lunes, 25 de diciembre de 2017

La joya de la familia (Relato enigmático) (II)

Total, no me iba a aclarar nada esa tarde. El ambiente empezaba a oler a ceniza, la penumbra era gris y el rostro de mi abuela terroso. Me exprimí las meninges pensando a quién podía convencer para dar una vuelta cuando todos mis amigos habían subido a esquiar.
-Como no te has salido con la tuya quieres irte, mira a ver si encuentras algún chalao que quiera destapar…
-… la caja de los truenos. –Terminé yo. Esa frase estaba en un cuento que me solías leer por las noches.
Me rasqué la escayola, sabía que no iba a aliviarme el picor del  brazo pero el simple gesto servía para tranquilizarme. Algo así pasaba con mi abuela, no iba a sacarle nada, al menos de momento, pero no podía evitar intentarlo.
-Mira, sí, me voy a dar una vuelta. Tengo que comprar algunas cosas y a lo mejor me meto en el cine, pero no puedo entender que, sabiendo como sabes, que guardas un secreto familiar maravilloso vayas a dejar que se olvide. A mí casi me parece un delito.
-Maravilloso, un cuerno. –Las facciones se le desencajaron un poco, ahora le temblaba la mandíbula – No todos los secretos son una maravilla. Tú te derrites por las historias, es una manía que tienes, pero no siempre hay que destaparlo todo, hay cosas…

Diario de Dora
Edward Hopper - Casa junto a la vía del tren (1925)

El tío Blas andaba siempre cavilando y revolviendo papeles como tú. Tenía un amigo, Ernesto Aldana, que iba con él a todas partes. Chismorreaban en sordina,  todo parecía extrañarles. Llegué a pensar que los chicos mayores eran como ellos. Pero cuando tu abuelo apareció… Voy a parar aquí, me conozco y sé que estoy a punto de irme por las ramas.
Ha pasado una semana y tú me sigues agobiando con preguntas. Intento zafarme e insistes. Como me acorralas y no te sirve de nada, acabas de salir haciendo temblar el dintel y hasta la pared que lo sostiene.
Querría explicártelo, pero no ahora, espero que algún día leas esto. Sé que eran tres. Aldana, tu tío y un muchacho francés que se hospedaba en la pensión de allá arriba, donde se alojan a los esquiadores que vienen de Valgrama. O puede que cuatro: a veces les acompañaba una chica. Se habían obsesionado con una quimera pretendían conseguir lo imposible.

Intenté no exagerar el portazo. ¿Qué habría podido decirle? Imposible darle la razón: solo nos hace daño lo que es demasiado reciente. Aunque –me daba cuenta –para ella aquello había ocurrido ayer, y lo seguiría teniendo muy presente mientras continuase entre nosotros.
No pensaba bajar al pueblo. Me entretuve recogiendo piedras por el camino que lleva al Cerro Chato. El sol empezaba a ocultarse tras las siluetas pedregosas de la cumbre mientras una bruma helada se deslizaba por mi espalda. A la abuela no se le podía sacar ni una palabra, mi bobo interrogatorio solo serviría para ensombrecer nuestra convivencia. ¿Qué estaba haciendo? Algo tan torpe y absurdo como llenarme los bolsillos de piedras para ascender por terreno empinado, como emprender aquella marcha dejando que la noche invernal me sorprendiera en medio del monte, solo, sin olfato para orientarme y con un simple chubasquero de plástico encima.
Sospechaba que había ido allí para descargar la rabia que sentía. Pero al volverme y ver los tejados agrisándose a mis pies, lo que descargué fue el peso que llevaba, arrojándolo sobre el pueblo cada vez más borroso o apuntando a los abedules que relucían aún en el margen del río.

