Diada catalana con independentistas y también con aquellos que quieren una España unida, septiembre 11, 2014. (David Ramos/Getty Images)) Fuente: La Gran Época |
Es curioso. Llevo toda la
vida escribiendo y tengo por ello cierta aureola de marciana, pero nadie me ha
preguntado nunca por qué escribo. Ahora en cambio, nadie se explica el motivo
de esa extraña afición mía por los blogs. Imponerse obligaciones periódicas,
sentarse al ordenador sin que nadie te lo pida, dirigirse a unos lectores desconocidos, esforzarse en pulir frases solo para publicar de vez en cuando un
puñado de ideas de forma casi anónima y sin ninguna retribución. Cuando
navegas por la red, parece que todo el mundo participa de esta tertulia
universal, limitada exclusivamente por los idiomas que maneja cada uno. Y no es
cierto: la gran mayoría de la humanidad, incluso si utiliza habitualmente
internet, vive al margen del fenómeno bloguero, no tiene ningún interés en
acercarse a él, no entiende cómo funciona ni le importa y tiene de ello una
idea confusa y bastante equivocada por cierto.
Un blog ¿eso qué es?
¿Por qué pierdes el tiempo con eso? ¿Es que te pagan? Oye, ¿hay que pagar por
escribir?
Por fin, y aunque me
consta que ninguno de ellos va a leerme, ha llegado el momento de contestar a
sus preguntas.
¿Por qué escribo?
Bueno, y ¿por qué no?
Me explicaré.
Unos cuantos –los que
pueden– componen largos discursos, otros, habitualmente los mismos, se dejan
entrevistar por la prensa, muchos salen a la calle a manifestarse, componen
pancartas, abuchean, gritan.
Yo solo tengo este
espacio.
Se habla mucho de
democracia, de reclamar del ciudadano su criterio, pero a algunos – a demasiados, tantos
que somos mayoría (esa mayoría silenciosa que parece no contar en absoluto, de
tal forma que hasta la expresión ha caído en desuso últimamente) – nadie nos
pregunta.
Escribo porque no puedo
hacer otra cosa, porque siempre he escrito, porque necesito expresarme con
palabras.
La mayor parte de la
gente no escribe. Se desahoga en familia o en el bar, o nunca dice lo que
piensa, o solo piensa en lo práctico. Son quienes dan por hecho que
determinadas cuestiones no van con ellos y se esfuerzan (a mí me
parece que eso tiene que costar) en ignorar todo lo que – según creen ellos – al
no afectarles directamente en un principio, no les atañe en absoluto.
Craso error. ¿Cómo era
eso de que el aleteo de las alas de una mariposa en Hong Kong… o era en Berlín.
No me explico cómo, a
estas alturas, se puede comulgar con la idea de que el asunto de la consulta
catalana afecta solo a los catalanes.
Una idea que se ha
generalizado debido a que los que cortan el bacalao en nuestro actual país –sea
cual sea su pelaje– han conseguido trasladar el tablero de juego a un terreno ajeno
a nosotros, como si al resto de españoles no les importase la naturaleza y
extensión del territorio. Pero no es cierto.
Los catalanes ven el
panorama así: a un lado, gobierno y pueblo catalán (con sus opiniones a favor o
en contra de las premisas soberanistas), en el otro extremo, el gobierno
español. ¿Y qué pasa con nosotros? ¿Es que los murcianos, coruñeses, riojanos o
toledanos no existimos, no contamos para nada, somos simples marionetas en
manos de unos y de otros? Parece que es eso, porque se nos ha borrado de un
plumazo de todas las polémicas, sea cual sea el signo de los polemistas.
¿Ha llegado el momento de cambiar la constitución? Puede ser. Pero que cuenten
también conmigo para hacerlo.
¿Es posible que se
modifique radicalmente el territorio que ha visto nacer y morir a nuestros
abuelos durante más 500 años? De acuerdo, es un asunto abordable, pero exijo
que se me consulte.
