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lunes, 8 de enero de 2018

La joya de la familia (Relato enigmático) (y III)

Por eso, el uno de enero de tres años más tarde, lo primero que hice después de enterrar a la abuela fue acercarme a esa cómoda. Con la aprensión propia del caso, agarré el tirador de bronce y desplacé con delicadeza el segundo cajón. El cuadernito era de hule, tenía las tapas del mismo azul luminoso que el cielo de esa mañana y yacía sobre las blanquísimas sábanas de hilo con las iniciales D.M.
Dora Merino, le increpé ¿qué misterios has guardado con tanto empeño hasta tu muerte? Sé que, si pudieras, me dirías lo que ya imaginaba: que a partir de ahora tengo el campo libre, que preparaste el terreno para que lo averigüe yo en cuanto quiera. ¿Pero era necesario esperar hasta sentir este dolor? ¿No crees que hubiera sido más grato para mí escucharlo de tus labios? Y tú, ¿no habrías sentido alivio susurrándome tus secretos con la cabeza iluminada por el cono de luz de la lámpara y las manos extendidas sobre el tapete verde? Perdona pero no entiendo esa tozudez tuya, ¿Qué más daba desempolvar de una vez asuntos ya viejos? ¿Por qué ese pudor cuando han pasado décadas y no queda un solo testigo al que puedas ofender?
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Emil Nolde - Noche de luna (1914)

Diario de Dora
Sí, eran cuatro, ahora lo recuerdo. Esa chica… no sé de dónde pudo salir. Viajaron hasta allí, compraron el equipo y sobornaron a quien hizo falta. Tengo entendido que tanto Aldana como ella venían de familias de posibles, ellos dos financiaron la operación. El francés no tenía donde caerse muerto y tu tío era un simple empleado de correos con un sueldo más bien exiguo.
Ni siquiera sabían lo que buscaban. Los papeles señalaban que lo reconocerían en cuanto lo vieran. Como ninguno de ellos había escalado jamás una pared, contrataron a un experto para que encabezase la cordada y les diese instrucciones. Se decidió que subirían solo dos y lo echaron a suertes. Todos eran más bien enclenques. Los elegidos fueron el francés y tu tío Blas.
Tuvieron muy mala suerte, las temperaturas bajaron más de lo esperado esa noche, fue un ascenso accidentado. Antes de lograr su objetivo el francés cayó al vacío. Blas y el guía, abatidos y extenuados, continuaron el ascenso. Tu tío, nada más verla, reconoció la piedra negruzca que brillaba en la noche como si la hubiesen recubierto de barniz. Aprovechando la linterna del otro, rebañó la masilla seca con la espátula y el bloque cedió con facilidad. Se lo echó al morral y, mientras su compañero iniciaba el descenso, se apresuró a palpar el hueco a oscuras. Mientras esperaban, los otros dos fallecieron de hipotermia.
Sí, Julito. Blas encontró lo que había ido a buscar y se lo guardó en el pecho, entre piel y camisa, arropándolo con las solapas del chaquetón con la mano derecha mientras palpaba el vacio con la otra. El regreso fue una tortura, tras cumplir con las formalidades necesarias tuvo que enfrentarse al hecho de que sus amigos no volverían jamás.
Te estarás preguntando qué es lo que encontró. Yo no llegué a verlo, todo lo que cuento es de oídas. En el viaje de regreso Blas perdió el habla por completo aunque podía escribir igual que antes. Según sus notas, eso que guardó como un tesoro era una magnífica flor negra, suave y reluciente como el raso, grande, espléndida, y tan poderosa que se mantuvo fresca hasta el último momento. Ella sería su hallazgo y su pesadilla pues, según él, fue la responsable de su declive.
Digo bien, declive. En cuanto puso los pies en el pueblo, Blas comenzó a hablar de nuevo pero cada frase salía de su boca vuelta del revés. No podía entenderse con nadie. Tanto se burlaron de él que decidió hacerse el mudo, lo que tenía que decir lo escribía. Ya nunca volvió a ser el mismo. Perdió el entusiasmo, de su afán aventurero no quedó ni rastro, creo que hasta le molestaba tener gente cerca. Un mal día no apareció por la oficina. Hay quien dice que se despeñó por alguna ladera, otros que se lanzó al mar. Lo único cierto es que nunca volvimos a verle.
Como sé que te lo estarás preguntando, te diré que la planta maldita no apareció nunca. Debió destruirla tu tío, o puede que desapareciese con ella oculta en el pecho. Ojalá haya conseguido escapar, de ella y de todos, y emprender una nueva vida al otro lado del océano. Sea como fuese, a Blas lo mató esa flor asesina porque destruyó lo que más valoraba, el lenguaje, y con él sus ganas de vivir.
Y ahora, como te lo has ganado, desvelaré lo que he callado siempre. El tío Blas era joven, guapo, inteligente, amable y curioso. No he dejado de pensar en él ni un segundo en toda mi vida. No tenía nada de lunático, y me consta que de no haberse interpuesto la familia jamás habría emprendido una aventura como aquella, hubiese reconocido a su hijo -tu padre- y nos hubiésemos casado como Dios manda. Pero ellos me arrastraron a ennoviarme con el primer forastero joven que apareció por el pueblo, y lo hice tan bien que mi marido nunca supo que el niño era de otro. Ahora me arrepiento de haber puesto tanto empeño en engañarle porque, de haber seguido juntos Blas y yo, la vida no le habría gastado esa broma siniestra. Así que, Julio, tienes que hacerme caso. Te conozco y sé que te será más fácil seguir mis consejos ahora que no estoy, quédate quieto aunque te cueste, deja las cosas como están. Tiemblo al imaginar que pueda sucederte lo mismo. Piensa que el destino tiene muy, muy mala idea. No lo tientes.