Edward Hopper - Camino en Maine (1914)
Diario de Dora
Se les había metido en la cabeza encontrar un ejemplar de la colección de diez objetos que un explorador belga habría obtenido del hechicero de una tribu africana y que estarían ocultos en los templos más oscuros y apartados de los cinco continentes. Repasando claves secretas insertadas en textos de la época. con la complicidad de un amigo erudito, encontraron alguna pista. Fue eso lo que les condujo al desastre.
Tenían que viajar a Japón, escalar la pared norte de un templo cuyo nombre y ubicación conocían solo de forma aproximada. En las páginas que pude leer antes de arrojarlas al fuego, Ernesto explicaba cómo iban rastreando briznas de información con paciencia infinita, consultando mapas, descifrando códigos a base de operar con números para acabar convirtiéndolos en letras. Aquel objeto tan codiciado se encontraría a solo tres palmos del tejado, detrás de un ladrillo hueco que uno de los constructores había embadurnado con pez.

Esa noche la abuela me esperaba con un puchero de gachas preparadas con hígado de cerdo y harina de almortas. Mientras comíamos, con una locuacidad algo impostada, me habló de su juventud, de las eternas tardes veraniegas bordando tras los cristales del mirador con el resol que reverberaba sobre el cristal y se posaba en el bastidor con tanta intensidad que podía acabar mareando. Lo curioso fue que, con cualquier excusa, me remitía al segundo cajón de su cómoda. Según creí entender, es allí es donde guardaba los paños bordados, las enaguas de encaje y los peinadores que durante un tiempo ocultaron los misteriosos escritos enviados por Blas desde Japón. 


(Continuará)

lunes, 18 de diciembre de 2017

La joya de la familia (Relato enigmático) (I)



El verano pasado decidí desempolvar una vieja historia de la que había oído hablar rara vez y siempre en voz baja. Fue una indagación premeditada. Desde hacía meses acaricié esa idea recreándome en las sucesivas etapas que debía recorrer, las circunstancias, los obstáculos, las preguntas y respuestas, el recorrido expectante por las páginas de cartas y documentos. Me trasladé hasta el pueblo manchego donde vivía mi abuela, el único testigo, aunque indirecto, de unos sucesos que el tiempo había ido difuminando.
Cuando le expliqué a lo que había ido se escandalizó (o fingió que lo hacía).

Diario de Dora

Para mi nieto Julio. Querido: Empecé a escribir estas memorias cuando solo tenías cinco años. Siempre supe que en cuanto crecieses querrías saber. En el cuaderno que encontrarás dentro del paquete va mi testimonio, todo lo que sé sobre el asunto. No me culpes de un silencio que solo entenderás con el tiempo y la ayuda de estos papeles. Todavía has de comer muchas longanizas, hacerte un hombre  aunque tú creas que ya lo eres –y eso significa esperar a que esté muerta– para que te permita husmear en los secretos de familia. Agradece que no espere a que tengas mi edad, aunque solo entonces podrás comprender lo incomprensible y, sobre todo, entender la importancia de estas confidencias.

-No comprendo qué pretendes. –protestaba–  ¿Por qué ahora, después de tanto tiempo, se te ocurre escarbar en la basura? Deja al pobre Blas tranquilo, esté donde esté.
-Se me ocurre ahora, abuela, porque cuando pasó aquello yo aún no había nacido. Inicio el camino ahora y aquí estoy. De niño me hacía otra clase de preguntas.
-Bueno, bueno –murmuró– Pero, ¿por qué ese interés por Blas?
-Porque nadie quiere hablar de eso.
-¿Sólo por eso? ¿Siempre llevando la contraria?
Noté que los labios le temblaban un poco y me ablandé.
-No es por fastidiar, en serio. –la miraba fijamente, un truco que no solía falla–Lo que pienso es…
-No pienses.
Me sorprendió el tono chillón, tan impropio de ella, o eso pensaba.
-¿Cómo?
-Lo que te digo. Me parece bien que seas fantasioso, pero imaginar no sirve de nada, no puedes adivinar y la verdad es la verdad, no hay vuelta de hoja, no hay que inventarse cosas y pensar que son ciertas.
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Edward Hopper - The Bistro or the Wine Shop (1909)
-Abuela…
-Ni abuela ni gaitas –rezongó, y se puso a buscar las gafas como hacía siempre, a tientas, palpando la mesa camilla igual que si estuviera ciega, para que yo adivinase lo que quería y fuese a buscarlas a su cuarto. A la abuela, mi capacidad deductiva le parecía bien cuando le convenía, como a todo el mundo, pero resultaba extraño en alguien tan cargado de razón como ella.

