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jueves, 18 de abril de 2013

La que nunca abandona (y II)

La doncella pasaba antes al saloncito, donde tomaban el té, y me anunciaba con toda ceremonia. Yo escuchaba a lo lejos su voz cantarina. Ya había aprendido a calcular el momento exacto en que, tras atravesar el largo pasillo, se presentaría de nuevo en el recibidor y, con una graciosa inclinación, me informaría de que podía pasar. Cada movimiento constituía un rito que se diría largamente ensayado. Mi caminata tras ella contemplando su espalda erguida y siendo escoltado por los óleos de antepasados ilustres, los saludos, el servicio de plata, las pastas de mantequilla, la desvaída conversación acerca del tiempo o el coste de la vida, las menciones a gente de su círculo que yo desconocía y ante las que me sentía cruelmente excluido, todo se repetía con remilgada exactitud. Yo apenas despegaba los labios y nadie parecía interesado en que lo hiciese. Allí solo había mujeres, los hermanos de Aurea apenas se dejaban ver y su padre asomaba por la puerta de la biblioteca un minuto después de entrar yo, insinuaba un ademán de despedida y salía a toda prisa a la calle. Podía escuchar el ruido amortiguado de la puerta al cerrarse, percibía las miradas que intercambiaban mis anfitrionas, cargadas de una intención a la que nunca tendría acceso. El señor Salgado salía todas las tardes justo a la hora que yo entraba. De eso sí me daba cuenta.
 
En una de aquellas circunspectas veladas, rodeado de ojos llorosos y miradas furtivas, comprendí de pronto que les estaba aburriendo. Con el apesadumbrado viudo delante –aunque no fuese más que un viudo, digamos platónico, pues nunca confesé mi admiración a Aurea– no se atrevían a reírse, hacer bromas y, menos aún, a colocar sobre el tapete sus copitas de anís. Las tardes transcurrían soñolientas y el calambre que recorría las espaldas era síntoma de nuestro envaramiento. Tenían que representar una tristeza que era dramáticamente real, y superponer la una a la otra, la verdadera y la fingida, suponía para ellas un esfuerzo enorme. Comprendí todo eso en una ráfaga de lucidez; un chispazo de sol se coló entre los visillos, tropezó por casualidad con el cristal de roca de la lámpara y pude ver toda la escena como desde la butaca de un cine. Me sentí un poco ridículo, la verdad.
Ginés Parra - Joven dormida - Óleo sobre lienzo
 
Decidí abandonar las visitas y olvidarme de los dichosos cambios. Había  que retornar a la rutina de siempre, a mis quehaceres, mis amistades, al ajedrez, a la bici, a mis placeres sencillos, a una vida sin galería de antepasados ni suspiros hipócritas. Aunque al principio, y en ausencia de Aurea, lo encontrase todo vacío, sin sustancia, carente de interés, como si una capa de abulia hubiese teñido el mundo de un gris ceniciento. Tenía que dejar de obsesionarme y permitir al olvido instalarse poco a poco en mi vida. Ella es la única que nunca abandona, que, hasta que la muerte nos separe, permanecerá a mi lado lealmente.

martes, 16 de abril de 2013

La que nunca abandona (I)

La ausencia de Aurea Salgado pronto se convirtió en una obsesión. Comprendí que ya nunca vería los cambios sucesivos que experimentaba el mundo cuando al día siguiente de su entierro talaron los árboles de la Avenida Principal. Desde el mirador de su casa ya no podrían verse las ramas asomando por detrás del edificio de enfrente. Eso me conmocionó tanto que empecé a anotar cada cambio que observaba. La aparición de una nueva marca de perfume que me hubiese gustado comprarle, el último modelo de automóvil circulando arriba y abajo, como signo de un tiempo un poco más adelantado que el de la semana anterior. ¡Tantos pequeños y grandes detalles! En la política, en la cartelera de los cines, en las amistades. En todo. Rufino estaba esperando otra hija, el de la propia Aurea se había comprado un papagayo –para sobrellevar el luto, supongo- y ella sin enterarse de nada. Y lo peor es que así sería para siempre jamás.
Frida Kahlo - Sin esperanza (1945)
Cuando observé que la tapicería de las sillas del comedor estaba raída, me guardé mucho de renovarla, aunque cada hora que pasaba sintiese más grima al verlas. Luego comprendí  que el mundo entero cambiaba sin cesar y que era imposible controlarlo todo. Que cada país llevaba una trayectoria y que, incluso en el mío, cada ciudad o trozo de campo renovaba a cada momento lo que se le iba antojando. El cosmos también cambiaba. Había quien viajaba al espacio. Y la luna ya había mostrado todas sus fases. Había transcurrido un mes.
 
Entretanto no había dejado de visitar una sola tarde a la familia Salgado. Contemplaba los retratos de Aurea parándome en aquellos que le hacían justicia. En los otros me demoraba menos, a veces casi pasaba de largo. Piano. Andante. Allegro. Ese era mi recorrido. El ritmo se establecía siempre igual, por el mismo orden, como en una melodía sentimental y plástica.
 (Continuará)