lunes, 25 de diciembre de 2017

La joya de la familia (Relato enigmático) (II)

Total, no me iba a aclarar nada esa tarde. El ambiente empezaba a oler a ceniza, la penumbra era gris y el rostro de mi abuela terroso. Me exprimí las meninges pensando a quién podía convencer para dar una vuelta cuando todos mis amigos habían subido a esquiar.
-Como no te has salido con la tuya quieres irte, mira a ver si encuentras algún chalao que quiera destapar…
-… la caja de los truenos. –Terminé yo. Esa frase estaba en un cuento que me solías leer por las noches.
Me rasqué la escayola, sabía que no iba a aliviarme el picor del  brazo pero el simple gesto servía para tranquilizarme. Algo así pasaba con mi abuela, no iba a sacarle nada, al menos de momento, pero no podía evitar intentarlo.
-Mira, sí, me voy a dar una vuelta. Tengo que comprar algunas cosas y a lo mejor me meto en el cine, pero no puedo entender que, sabiendo como sabes, que guardas un secreto familiar maravilloso vayas a dejar que se olvide. A mí casi me parece un delito.
-Maravilloso, un cuerno. –Las facciones se le desencajaron un poco, ahora le temblaba la mandíbula – No todos los secretos son una maravilla. Tú te derrites por las historias, es una manía que tienes, pero no siempre hay que destaparlo todo, hay cosas…

Diario de Dora
Edward Hopper - Casa junto a la vía del tren (1925)

El tío Blas andaba siempre cavilando y revolviendo papeles como tú. Tenía un amigo, Ernesto Aldana, que iba con él a todas partes. Chismorreaban en sordina,  todo parecía extrañarles. Llegué a pensar que los chicos mayores eran como ellos. Pero cuando tu abuelo apareció… Voy a parar aquí, me conozco y sé que estoy a punto de irme por las ramas.
Ha pasado una semana y tú me sigues agobiando con preguntas. Intento zafarme e insistes. Como me acorralas y no te sirve de nada, acabas de salir haciendo temblar el dintel y hasta la pared que lo sostiene.
Querría explicártelo, pero no ahora, espero que algún día leas esto. Sé que eran tres. Aldana, tu tío y un muchacho francés que se hospedaba en la pensión de allá arriba, donde se alojan a los esquiadores que vienen de Valgrama. O puede que cuatro: a veces les acompañaba una chica. Se habían obsesionado con una quimera pretendían conseguir lo imposible.