Diario de Dora

Siempre has sido muy novelero, Julito. Te advierto que no lo sé todo y te prevengo: si no intentas averiguar más de la cuenta, mucho mejor para ti. El tiempo ha envuelto los hechos con una niebla benigna, los ha convertido en leyenda. Déjalos así, si quieres escribir sobre ello inventa lo que haga falta e intenta no escarbar demasiado. Blas era mi primo, habíamos jugado de pequeños, cuando sucedió aquello yo era una cría, tu abuelo no había llegado al pueblo aún. Tú no alcanzaste a conocerlo. Vino a tomar posesión de su plaza, nos gustamos ya en el primer baile y enseguida hablamos de boda. Con él tuve una buena vida, rutinaria, consagrada a cuidar de él, a bordar y a leer, sin sobresaltos que alterasen nuestra paz.

Ignoré su mueca de disgusto y me senté para fingir que leía mientras ella movía garbosa las agujas con las lentes resbalando por la rampa de su augusta (y afilada) nariz. Suponía que todo ese silencio ocultaba una historia inquietante y extraña, pero su actitud me prohibía explicárselo. La verdad es que no hacía ninguna falta: ella también adivinaba el pensamiento. Noté sus esfuerzos por evitar que la comprometiese, nuestra complicidad era tan grande que mis zalamerías podían soltarle la lengua fácilmente y acabar arrepintiéndose cuando ya no tenía remedio. Enderezó la espalda y apuntó los cristales a mis ojos.
-No te quepa duda.
Me pareció que hablaba con esa volubilidad que se suele atribuir a los ancianos, pero cuando puso mis pensamientos en palabras me alarmé de verdad.
-Inquietante y extraña, por supuesto que sí. Y las cosas raras que molestan mejor dejarlas como están.
-¿Yo he dicho eso?
Esbozó una sonrisa traviesa. Sospeché que había pensado en voz alta, pero ella agitó los brazos sin parar de tejer.
-No has hablado pero piensas muy fuerte y los viejos, a veces, podemos oír esas cosas.

Diario de Dora

Sí, lo confieso. Tal como imaginas, después de desaparecido llegaron a mis manos sus memorias. Las leí, claro, como cualquier otro papel que se cruzase en mi camino, pero de eso hace –hoy, mientras escribo– más de cuarenta años, y tu abuelo se empeñó en que quemásemos todo. El tío Blas era un chico delgado e inquieto, todavía más novelero que tú, Julito, (Deja que te llame así por una vez). Por eso, porque sois parecidos, me preocupa que te metas en berenjenales. Sé lo que estás pensando, que tú no vas a acabar como él, pero este es el día en que todavía no sé si acabó. Sí, después de tanto tiempo, ni siquiera puedo afirmar que haya muerto; si tengo que ser honesta, he de reconocer que no estoy segura de nada.


(Continuará)

lunes, 4 de diciembre de 2017

Demasiado ambiciosa (Relato feminista)

