Me miraba por detrás de los barrotes,
desde su esquina del parque, una mañana;
sus ojos hablaban y esperaban
pero yo no miré: tenía prisa.
Quería llegar a la tienda antes del cierre
o recoger el coche,
o aparcarlo.
Me esperaba no recuerdo quién.
Hablaba con un zumbido áspero
que surgía de su cuerpo, frágil,
sentada a la puerta del mercado
extendiendo una lata oxidada.
La encontré más flaca todavía,
olía a serrín y a vertedero,
su dentadura era un tablero de ajedrez.
Soñé esa noche con su pelo,
una gran maraña impenetrable,
que yo trataba de ordenar con un rastrillo
mientras ella chapoteaba entre burbujas.
Me apresuré hasta el barrio de la niña.
Cuando pasé por los grandes almacenes
vi un maniquí con minifalda y gorra,
camiseta naranja y deportivas.
“A la vuelta, me dije, lo compramos”.
Pero al llegar a su esquina ya no estaba.
Me dijeron que nunca volvería,
que estaba condenada a ser esclava,
que nadie la invitaría a una hamburguesa,
ni la llevaría a elegir ropa molona
a la planta juvenil del corte inglés.