Intenté no exagerar el portazo. ¿Qué habría podido decirle? Imposible darle la razón: solo nos hace daño lo que es demasiado reciente. Aunque –me daba cuenta –para ella aquello había ocurrido ayer, y lo seguiría teniendo muy presente mientras continuase entre nosotros.
No pensaba bajar al pueblo. Me entretuve recogiendo piedras por el camino que lleva al Cerro Chato. El sol empezaba a ocultarse tras las siluetas pedregosas de la cumbre mientras una bruma helada se deslizaba por mi espalda. A la abuela no se le podía sacar ni una palabra, mi bobo interrogatorio solo serviría para ensombrecer nuestra convivencia. ¿Qué estaba haciendo? Algo tan torpe y absurdo como llenarme los bolsillos de piedras para ascender por terreno empinado, como emprender aquella marcha dejando que la noche invernal me sorprendiera en medio del monte, solo, sin olfato para orientarme y con un simple chubasquero de plástico encima.
Sospechaba que había ido allí para descargar la rabia que sentía. Pero al volverme y ver los tejados agrisándose a mis pies, lo que descargué fue el peso que llevaba, arrojándolo sobre el pueblo cada vez más borroso o apuntando a los abedules que relucían aún en el margen del río.

Edward Hopper - Camino en Maine (1914)
Diario de Dora
Se les había metido en la cabeza encontrar un ejemplar de la colección de diez objetos que un explorador belga habría obtenido del hechicero de una tribu africana y que estarían ocultos en los templos más oscuros y apartados de los cinco continentes. Repasando claves secretas insertadas en textos de la época. con la complicidad de un amigo erudito, encontraron alguna pista. Fue eso lo que les condujo al desastre.
Tenían que viajar a Japón, escalar la pared norte de un templo cuyo nombre y ubicación conocían solo de forma aproximada. En las páginas que pude leer antes de arrojarlas al fuego, Ernesto explicaba cómo iban rastreando briznas de información con paciencia infinita, consultando mapas, descifrando códigos a base de operar con números para acabar convirtiéndolos en letras. Aquel objeto tan codiciado se encontraría a solo tres palmos del tejado, detrás de un ladrillo hueco que uno de los constructores había embadurnado con pez.

Esa noche la abuela me esperaba con un puchero de gachas preparadas con hígado de cerdo y harina de almortas. Mientras comíamos, con una locuacidad algo impostada, me habló de su juventud, de las eternas tardes veraniegas bordando tras los cristales del mirador con el resol que reverberaba sobre el cristal y se posaba en el bastidor con tanta intensidad que podía acabar mareando. Lo curioso fue que, con cualquier excusa, me remitía al segundo cajón de su cómoda. Según creí entender, es allí es donde guardaba los paños bordados, las enaguas de encaje y los peinadores que durante un tiempo ocultaron los misteriosos escritos enviados por Blas desde Japón. 


(Continuará)

lunes, 18 de diciembre de 2017

La joya de la familia (Relato enigmático) (I)



El verano pasado decidí desempolvar una vieja historia de la que había oído hablar rara vez y siempre en voz baja. Fue una indagación premeditada. Desde hacía meses acaricié esa idea recreándome en las sucesivas etapas que debía recorrer, las circunstancias, los obstáculos, las preguntas y respuestas, el recorrido expectante por las páginas de cartas y documentos. Me trasladé hasta el pueblo manchego donde vivía mi abuela, el único testigo, aunque indirecto, de unos sucesos que el tiempo había ido difuminando.
Cuando le expliqué a lo que había ido se escandalizó (o fingió que lo hacía).

Diario de Dora

Para mi nieto Julio. Querido: Empecé a escribir estas memorias cuando solo tenías cinco años. Siempre supe que en cuanto crecieses querrías saber. En el cuaderno que encontrarás dentro del paquete va mi testimonio, todo lo que sé sobre el asunto. No me culpes de un silencio que solo entenderás con el tiempo y la ayuda de estos papeles. Todavía has de comer muchas longanizas, hacerte un hombre  aunque tú creas que ya lo eres –y eso significa esperar a que esté muerta– para que te permita husmear en los secretos de familia. Agradece que no espere a que tengas mi edad, aunque solo entonces podrás comprender lo incomprensible y, sobre todo, entender la importancia de estas confidencias.