-Tengo que conseguir ese ascenso.
-¿Otra vez? Siempre estás con lo mismo.
-Siempre no. Una vez al año, que es cuando se renuevan los cargos y hay oportunidad de escalar puestos.
-Marisa, esa empresa tuya te tiene comida la moral.
-No sé por qué ahora hacéis piña contra mí.
Mi sobrina se había sentado encima del mantel, pellizcaba metódicamente las migas de tarta y se chupaba los dedos mirándonos, pero nadie tenía ánimos para reírle la gracia.
-Tu hermano, que se queda ahora en paro con una hija, eso sí debería preocuparte.
-Me preocupa, ya sabes que he hablado con el director general.
-Y no ha hecho más que darte largas –intervino Diego, de una forma tan desabrida que me sorprendió. No era propio de él.
-Tú ya has trabajado allí, te conocen, tienes buena reputación en la empresa.
-Pero me fui, y eso no me lo perdonan.
-¿Y a mí? ¿Me perdonan algo?
-Marisa, tienes que reconocer que eres muy arisca. Dice Diego que te apartas al menos contacto, que nunca les ríes las gracias.
-Tampoco él le reía las gracias a nadie.
Martita había encontrado un amigo. Jugaban a subirse encima de un perro enorme de cartón piedra que ocupaba media terraza. Mi hermano se repantingó un poco más en la butaca, entrecerró los ojos y asumió el mando.
-Mira a tu hija. Está en la espalda de Paquito, como resbale se mata.
Feli dejó la taza, se pasó la servilleta por los labios y salió a escape hacia la puerta con los brazos extendidos.
-Esta vez no tienes razón, Marisa. Reconoce que no puedes quejarte: tienes un trabajo fijo, un sueldo para ti sola, nada de compromisos familiares, el futuro asegurado, vives bien, puedes viajar…
-Sí. ¡Qué suerte! Tengo una licenciatura, dos másteres que la empresa nunca se molestó en abonarme, y ¿qué hago? Recortar cupones y archivar.
-Pero ¿qué te cuesta sonreír un poco? Solo tienes que tener mano izquierda, seguirles la corriente de vez en cuando.
-Tú tampoco lo hacías cuando trabajábamos juntos.
-Pero es que yo…
-Tú ¿qué? ¿Me aconsejas que pierda la dignidad solo por ser mujer? La verdad, no esperaba eso de ti.
-Perder la dignidad no, Marisa. Solo tienes que hacer lo que hacen todas.
Miré hacia la barandilla, las primeras luces de la noche iban brotando allá abajo. Junto al toldo,  Feli también miraba el horizonte sujetando a Marta por los hombros mientras charlaba con la madre de Paquito. Hacía lo que hacen todas, ocuparse de sus hijos mientras el marido apura el último chupito y añade unos gramos a su más que regular barriga.
-¿Qué es lo que hacen todas? ¿Dejar que el rijoso del jefe se pegue al respaldo de la silla y les sobe el pelo lo que le dé la gana? ¿Aplaudir las tonterías de Agustín? No me puedo creer que digas eso.
-Y yo no me podía creer que pegases esos respingos cada vez que se acercaba un compañero. Si lo sigues haciendo, no me extraña…
-¿Qué insinúas?
-Tú siempre has sido cariñosa, no entiendo…
-Contigo que eres mi hermano, no te fastidia.
Feli volvía con la niña en brazos. Noté entre sus hombros una curva suave, su sonrisa tenía un rictus de cansancio.
-¿Ya estáis discutiendo otra vez? ¿Es que no os puedo dejar solos?
-Tu marido, que me quiere convertir en el juguete oficial de la empresa.
-Venga, no exageres, Diego quiere lo mejor para ti. Pero ya se sabe, si somos mujeres y queremos llegar a algo…
Entonces comprendí por qué Diego se enfurece cuando Feli habla de buscar trabajo, por qué se ha resignado a que desde el martes en su casa no vuelva a entrar un céntimo, más aún, por qué están tan dispuestos a ser mantenidos por mis padres en caso de que les cierren todas las puertas.

lunes, 27 de noviembre de 2017

El enemigo está en el viento (Relato contra la violencia de género)

