Apenas lo
hubo leído, la mujer le volvió la espalda y se puso a borrarlo con la manga. Justo
cuando se disponía a obedecerla, desde el lado sur de la calle aparecieron tres
hombres corriendo. El más grueso le sujetó los brazos a la espalda, otro la
apartó de la puerta a empujones; la mujer sin rostro, aprovechando la
coyuntura, se metió a toda prisa en la tienda.
-¡Muévete!
Tú eres turista buscando recuerdo de país.
-De la plata ¿dónde? –preguntó el que
tenía delante, un rubio grueso que aparentaba ser el mandamás. Su impecable
traje de cheviot le daba aspecto de parisino acomodado.
-Debes comprar
vajillas, caftanes, sandalias. –Ordenó rudamente uno de los acólitos.
-Sabemos
en qué hotel te alojas. –Añadió el francés.
-Solo soy
una humilde artesana.
-Muy lista usted. –Repuso uno de ellos
con voz ronca; guiñó un ojo y los tres se echaron a reír.
Allá dentro,
la chica desembalaba cuencos de loza y los iba alineando en la alacena. Preguntó
a Sonia qué deseaba como si no la hubiese visto en su vida, aunque era ella la
que seguía sin descubrirse.
-Fuera los
dos. –Ladró el jefe.
En cuanto
se quedaron los tres solos, la mujer aflojó un poco el velo. Era cetrina, bastante
joven y le palpitaban un poco los labios.
-Mi
embajada sabe que estoy aquí. –Indicó una Sonia cada vez más insegura.
-Tu
embajada soy yo, estúpida. –Respondió el dandi. Ella intentó no amilanarse.
-Si has
pensado quedarte con todo, te estás equivocando. La suma total apenas tiene
valor, lo que tengo preparado es la recompensa a tu silencio.
Los dos
hombres continuaban de espaldas guardando la puerta.
-Charles,
Charles. –Masculló uno de ellos. –Escondeos. Vienen hacia aquí.
El jefe la
obligó a escurrirse por la boca de la trastienda y a avanzar en cuclillas restregando
la espalda contra la pared; ya en el lado opuesto, empujó una trampilla y salieron
a un patio sembrado de cascotes con un lavadero al fondo. De repente, había un
teléfono vibrando en las manos de su captor. Sonia no podía apartar la vista de
él mientras escuchaba: “Oui, oui, oui”, ni una sola palabra que pudiese
aclararle algo. Pero al cortar la comunicación le dio a entender que no habían
encontrado nada en su cuarto.
-Esas
monedas, tienes que llevarlas encima. –Susurró.
Ella le
miró impasible.
-Están
bien escondidas en el coche de mi novio.
Soltó una
risotada.
-Faux. Has venido sola.
-Eso es lo
que te hemos hecho creer, están aquí y van a rescatarme ahora.
Le vio
asomarse a un ventanuco y mirar dentro.
-Zulema,
-aulló- ven a registrar a esta zorra.
Sonia
intuyó que, de los agentes, no debía quedar ni rastro. Pero el jefe se había
confundido: vieron salir a la dependienta esposada, la escoltaban tres policías
y Bruno era uno de ellos. A la española le flaquearon las piernas.
-Sonia, perdóname.
No podemos poner en peligro una misión permitiendo que una de nuestras agentes
se ennovie con alguien ajeno al cuerpo, ni lavarnos las manos mientras ella se
interna por la jungla de un país extranjero sin blindarla más que a una caja
fuerte.
-Pero yo
no soy una novata. –Se atrevió a murmurar. De todas formas, Bruno jamás
parecería un agente de la ley.
-¿Y esa
ropa que llevas?
-Prestada,
nos la han proporcionado en comisaría, tenía que parecer que éramos de aquí. –Bajó
la voz– Estos cuatro ya están listos.
-Pero la
chica estaba de mi parte.
-Lo hemos
visto todo, solo quería que te confiases. Naturalmente, cumplía órdenes.
Mientras
tanto el patio se había llenado de uniformes. Sonia tuvo que contenerse para no
abofetear a su falso novio. Tendría tiempo de sobra, ahora lo que urgía era
concluir la operación.