-No comprendo qué pretendes. –protestaba–  ¿Por qué ahora, después de tanto tiempo, se te ocurre escarbar en la basura? Deja al pobre Blas tranquilo, esté donde esté.
-Se me ocurre ahora, abuela, porque cuando pasó aquello yo aún no había nacido. Inicio el camino ahora y aquí estoy. De niño me hacía otra clase de preguntas.
-Bueno, bueno –murmuró– Pero, ¿por qué ese interés por Blas?
-Porque nadie quiere hablar de eso.
-¿Sólo por eso? ¿Siempre llevando la contraria?
Noté que los labios le temblaban un poco y me ablandé.
-No es por fastidiar, en serio. –la miraba fijamente, un truco que no solía falla–Lo que pienso es…
-No pienses.
Me sorprendió el tono chillón, tan impropio de ella, o eso pensaba.
-¿Cómo?
-Lo que te digo. Me parece bien que seas fantasioso, pero imaginar no sirve de nada, no puedes adivinar y la verdad es la verdad, no hay vuelta de hoja, no hay que inventarse cosas y pensar que son ciertas.
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Edward Hopper - The Bistro or the Wine Shop (1909)
-Abuela…
-Ni abuela ni gaitas –rezongó, y se puso a buscar las gafas como hacía siempre, a tientas, palpando la mesa camilla igual que si estuviera ciega, para que yo adivinase lo que quería y fuese a buscarlas a su cuarto. A la abuela, mi capacidad deductiva le parecía bien cuando le convenía, como a todo el mundo, pero resultaba extraño en alguien tan cargado de razón como ella.

Diario de Dora

Siempre has sido muy novelero, Julito. Te advierto que no lo sé todo y te prevengo: si no intentas averiguar más de la cuenta, mucho mejor para ti. El tiempo ha envuelto los hechos con una niebla benigna, los ha convertido en leyenda. Déjalos así, si quieres escribir sobre ello inventa lo que haga falta e intenta no escarbar demasiado. Blas era mi primo, habíamos jugado de pequeños, cuando sucedió aquello yo era una cría, tu abuelo no había llegado al pueblo aún. Tú no alcanzaste a conocerlo. Vino a tomar posesión de su plaza, nos gustamos ya en el primer baile y enseguida hablamos de boda. Con él tuve una buena vida, rutinaria, consagrada a cuidar de él, a bordar y a leer, sin sobresaltos que alterasen nuestra paz.

Ignoré su mueca de disgusto y me senté para fingir que leía mientras ella movía garbosa las agujas con las lentes resbalando por la rampa de su augusta (y afilada) nariz. Suponía que todo ese silencio ocultaba una historia inquietante y extraña, pero su actitud me prohibía explicárselo. La verdad es que no hacía ninguna falta: ella también adivinaba el pensamiento. Noté sus esfuerzos por evitar que la comprometiese, nuestra complicidad era tan grande que mis zalamerías podían soltarle la lengua fácilmente y acabar arrepintiéndose cuando ya no tenía remedio. Enderezó la espalda y apuntó los cristales a mis ojos.
-No te quepa duda.
Me pareció que hablaba con esa volubilidad que se suele atribuir a los ancianos, pero cuando puso mis pensamientos en palabras me alarmé de verdad.
-Inquietante y extraña, por supuesto que sí. Y las cosas raras que molestan mejor dejarlas como están.
-¿Yo he dicho eso?
Esbozó una sonrisa traviesa. Sospeché que había pensado en voz alta, pero ella agitó los brazos sin parar de tejer.
-No has hablado pero piensas muy fuerte y los viejos, a veces, podemos oír esas cosas.

Diario de Dora

Sí, lo confieso. Tal como imaginas, después de desaparecido llegaron a mis manos sus memorias. Las leí, claro, como cualquier otro papel que se cruzase en mi camino, pero de eso hace –hoy, mientras escribo– más de cuarenta años, y tu abuelo se empeñó en que quemásemos todo. El tío Blas era un chico delgado e inquieto, todavía más novelero que tú, Julito, (Deja que te llame así por una vez). Por eso, porque sois parecidos, me preocupa que te metas en berenjenales. Sé lo que estás pensando, que tú no vas a acabar como él, pero este es el día en que todavía no sé si acabó. Sí, después de tanto tiempo, ni siquiera puedo afirmar que haya muerto; si tengo que ser honesta, he de reconocer que no estoy segura de nada.


(Continuará)