Día Internacional contra la Violencia de Género
Cuando Alicia era niña nadie podía llevar la contraria a los padres, los chavales tenían que ser sumisos, soportar lo que fuese porque había que tener en cuenta el enorme sacrificio que suponía haberlos traído a este mundo. Por entonces, no se ponía en tela de juicio lo que hacían y decían los mayores, ellos lo sabían todo, acertaban siempre, tenían hasta la facultad de adivinar el porvenir.
Con el tiempo, acabaría preguntándose por qué se había casado tan joven. Era incómodo vivir en aquellas familias, convertirse en una adolescente asediada por unos padres –más o menos bienintencionados– que debían ejercer el autoritarismo más severo con sus hijas, lo quisieran o no, porque así se lo imponía la sociedad de la época.
Con apenas veinte años, recién salida del colegio de monjas, sin saber nada de la vida y sus argucias, convencida de que iba a ser tratada con equidad sin tener en cuenta su género, se encontró, sin comerlo ni beberlo, girando en una espiral de violencia difícil de entender. Eran otros tiempos, aquello no se podía contar ni a la familia, denunciarlo era impensable a no ser que se mostraran marcas bien evidentes en el cuerpo. Y, aún así, siempre quedaba la sospecha. Pero el terror no deja huellas, imposible probar que has sido amenazada con un cigarro encendido mientras te sujetaban los brazos a la espalda. Si hasta los moretones merecían el sarcasmo del policía de turno, una mirada condescendiente y la advertencia que zanjaba la cuestión: “Los trapos sucios se lavan en casa, señora.”
Pero lo logró. Aunque le costó lo suyo, consiguió huir de aquello, salvarse, no ser anulada, escapar a un destino seguro de sumisión y maltrato. Por fortuna tenía una profesión. Es verdad que, desorientada como estaba, le costó no entregar su sueldo al que todavía era su marido, y eso que no le veía el pelo en semanas.
Por fin, se atrevió a enfrentarse a sus exigencias, conservar su propio dinero que, además, necesitaba para mantener a su hija, hacer frente a los gastos de la casa y pagar los del divorcio. Pero la cosa no acababa ahí, fue quedarse sola y enfrentarse a la noticia de que lo debía todo: la luz, el gas, el recibo de la contribución urbana, el agua y hasta un pufo en las cuentas de la comunidad de vecinos. Aquel santo cabeza de familia no había pagado a nadie y, por si esto fuera poco, afanó lo que pudo aprovechándose de su condición de presidente del bloque.
Con la ayuda de su familia, Alicia consiguió salir también de aquel atolladero. Ahora entiende que ella sí pudo salvarse, que su mente y su vida entera no fueron anulados por años de maltrato y sumisión, y que ocurrió así porque pudo ser rápida. Entonces no lo sabía, pero sacó ventaja a la fatalidad pidiendo  ayuda a su entorno y ejerciendo esa profesión que le permitió independizarse. Esto, teóricamente, es fácil de asumir, pero en la práctica no tanto. Llevar la contraria a ese hombre había sido impensable para ella, aunque le pegara, no le dirigiese la palabra, aprovechase la menor oportunidad para dejarla en ridículo y no apareciese por la casa más que los fines de semana, aprovechando que Alicia se refugiaba esos días en el hogar paterno para invitar a sus conquistas dejando huellas por todas partes; aunque desde el día de la boda jamás hubiese mantenido una conversación con ella de igual a igual ni sobre el asunto más intrascendente.
Tras un enfrentamiento terrible que la dejó con los nervios destrozados, su legítimo salario no volvió a cambiar de bolsillo.
Era hora de buscarse un abogado –peregrinación larga y angustiosa por los despachos más machistas de la ciudad– y, tras comprobar que el coche familiar estaba solo a nombre de él, que los ahorros se habían repartido por varias cuentas y que ninguna estaba a su alcance, se enfrentó a la separación, única alternativa por entonces pues el divorcio todavía no había llegado a España.

