Tardé en darme cuenta de que estaba detenida. Me empujaron al fondo de un cuarto donde no había más que una colchoneta sucia. No sabía si alegrarme de no tener compañeros. En el fondo era mejor estar allí sola, pensé, pero el caso que me hicieron duró el tiempo que tardaron en encerrarme. La pared contigua a la ventana daba a una oficina que había entrevisto al pasar donde todo el mundo hablaba a gritos por teléfono. Me había sido imposible entenderme con ellos pues no sabía ni palabra de francés pero estaba convencida de que llamarían a un intérprete. Pasaban las horas y, por muchas patadas que diese a la puerta, nadie se acordaba de darme de comer. Entonces no lo sabía, pero si me consideraban tan insignificante que les daba igual matarme de inanición, les importaba menos que nada cualquier cosa que tuviese que decirles.
Creyeron que estaba dormida, pero yo sé que me había desmayado. Me despertaron a bofetones. alguien me dijo en español que habían llamado a mi familia y yo les creí como me hubiese creído cualquier cosa. Estaba amaneciendo y ni siquiera había visto anochecer. Miré fijamente a la puerta. Temblaba, no sé si de temor o de alivio, esperando ver entrar a mi padre. Pero quien apareció en el marco, con sonrisa desafiante, fue el tirano que me había secuestrado días atrás. Lloré, pataleé, me resistí lo que pude aguantando tirones de brazos y escuchando las risotadas de todos. Luego volví a desmayarme. Lo que vi una semana después fue una habitación muy blanca, un bote de suero sobre mi cabeza y los barrotes de una cama de niquel. Por fin, me habían llevado al hospital.
Tardé varios días en poder tragar algo, pero cuando lo conseguí me atiborré de pollo como una desesperada. El pollo era un artículo de lujo en la España de entonces y yo no lo había probado jamás. La telefonista de aquella institución era hija de inmigrantes españoles. Todas las tardes, cuando acababa su turno, pasaba por allí para asegurarse de que todo iba bien. Por ella supe que habían detenido a mi verdugo, un indeseable al que la policía llevaba tiempo siguiendo la pista. Por lo visto, todo lo escurridizo que había sido hasta entonces se evaporó cuando prestó declaración asegurando que era mi padre. Sus numerosas contradicciones levantaron sospechas y, ante la insistencia de los polis, acabó delatándose solo.
- Tienes que largarte de aquí. Ha asegurado que como te encuentre te mata.
- ¿No está en la cárcel?
- Esa gente tiene amigos en todos los sitios, seguro que le sueltan cualquier día de estos, si no, algún compinche suyo puede hacer lo que le ordene. Y como nadie te va a reclamar, de momento...
Bajó la voz. Se avergonzaba un poco de lo que había dicho, pero yo no echaba de menos a nadie. Le pregunté si era posible que entrasen allá dentro a por mí. Pensaba que no, pero que, una vez en la calle, no debía perder ni un minuto.
- ¿Y adónde voy?
- Dónde quieras, lo más lejos posible.
- ¿A París?
- París sería perfecto. A mí me encantaría vivir allí ,ya ves.
- Pero no conozco a nadie.
- Aquí tampoco. Y los pocos que te conocen mejor que no te vean.
- ¿A que no te atreves a acompañarme?
Me miró como si fuese un bebé.
- ¡Criatura! Yo aquí tengo una vida.
Con eso lo había dicho todo: ella tenía vida y yo una muerte más que probable. Antes de que me invadiese la angustia intenté convencerme de que sentirse fugitiva con el estómago lleno era un poco mejor que todo lo contrario.
Una semana después, estaba en la calle vestida con la ropa de ella, cargando una mochila llena de todo lo necesario y hasta con algo de dinero en el bolsillo. Me venía grande lo que llevaba puesto pero estaba bastante nuevo, muy limpio y, sobre todo, con aquello no parecía la misma.
Continuará