Polemizar no está en mi
ánimo. Olvidemos apasionamientos y, como siempre que hace falta sacudirse
prejuicios, echemos a volar la imaginación y visualicemos una Cataluña
independiente desde años atrás, compuesta por una población feliz y contenta,
incluso próspera, que vive en paz y armonía entre sí y con las naciones de su
entorno.
Bien. ¿Estamos ya lo
suficientemente familiarizados con las imágenes de esa película? Entonces
abramos los ojos, pero guardemos sus fotogramas en la mente.
Estado idílico, pues.
Después de –pongamos– cincuenta años de ese estado de cosas todo marcha como la
seda. Vayamos ahora un poco más allá. Una de las cuatro provincias, la que sea,
Tarragona sin ir más lejos pero serviría cualquiera de las cuatro, decide
independizarse, establecer un estado uniprovincial.
¿Qué?
No se trata de ningún
desvarío sino de una estampa perfectamente imaginable. Si no me creen,
recuerden que en fechas tan recientes como 1992, mientras en Sevilla se
celebraba la efeméride denominada Expo –es decir, la exaltación de lo ocurrido
en 1492, fecha en que se reunieron los diversos reinos peninsulares creándose
el actual estado– Barcelona, con la mayor tranquilidad y euforia, celebraba en
su territorio nuestros juegos olímpicos. Sin mencionar todo el apoyo que, a lo
largo del período democrático, han recibido del (casi inamovible) gobierno
catalán, los sucesivos jefes de gobierno español para obtener jugosas mayorías
y sacar adelante con la mayor comodidad sus propuestas parlamentarias.
Entonces no podíamos ni
sospechar que los acontecimientos fuesen a tomar esta deriva. ¿Por qué no vamos
a pensar que más adelante un fragmento de ese hipotético estado catalán desee
igualmente vivir por su cuenta? Sigamos imaginando esa estampa enmarcada en un
futuro más o menos próximo, más o menos posible. A despecho de la Constitución
proclamada en 2015 –recordemos que nos hemos trasladado al futuro– Tarragona
propone la celebración de un referéndum.
¿Alguien puede suponer
que los habitantes del resto de las provincias no reclamarían su legítimo
derecho a decidir? No me vayan a contar el cuento de que, en el caso de que
Tarragona desease convertirse en nación, los barceloneses, gerundenses y
leridanos se cruzarían de brazos tranquilamente. No señor, yo no me lo puedo
imaginar. Estoy convencida de que mantendrían una actitud incomparablemente más
combativa que los españoles de a pie de estos tiempos, que, como ahora pero
desde el otro lado, exigirían con todas sus fuerzas el reconocimiento de su
derecho a decidir. Porque son más participativos, más conscientes de sus prerrogativas
ciudadanas o vaya usted a saber, pero la pasividad actual que se respira en
España, simplemente, no es extrapolable a Cataluña. Ellos reclamarían, con toda
la razón, que se les preguntase a su vez. “No nos negamos a que vote Tarragona
–puntualizarían- pero el resto de provincias catalanas también tenemos derecho
a opinar”.
No hay como ponerse en
la situación del otro para poner las cosas en su sitio. Por supuesto habrá
quienes no lo reconozcan, no por falta de imaginación sino porque, de momento,
la situación planteada tiene escasa probabilidad de producirse y, por tanto, es
indemostrable a día de hoy. Y eso proporciona el opinante una coartada estupenda.
Nos llenamos la boca de
palabras: democracia, justicia territorial etc. y, precisamente, en ese
contexto, jugar limpio es de ley. No pido más que una cosa: honestidad
intelectual. Pero auténtica. Reconocerán que es un bien escaso en ambos campos.
Si no me creen, pregúntense por qué ni unos ni otros han planteado esa
posibilidad. Yo se lo digo: porque preguntar a todos supone un riesgo para
ambos.
Sin embargo, ¿no es lo
más justo?
Piensen.
Piensen.