Ella era un revoltijo de rizos oscuros, sonrisa acogedora y ojos como pozos que reflejaban el sol y el aire en aquella mañana ventosa. Salíamos del aeropuerto, habíamos coincidido recogiendo nuestras maletas y, como no tenía destino concreto, la invité a subir a mi taxi. Nos sentamos en una terraza del centro a tomar una ración de tortilla española y luego hicimos un poco de turismo, yo de cicerone, preguntándome dónde iba a pasar la noche, de qué iba a vivir, qué pensamientos tenía tras esa apariencia tan serena. Cuando nos estábamos despidiendo recibió un mensaje. Alguien, un hombre, le ordenaba que recogiese al niño inmediatamente. Tenía un hijo y no había dicho nada. Me dio la dirección. Cuando llegamos a la colonia de chalets y lo vi en el jardincillo, con la misma sonrisa esperanzada de su madre, empecé a sentirme responsable de ellos. Pero ella solo era una compañera de viaje, no tenía ninguna obligación ni debía hacer preguntas que acabasen implicándome en sus vidas.
Marina y Marino.
-Me esperan a las seis en la casa dónde voy a trabajar, él se queda conmigo hasta que podamos permitirnos vivir independientes.
Iba de sorpresa en sorpresa. Ahora, de repente, tenía prisa. Su teléfono no paraba de escupir mensajes. Mientras ella tecleaba con fruición, el chaval se agarraba a mi mano, entornaba los ojos y arrugaba la frente. No sé si era felicidad o miedo, puede que un poco de cada. Intenté transmitirle confianza pero mi mirada nunca se cruzó con la suya.
Ahora corríamos, sugerí tomar otro camino, más corto, pero ella se empeñó en cruzar el puente. Comenzaba a levantarse un viento helado, nos subimos las solapas, la noche nos cayó encima como un fardo antes de llegar al otro extremo. Ya allí, Marina se detuvo, y tras acariciar el pretil un momento descendió por los tablones lentamente.
-¿Adónde vas?
No era una auténtica pregunta. Delante de ella no había más que heladas aguas negras y una bruma oscura rodeándolo todo.
-Por ahí no bajes, que cubre. ¿Qué vas a hacer? ¡Vuelve aquí!
Jamás me he sentido tan estúpida, ni tan impotente. Preguntas y recomendaciones inútiles. Marino me apretaba con su manita caliente. No quería mirarle ahora.
Ella, sin embargo, me escuchaba. Se encogió de hombros y desapareció. Nos apartamos de allí. Marqué el número de emergencias. Corrí buscando a ayuda aunque estaba segura de que ya no serviría de nada. No había un alma en ningún sitio. El niño daba saltitos a mi lado: necesitaba utilizar un urinario.
Desde la plazoleta del otro lado del puente vimos llegar el coche patrulla. Una mujer acompañó al niño a un bar. Sacaron a la suicida mareada y chorreando agua, pero viva.
La agente y el niño se reunieron con nosotros.
-Tú mamá se pondrá bien.
-No es mi mamá. Y no me llamo Marino sino Sandro. Él me prometió que si estaba callado y dejaba a Marina hacer teatro, una señora me llevaría a su casa y se haría cargo de mí para siempre.
-¿Él? ¿Quién es él?
-Mi padre.