***

En cambio ahora los amos del cotarro son los hijos de ambos sexos. Ninguno es culpable de nada, ellos son quienes creen detentar el poder legítimo, quienes consideran a los padres sus sirvientes, esos que no tienen defectos destacables y, si acaso presentan alguna imperfección, la culpa es siempre de los progenitores, sobre todo de las madres, ellos siguen estando por encima de esas bagatelas, son los triunfadores, los que se arrastran por las trincheras del mundo exterior (aunque nosotras trabajemos el mismo número de horas) y por tanto seres superiores a quienes no compete lo que ocurre de puertas para adentro.
Los hijos, esos seres inefables a quienes hay que permitírselo todo. Y ay de ti si no lo haces. Serás inmediatamente comparada con los padres de otros hijos e hijas, con las madres de los amigos y compañeros. Comparada y denigrada, porque esas madres sí son comprensivas, no como tú, Alicia, que intentas poner límites y te sientes impotente ante tanta permisividad. Sigues siendo la rara, Alicia, fuiste hija cuando los hijos eran el último mono y ahora eres madre, menos que un cero a la izquierda en medio de este maremágnum.
Un hijo tiene todos los derechos, aunque sea mayor de edad, aunque tenga ya hijos propios. Alicia se pregunta qué pasará con la generación de sus nietos, ella no va a poder verlo, tiene demasiadas ganas de ser abuela y nunca las ha disimulado. Esa ilusión no se perdona, es una oportunidad para atacar, para frustrarla, para no darle el gusto de conocer a esos niños. Por eso nunca podrá saber si la situación se invertirá de nuevo a favor de los padres o los que nacen serán las nuevas víctimas de una generación inmisericorde. Afortunadamente, todos los hijos no son como Cecilia ni todos los maridos como el padre de esta, ella sabe que tuvo mala suerte, una mala suerte demasiado frecuente. Por desgracia.
Ya no tiene derecho a nada, y eso que tuvo que aceptarlo todo. Aquello por lo que no transigió cuando el déspota era su marido tuvo que soportarlo como madre. Con esa hija, que ¿para qué negarlo? tuvo un buen maestro, que apenas se preocupó de ella pero que le enseñó todos los resortes patriarcales que ella recogió encantada sin tener en cuenta que era mujer o, más bien, utilizando las armas feministas que la propia Alicia le había proporcionado.
Hubo de transigir con el desprecio, la humillación, los insultos, el abandono cuando llegó la enfermedad que se instalaría para siempre en su vida. ¿Qué otra cosa podía hacer? Hay que disimular, no rebelarse para no parecer una mala madre, aunque Alicia sabe que ejerció su doble tarea de padre y madre con toda dignidad y resultados más que brillantes. Se lo pusieron difícil pero lo consiguió, lanzó al mundo un ser con todas las herramientas para triunfar: personalidad, cultura, belleza, don de gentes. La única opción hubiera sido el rechazo, pero ¿cómo se puede rechazar a una hija? Esperaba que cambiase algún día, no se le ocurrió nada mejor. Es posible que alguna vez ella madure y, si no, que aparezca un buen chico que le haga recapacitar. Pero el muchacho en cuestión hablaba otro idioma, venía de otras latitudes y, para colmo,  era demasiado ingenuo. Hasta en esto tuvo suerte Cecilia. Mejor dicho, supo escoger. Y el abandono se produjo. Sí, fue ella quien abandonó a su madre inválida y, por tanto, inservible, como se arroja al cubo de basura una escoba vieja o un aparato que ya no funciona.
¡Vaya negocio de vida, Alicia! Si lo llegas a saber. Más vale estar sola que mal acompañada, tú lo sabes bien, haces buenas migas con la soledad, tienes un sinfín de aficiones, presumes de sociable, de que jamás te ha faltado alguien con quien tomarte un café. Pero has de reconocer que has vivido en la orilla equivocada. Que nunca fuiste la cara de la moneda, la figurita de la baraja, la parte de arriba del plato, que permaneciste en la parte de atrás, la que sostenía todo el tinglado y no se dejaba ver por nadie.
Por suerte, reconoce, pertenezco a una generación que se preparó para tomar las riendas de su vida, que sabe disfrutar de los buenos momentos, tomar lo que la suerte le ofrece, que nunca se creyó el cuento del príncipe azul y ha sabido ganarse el sustento, que siempre vio una oportunidad en la derrota y ha aprovechado su soledad aparente para seguir cultivándose hasta hoy. Alicia, por fortuna y a diferencia de otras muchas mujeres, tiene muy claro quién es quién en su historia. No se hace responsable de que la suegra se adueñase de su casa aprovechando su extrema juventud, de que su cuñada la tomase por el pito del sereno, de que su marido se convirtiese en un tirano en cuanto el cura les dio las bendiciones, de que su hija haya asumido el rol de ese padre con el que solo convivió cuando aún no se sostenía en el suelo, que nunca la ha querido y del que nunca ha obtenido un céntimo. A veces piensa que está pagando sus culpas, que Cecilia se ha vengado en su persona cobrándose, o eso debe pensar, la inmensa deuda afectiva que dejó el padre ausente.
Afortunadamente, hay familia, amistades, un sol que aparece en el horizonte todas las mañanas, oxígeno para respirar, árboles, pájaros. Y su gran obra, la que llevó a cabo porque debía y quería, esa mujer llamada Cecilia a quien entregó las herramientas necesarias para ser razonablemente feliz. Una obra que la llena de regocijo porque comprende que el triunfo es solo suyo, aunque esa mujer feliz haya terminado dándole la espalda.

