La sociedad es un cocido compuesto por un montón de ingredientes
¿Han probado ustedes un buen cocido
madrileño, con su morcillo, su pechuga, su choricito, su col, su zanahoria...?
Los que vivan en España, supongo, llevarán toda la vida comiéndolo, sobre todo
en los meses fríos.
Bien. Imaginen que tienen un buen plato
delante. ¿A qué les saben los fideos, los garbanzos, la patata? Hasta en la
morcilla, que predomina sobre el resto de sabores, ¿no encuentran como un
regusto a berza?
La
sociedad es un cocido compuesto de un montón de ingredientes, todos se
contagian del sabor de los otros, sobre todo de los más contundentes, como el tocino y la
morcilla. Esa grasa, ese sabor a carne, ese gusto salado es el patriarcado que
lo impregna todo, que produce un chiste de mal gusto, un “aquí mando yo”, que
nos hace comulgar con el mito de la virilidad, que ha dado lugar a que el
vocablo “niña” se considere una ofensa, que disculpa el comportamiento de los
varones, los consagra como dueños del otro sector (léase mujeres), provocando
numerosos y desproporcionados ataques de ira cuando la situación se les escapa
de las manos. Pero este “escapárseles de las manos” puede ocurrir en cualquier
momento: en el trance de una separación, ante una colega particularmente
brillante o en cualquier situación cotidiana en la que ellos no sientan que
tienen las riendas bien sujetas. Algo muy frecuente, porque el machito es particularmente
vulnerable a este sentimiento y suele
reaccionar montando en cólera. Y si lo hace es porque la experiencia demuestra a diario su eficacia y porque está
convencido de que se trata de una respuesta perfectamente legítima.
Convénzanse. En este caldo de cultivo, que
a cualquier ciudadano de bien se le vaya esa cólera de las manos y acabe
cometiendo una acción terrible es mucho más fácil de lo que parece. El caldo
del dominio patriarcal domina todas las cabezas, unas se resignan a la sumisión, los otros defienden su supuesto derecho
al poder con los mecanismos que encuentra a mano, y si con insultos, halagos,
manipulación etc. no consiguen todo lo que quieren –que vuelva la que se
fue, que su pareja se vista como él quiere, que no la mire ningún hombre etc.– la única solución que se le ocurre es hacer
que desaparezca del mapa.
Micromachismos
Y es que, en el contexto de nuestras
sociedades patriarcales –y a pesar de los viejos ajustes, que se siguen
invocando aunque hayan tenido lugar hace décadas, como si no hubiese nada que
modificar desde que conseguimos poco más que el derecho al voto, a la
universidad y la despenalización del adulterio femenino– la violencia más
evidente se alimenta de todas las demás violencias que se concretan en intolerancia,
faltas de respeto y desprecios constantes y que tan bien hemos tolerado hasta
ahora, y seguimos tolerando por la fuerza de la costumbre, tanto las mujeres
que los sufrimos como los varones, sean consentidores o causantes. Actitudes
que se han dado en llamar micromachismos porque un piropo en plena calle,
comparado con un asesinato parece muy poca cosa, pero también porque nosotras,
al haberlos padecido desde siempre, hemos acabado por normalizarlas y
transitamos por ellas como entre escollos que preferimos no mirar. Hasta
que abrimos los ojos y empezamos a prestar atención. Entonces nos sorprendemos
de nuestra pasividad, de nuestra ceguera incluso. Si de verdad llamásemos a las
cosas por su nombre, negar un puesto de
trabajo a una mujer en edad fértil o cualquier actitud violenta aunque sea de
carácter verbal debería considerarse plenamente
machista. Son los homicidios, violaciones,
así como el maltrato físico y psíquico lo que se debería denominar macromachismo.
Nociones de feminismo básico
Para demostrar que esos micromachismos de micro tienen bien poco, solo hay que cambiar
el género ante cualquier situación concreta. ¿Algún varón –educado como tal
y, por tanto, poco o nada preparado para tolerar esos mamoneos– consideraría
micro-discriminatorio que la empresa pagase a las mujeres de su misma categoría
laboral un 10% más que a ellos? ¿Imaginan cómo reaccionaría, cuánta
agresividad desarrollaría sobre el/los responsable/s de tamaña injusticia, cómo
se sentiría de molesto?
Pero, si no bastase con eso, consideremos
la frecuencia. Se trata de situaciones que venimos padeciendo día sí y día
también, y una gota aislada no cala, pero unos cuantos miles acaban perforando
la roca más resistente.
Hay que echar otros condimentos a ese
caldo, rectificar ya de una buena vez, que la dignidad y los derechos se
distribuyan equitativamente, que el caldo saludable se extienda por todas las
cabezas, también por las de las víctimas, que estas comprendan que su intimidad
es suya, que cualquier desconocido no puede opinar sobre su físico cada vez que
le dé la gana aunque unos cuantos señores defiendan en la tele pública esas
conductas prehistóricas. Cuanto más lo pienso más me sorprende nuestra ancestral pasividad, que solo puede
explicarse por una educación que desde bebés convence a las mujeres de que deben
(debemos) aceptar cualquier cosa que nos suceda, sin quejarnos, simplemente
porque así es la vida y así tenemos
que aceptarla. Y eso se llama sometimiento.
Hay que ponerse las gafas (y las pilas)
Para acabar con un estado de cosas
discriminatorio e injusto solo tenemos que abrir los ojos. A esto le llamamos ponerse las gafas violetas. Y nada más
exacto, porque una vez que se enfoca la realidad con perspectiva igualitaria, empezamos
a habitar otro mundo, mil veces más agradable.
El programa de Herrera y Sostres (febrero 2018)
Ahora escuchen uno de los ejemplos más groseros que produce el moderno machirulado con el fin de vengarse debido a nuestra pretensión de igualar derechos y, de paso, desacreditarnos de la forma más burda. La perla aparece al final de la conversación ¡ATENTOS!