Fábula moderna
Antes de que todo empezase, el Hombre del Sombrero, con el cráneo descubierto porque estaba en su casa, se parapetó tras el Telescopio que era su herramienta de trabajo y reparó en mil detalles a los que no había prestado atención hasta entonces. Vio a un muchacho recortado contra el borde del acantilado contemplando el vacío que parecía a punto de saltar, los peces del lago se perseguían formando círculos concéntricos, una familia de cinco miembros recién llegada a la ciudad se había parado en una esquina y todos observaban el tráfico con aire pensativo y perplejo, dos sombras alargadas se balanceaban al otro lado de un cristal roto, una madre caminaba con su hijo de la mano secándose las lágirimas, dos individuos de colmillo afilado. habían armado un tenderete que ofrecía grandes ganancias a cambio de una módica suma, a la puerta del mercado un campesino montado en un asno ofrecía a precio de oro verduras y conservas, una bandada de cuervos rasgaban una tela a picotazos en lo alto de una cornisa, un alud bajaba de la montaña, golpes de viento levantaban remolinos en la plaza del mercado, un ciervo se arrastraba sangrando por el borde de la carretera. Aquella era una pequeña porción de terreno, pero llena de maldad y dolor.
Desde el pueblo vecino intentaron ayudar pero la maldición
no conocía fronteras. A ellos les afectó de otra forma, les dejó inmóviles,
paralizados por la angustia. Su férrea voluntad se concentró en evitar esas
miserias, pero se sintieron impotentes, y el mismo impulso que les había
inducido a moverse acabó por paralizarles. Mujeres con los brazos agarrotados,
niños con una pierna detenida en el aire; hasta los perros y las gallinas
parecían figuras de barro y no seres de carne y hueso. Mi padre se quedó en el
marco de la puerta con los ojos en blanco y un dedo señalando el techo.
Entonces era casi un niño y aún no había conocido a mi madre.
El Hombre del Sombrero había sido hasta entonces un
científico de poca monta, pero esta vez se puso a trabajar para encontrar un
remedio a tanto desbarajuste. Primero recurrió al teléfono, pero estaban
cortadas las líneas, Se secó el sudor frío, entró en el laboratorio, machacó
unas hierbas con el almirez y le añadió unos polvos verdinegros. Luego subió a
su coche lleno de aprensión porque aquel era el día de los disparates y nada
parecía funcionar, pero el motor respondió con la rapidez de siempre y pudo
recorrer la distancia que le separaba de la ciudad a velocidad de vértigo sin
que nadie se lo impidiese. Imaginaba a los policías desmayados sobre sus
escritorios, a la población entera sujetando los picaportes de sus casas, con
las mandíbulas tensas y la voluntad irrefrenable de arreglar el mundo,
paralizados por su propio exceso de energía. Tenia que encontrar a sus colegas,
despertarlos a bofetadas si fuera necesario, repartirlos por las calles y los
campos e inyectar el remedio a la gente utilizando jeringuillas enormes,
expandirlo por los montes para calmar a los animales y estimular las cosechas,
aventarlo para suavizar el clima y refrenar las avalanchas.
El hombre del Sombrero se puso al frente de aquel
batallón pacífico, los repartió por el territorio y entre todos dispensaron
toneladas de producto. La espera, no obstante, fue larga. Los días se convirtieron
en semanas y estas en meses. Bocas abiertas, dedos agarrotados, plantas a punto
de germinar que no reaccionaban a la terapia. El combate fue largo y
desesperante, pensaron que no lo conseguirían, solo el temple del Hombre del
Sombrero les mantuvo unidos y trabajando a pleno rendimiento. Tardaron
cien días justos, solo la hibernación que padecieron de forma natural consiguió
que aquella multitud no muriera de hambre. Finalmente, muy poco a poco, la vida
se fue reanudando hasta alcanzar la normalidad.
Pero el Hombre del Sombrero había desaparecido. Lo buscaron
por todos lados y por fin lo encontraron en su casa.sentado, como siempre,
detrás de su Telescopio. Al ser interrogado afirmó reiteradamente no haberse
enterado de nada.
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