25 DE NOVIEMBRE
DÍA INTERNACIONAL CONTRA
LA VIOLENCIA DE GÉNERO

jueves, 24 de agosto de 2017

Mi nombre era una ruina (Relato jocoso)

Mucho antes de encargarme, mi madre ya tenía claro que debía nacer una niña. Lo más natural, pensaba ella, es que dentro de una crezca aquello en lo que piensa, que espera con ansia y necesita más que el aire. Por entonces no se estilaba aquello de visualizar los  deseos, pero lo que ella puso en práctica era una versión muy personal de lo mismo. A fuerza de comprar mantillas rosas, gorros repletos de lazos y botitas bordadas con mimosas, de decorar la habitación en tonos malva y saturar las paredes de Alicias, Reinas de Corazones y Conejos presurosos, fue una clara precursora del pensamiento positivo, aunque ella jamás llegue a sospecharlo.
Imagínense el berrinche la primera vez que me puso un pañal. Hasta ese momento ni se le había ocurrido preguntar por mi sexo, mientras no se demostró lo contrario -día y medio después de mi nacimiento- yo fui para ella la hija que siempre había querido. Tenía muy claro que no se había embarazado para que le pusieran en los brazos a un chico, y desde que se convenció de que el próximo intento también podía frustrarse ni siquiera le pasó por la cabeza tener otro.
Lo peor del caso es que ya tenía pensado el nombre y, tozuda como es, se mantuvo en sus trece por encima de burlas y advertencias. Mamá había pensado poner a su hija, a esa niña que no quiso nacer, el bello nombre de Ana. Ustedes cámbienle el género y observen en qué se convierte.
El primero en negarse fue el funcionario del registro. A ese le convenció el guasón de mi tío materno cursando una petición en la que afirmaba tener un antepasado finlandés cuya sustanciosa herencia quedaría sin efecto si yo no llevaba su nombre. Parece que coló y, tres meses más tarde, lo que no era más que un apelativo familiar se convirtió en mi nombre oficial y con él se me identificó en todos los documentos.
Mi padre jamás se enteró de los motivos para que un nombre como Ano fuese admitido como patronímico por las muy competentes autoridades civiles. Mi padre tenía a nuestros representantes en muy alto concepto.
También hubo problemas para inscribirme en el colegio, en el club deportivo y hasta en las listas de invitados a los cumpleaños de mis compañeros de clase.
Todos querían pegarme por llevar el nombre de Ano. 
Para complicar más la cosa, ellos me llamaban Cara-Culo.
Imagen relacionada
Joan Miró
Los profesores decidieron referirse a mí como Anito cada que vez que pasaban lista, y castigaban al que hicise eco (-ito, -ito) bajándole un punto en el examen.
Mamá nunca se enteró de nada de esto, pero tampoco lo hubiese creído. ¿Para qué molestarse en convencerla de algo que, ya de antemano, no le cabía en la cabeza?
Entonces, y sin previo aviso, me hice mayor.
Tras la fiesta de graduación, en la que fui encargado del discurso de despedida (“Cara-Culo rebota, pelota Cara-Culo”), pasé el verano practicando navegación a vela. Allí fue donde se produjo el gran estirón, ni yo me reconocía cuando entré en la universidad dos meses más tarde. Las chicas de mi clase parecían casi adultas, eran a cual más guapa y me sonreían sin intención de burlarse. Antes, tuve la precaución de inscribirme como Anetto (“familia italiana”, alegué) y a nadie pareció sorprenderle.
Pero los documentos seguían acusándome, y si no le ponía remedio lo harían por siempre jamás. Desde luego, nada de echarse novia, ¿cómo explicarle una cosa así a una de aquellas bellezas?
