps que se marcaban bajo la ceñida camiseta. Nunca me había encontrado con un matón a sueldo, solo los había visto en películas y no se parecían mucho a este. Pero eso no quería decir gran cosa, solo que el modelo no suele ser tan fotogénico como su copia. Y que la realidad supera con mucho a la ficción.

Cuando menos lo esperaba, se sumó otro sujeto.

-No tenga miedo señora, este es Ángel. Inofensivo, se lo puedo asegurar. Más que nada, hace juego con su nombre. Venga, tío, no seas fanfarrón. Dile a esta mujer para qué estamos aquí.

Decidí seguirle la corriente.

-¡Encantada! Me llamo Molina. ¿Y usted?

-Pues… yo. Vamos a dejarlo en Demonio. ¡Jajajaja! Así todo queda en su sitio.

Provocaba escalofríos aquella risa.
(Continuar)

domingo, 16 de junio de 2013

Los árboles azules 23. Presentimiento.


En lo más profundo del sueño escuché una música, como si desde la estratosfera alguien tocase un laúd y las notas que desgranaba cayesen una a una encima de mi frente. Me desperté de golpe y salté de la cama. Tenía el corazón encogido. Algo estaba ocurriendo, algo decisivo, y se me avisaba por vía telepática. Me acerqué a la tinaja de Auko. Ella vino de ahí pero antes había aparecido en la copa de un árbol azul, sin olvidar que su madre atestiguaba que la había parido ella. Arrastré la gran panza de barro a la ventana y miré dentro.
Allá al fondo, un arbolito, cuyas hojas brillaban con reflejos metálicos azulados y negros, titilaba suavemente. Parecía el reflejo de algo que había fuera, pero tapando la boca de la tinaja solo estaba mi ojo. Aquel era un espejo de agua que arrojaba una figura nítida. Arranqué una rama seca de un tiesto y la introduje hasta tocar fondo: la madera salió seca. Decidí acudir de inmediato a la tétrica comisaría por la que ya había pasado hacía tiempo, precisamente el día que Sabino apareció.
-Alguien acaba de morir. –Le espeté al sonámbulo que me escuchaba desde el otro lado de la mesa. Por fin estaba en un despacho. Llevaba dos horas y media suplicando al agente que tuvo la mala suerte de estar esa noche de guardia, luego hablé con cinco o seis personas distintas. No podía contar casi nada, lo que sabía solo podía escucharlo un superior e incluso con él tenía que emplear toda la cautela del mundo.
-¿Cuenta con fuentes fiables, señora? Le advierto que este caso nos está volviendo locos. Está claro que todos ustedes son cómplices. Agresores, víctimas, no hay nada de eso. Una panda de sinvergüenzas que finge un secuestro y constantemente se está inventando daños quién sabe para qué. Han sido nuestra pesadilla de los últimos meses y no estoy dispuesto a consentirlo.
-¡Naturalmente que hay víctimas, inspector, se lo puedo garantizar! Hay dos niños inocentes, una amiga mía que no tiene ni idea de lo que está ocurriendo…
Me lanzó una sonrisa amarga.
-Su amiga. ¡La pobre! No me haga reír. Está viviendo como una reina junto a esos enemigos tan terribles.
-Lo sé.
-Bien ¿Y qué le parece?
-Que no está con ellos por su propia voluntad. Mire, ni siquiera estoy segura de que Bernardo esté secuestrado realmente. Yo tampoco me fío de nadie ya a estas alturas. Estoy de acuerdo en que han organizado un lío terrible y no tengo ni idea de quién es quién. Pero si algo me consta es que los chicos no tienen la culpa de nada, Auko  tampoco, y ahora, además, hay un cadáver que deben descubrir.
Resopló. Parecía infinitamente cansado.
-Usted diga dónde está y ya veré si vamos a recogerlo.
-No lo sé. –Repuse, y mi voz sonó lastimera.
-¿Quién es la víctima? ¿Y el asesino? Vamos, hable.
-Eso tendrán que averiguarlo ustedes.
-¡Por la protuberancia del sagrado unicornio! ¿Será posible? ¿Me queda algo más por oír? Salga usted inmediatamente de aquí o la arresto ahora mismo.
Sus ojos echaban chispas. Alguna vez fueron unos bonitos ojos, todavía lo eran, pero encima de esas enormes bolsas ya no lucían como antes. Lo que más destacaba en su rostro eran los grandes mofletes colorados y una doble papada incipiente.
Me fui corriendo antes de que se arrepintiera y me metiese en la cárcel. Cuando crucé el umbral, todavía con un solo pie en la calle, escuché una voz en sordina.
-Señora.
Alguien, pegado como un palo a la pared, intentaba llamar mi atención.
(Continuará)