En 1978, Vizcaíno Casas, autor adepto
al franquismo fallecido hace años, escribió una novela –convertida pronto en
película– cuyo título, Y al tercer año
resucitó, revela, tal como era de esperar, la nostalgia que impulsaba su
argumento. No reparó en que la fábula se funda en una falacia, pues no es factible
resucitar lo que no está muerto aún.
Franco ha continuado vivo todos estos años
–de una forma más real que metafórica, pues todavía quedaban innumerables francos pululando por la política y
continuando ladinamente la labor de la dictadura en la sombra, con todos sus
vicios concomitantes–. Puede que empezase a agonizar en 2011, que se hallase a
las puertas del cementerio cada vez que el rosario de casos de corrupción se alargaba
con una cuenta más, pero morir-morir, posiblemente lo haya hecho tras las
penúltimas elecciones, las de diciembre de 2015. Y, ahora sí, nos hallamos en
plena transición, sufriendo los mil y un traumas que quisimos evitarnos
entonces y que, ilusos de nosotros, pensamos haber logrado en un santiamén.
Lo de ahora (y no lo otro) merece el nombre de transición
porque, al fin, al ciudadano de a pie –ojo, solo a unos cuantos, tampoco pequemos
de optimistas que todavía queda mucho por hacer– se le empieza a caer la venda
de los ojos. Lo que urge es desactivar las secuelas que perduran,
pero no será fácil, los herederos se resisten a abandonar sus vicios aferrándose
al poder y sus prebendas como garrapatas pegajosas. Aún quedan corruptos por
retratar, privilegios que abolir y mucho castigo que aplicar sin
contemplaciones, con toda la contundencia que exige cada caso.
Los españoles deberíamos reconocer que desde
1975 hasta ayer mismo hemos vivido como alicias-en-el-país-de-las-maravillas,
y hay que hacerlo, echar un vistazo a lo que queda al otro lado del espejo,
porque sin asumir los fallos pasados no es posible rectificar. Pero sin
complacernos en el derrotismo, sobreponiéndonos y adoptando una actitud
constructiva, lo que supone buscar soluciones carentes de los lastres del
pasado, exigir a nuestros políticos mucho más que hasta ahora, adoptar en
nuestra vida cotidiana la misma actitud ética que hace falta en la pública y –algo
que quizá seamos incapaces de hacer porque, según parece, no está en nuestro
ADN– permanecer alerta, informados y participativos en lugar de adormecernos
con cantos de sirena como suele ser nuestra costumbre.
El PP está enfangado en la corrupción,
el PSOE se descompone como partido, a la nueva izquierda se le ponen palos en
las ruedas para desactivarla, arrancarla de cuajo –mediante el miedo y la
calumnia– antes de que llegue a prosperar. Hay que salir de una vez del
atolladero en que estamos metidos. Un atolladero que, repito, no es otra cosa
que esa transición que teníamos pendiente desde hace una eternidad.