|
Compulsión, de Richard Fleischer |
Cuando Miguel Ángel –a quien
una pareja de la guardia civil había detenido en la autopista y multado por
exceso de velocidad, provocando que llegase tarde al juicio– entró en la sala
por fin, un ujier, con el rostro como la grana y los ojos reventándole dentro
de las orbitas, chorros de sudor en la frente, temblándole la punta de los
dedos y la piel del cuello turgente hasta reventar, gritaba:
-¡Silencio!
Los murmullos
remitieron un poco, la testigo se tapó las mejillas y miró al frente con
serenidad. El juez la animó a seguir hablando
-Señorita Crespo,
continúe.
-Le aseguro, señoría,
que no me invento nada. ¿Puedo explicarlo con detalle? Es que, si no, no se
entiende.
Gesto de resignación, de
hastío incluso, en las abotargadas facciones de la autoridad civil.
-Federico me llamó en
cuanto le abrieron la puerta desde arriba. No se sentía tranquilo. Mucho más
que eso, le invadía una desazón que no había experimentado nunca, una especie
de hormigueo que empezaba en la raíz del pelo y llegaba hasta las puntas de los
pies. Aquello le pareció un presentimiento y sentía la necesidad de estar
comunicado con alguien.
|
Anatomía de un asesinato de Otto Preminger |
-Y la eligió a usted,
su antigua novia.
-No, solo éramos
conocidos de clase.
-Ya. Usted era quien le
prestaba los apuntes.
-Sí, porque no venía
casi nunca. Parece que la clase de paleografía coincidía con su horario de spinning.
-¿Y a usted le parece verosímil
que alguien tan musculado como el que hemos
visto en las fotos pueda haber sido agredido por una mujer sola y, para colmo,
haber sufrido anteriormente ese ataque de pánico?
-Por supuesto,
señoría. Escuché cómo le castañeteaban los dientes.
-¿Y por qué la eligió a
usted, una simple proveedora de apuntes?
-No tengo ni idea,
puede que llamase a otros antes y solo me encontrase a mí.
-Eso está comprobado, solo la llamó a usted. Un detalle que puede implicarla.
-Yo solo puedo decir lo
que escuché, estaba fuera de sí, pero siguió subiendo la escalera. Cuando llegó
al segundo piso, escuché el sonido del timbre. Luego dejó el teléfono encendido
porque necesitaba un testigo de todo lo que fuese ocurriendo.
-Ya. -Por un momento,
las mejillas del jurista se animaron, hasta sus ojos apagados emitieron alguna
chispa-. Y decidió retransmitírselo a usted como si fuese un partido de futbol
-Solo puedo repetir lo
que escuché. Una bola de sebo enorme, con ojos, que le miraba relamiéndose…
-Casimiro, supongo.
-No creo que se llame
así, ese nombre lo han debido inventar los periodistas. Federico no sabía cómo
se llamaba, iba describiendo la escena, estaba cada vez más asustado. La mujer…
-¿María Jesús?
-Sí. María Jesús
Vilaespesa. O Villamediana. Algo parecido, no lo recuerdo bien. Trajo barreños
repletos de verduras cortadas y aliñadas con alioli, un barril de vino, unos
cubiertos tan enormes que al pobre Federico le hicieron temblar…
La atmósfera de la
audiencia se estremeció una vez más. Uno de los auxiliares tuvo que trasladar a una mujer
casi a rastras, estaba medio inconsciente, blanca como la tiza; se emitieron alaridos
tenues, hubo un revuelo en la zona de los reporteros. Dos o tres personas se
levantaron de los asientos del fondo sin llegar a moverse de su sitio.
-Bien. Según usted, la
mujer misteriosa había preparado una encerrona a ese hombre. ¿Cómo explica que no
fuera capaz de defenderse tratándose de un fortachón de ese calibre?
-No lo sé. El monstruo
debía de ser tremendo, a él le daba pánico.
-Sí, pero según parece
no era más que una bola de sebo sin ninguna movilidad. Y la mujer…
Uno de los alguaciles,
con voz tronante, se dirigió a la concurrencia.
-Ustedes. Hagan el
favor de volver a sentarse.
-Ella –continuó Adela
Crespo– era delgada y alta, iba muy maquillada, llevaba el pelo rubio platino y
un mono beige sin mangas.
-Y, en su opinión,
¿tenía fuerza suficiente para reducir a ese amigo suyo?
-Amigo no, compañero de
facultad. No tengo ni idea, yo a María Jesús no la he visto nunca, solo sé lo
que Federico me iba retransmitiendo.
El juez la miró con
sorna, los murmullos arreciaron otra vez.
-Sí, ya sé, como en un
partido de futbol.
-Así no. En los
partidos se grita y él hablaba en voz muy baja y temblando, se escondía,
disimulaba que estaba hablando conmigo mientras esperaba a que se lo comiese el
monstruo.
Nuevo gesto, más
escéptico aún.
-Ya. Como en un cuento
para niños. ¿Es consciente, señorita Crespo, de que se está jugando su
libertad?
-Espere. Lo que pasó
después no se lo he contado aún. No podía colgar mi teléfono, así que cogí el
móvil de Miguel Ángel, que estaba en la otra punta de mi casa reparando una
puerta, me lo puse en la otra oreja y llamé a comisaría.
-Que se presentó
inmediatamente en la dirección indicada y no encontró ni rastro de las personas
descritas por usted.
-Escaparían. Supongo
que ella pilló a Federico hablando conmigo y tuvieron que salir por piernas.
El juez hizo girar los
pulgares sin dejar de observarla.
-Escaparon. De acuerdo.
Según usted, ¿antes o después de hacer la digestión?
-No sea cruel, señoría.
-Si me insulta, lo
consideraré desacato. Veamos: usted utilizó el teléfono de su novio sin necesidad
de consultarle.
|
Doce hombres sin piedad, de Sidney Lumet |
-Es que no me daba
tiempo. No podía soltar el cable del teléfono y me daba perfecta cuenta del
peligro.
-¿No será que su novio,
don Miguel Ángel, estaba tapiando el hueco que antes había sido puerta? ¿Qué ustedes
dos, y no una tal María Jesús, han actuado como cómplices en la desaparición de
don Federico?
Llegados a este punto,
Miguel Ángel, que estaba allí a cara descubierta, con el exclusivo –y ridículo–
camuflaje de unas gafas de sol para esquiadores, se escurrió todo lo que pudo en su silla.
-La policía ha
rastreado mi casa y no ha encontrado ni una sola pared hueca, señor juez, espero
que haya utilizado el mismo celo en las señas que le facilité aquella tarde. Tenga
en cuenta que es mucho más fácil cuadrar todas las pistas en cualquier episodio
imaginado que demostrar la pura verdad sin dejar ni un solo cabo suelto.
-¿Ah sí? ¿Y eso por
qué?
-Pues porque la ficción
juega con unos pocos elementos tan sencillos de encajar como los de un puzle.
En cambio, la realidad está llena de imponderables. Además, un testigo inocente
no puede conocer todos los datos de una investigación.
-La encuentro muy
segura de sí misma, sobradita, que diría alguien que me sé. ¿Me puede decir quién
es usted para saber tanto sobre la verdad y la mentira, sobre la ficción, la
realidad y todas esas cuestiones que…?
-Muy fácil. Soy María
Elena Adela Crespo San Marcial y otras yerbas, la escritora que ha inventado de
cabo a rabo la escena que estamos protagonizando ahora mismo. Usted sabrá mucho
de leyes pero de fantasía la que entiende soy yo. Y, desde luego, por mucho que
se empeñe, jamás me podrá meter en la cárcel.