Fue entonces cuando se me ocurrió cambiar de sexo. Pero tenía que hacerlo a mi modo. Nada de operarse. Estoy contento con mi cuerpo. (¡Cuidado, Anito! Te delata la desinencia masculina. Tienes que estar contenta. Tu cerebro es de mujer, pero no quieres dar el paso. Por ahora, siempre por ahora, tú no te mojes. Así que has decidido llamarte Ana). Naturalmente, soy lesbiana, estaría bueno renunciar a las mujeres, ¡si todo lo que estoy haciendo es por ellas! (Bien sabes que no te sobra ni falta nada, que estás muy bien cómo estás. Repásalo otra vez, debes ir muy seguro: tengo un cerebro femenino, soy lesbiana, por ahora no pienso operarme).
Y todo esto en secreto (que no se entere mi madre). Dicho así, parece enrevesado pero yo lo encontraba sencillísimo.
De todas formas, antes de meterme en ese embrollo decidí solicitarlo sin más. El tipo de la ventanilla no esbozó ni una mueca, desde que tenía cuerpo de hombre nadie se burlaba de mí. Me miró con sorpresa y algo de lástima, hizo un par de anotaciones e indicó que volviese a la semana.
-¿Para qué?
-Hasta entonces los documentos no estarán listos, pásese por aquí el próximo martes.
-Así que ¿van a atender mi petición?
-Naturalmente. Cuando un nombre tiene carácter denigrante u ofensivo se modifica automáticamente. Tiene que anotar en este recuadro cómo se quiere llamar a partir de ahora.
Quiero llamarme Alfonso.
Pensándolo mejor, ¿para qué cambiar el nombre que tuvo tan ilusionada a mamá? Acabará enterándose tarde o temprano y no la quiero matar del disgusto. Mi novia… que se acostumbre, puede que tampoco a mí me guste el suyo y no tendré más remedio que aguantarme.
Ya no quiero cambiar nada. La verdad es que me he sentido especial toda la vida. Nadie, nunca, tendrá la suerte de llamarse como yo.
-Espere –le digo al funcionario- ¿y si renuncio al cambio?
-No creo que se lo permitan, un nombre así suele ser fuente de conflictos.
-Pues llevamos veinte años juntos y todavía no he tenido ninguno.
-¿Está seguro? Si es así, ¿por qué había pensado en cambiárselo?
Ahora estoy empeñado en seguir llamándome Ano. Pediré ayuda al Defensor del Pueblo, al Tribunal de la Haya o adónde sea necesario, y si deniegan mi petición recurriré las veces que haga falta. El secreto está en no rendirse: tarde o temprano encontraré a alguien que me entienda, tampoco es tan difícil ponerse en mi lugar.

martes, 22 de agosto de 2017

Una piedra ha caído (Poema)

Una piedra ha caído en el lago,
Piedra sin ojos.
Cuerpo inerte
que no produce círculos concéntricos.
Cuerpo que zozobra.
A quien el cieno aguarda desde anoche
para atraparlo y modelarlo a su capricho.
El ser humano en la encrucijada de su vida
Piedra que no será luz hoy ni mañana
Inerte y sin conciencia.
Ciega y sorda.
Ajena a corrientes submarinas.
Cintas plateadas que oscilan
y siembran risas en lo hondo.

Cantos rodantes y cantos de sirena
custodiados por el  centinela del tiempo
y a merced de la astucia del
agua.

viernes, 18 de agosto de 2017

Túnel de lavado (de cerebros) y atentados no yihadistas

Por si algún extraterrestre tuviese la ocurrencia de leer esto, o algún lector de este mundo nuestro pasara por aquí dentro de algún tiempo, empezaré explicando que ayer 17 de agosto –el ayer del día en que me dispongo a escribir este artículo– se produjo un atentado en Barcelona, ciudad culta y cosmopolita que todos los españoles admiramos. En realidad, hubo dos atentados yihadistas en Cataluña en un plazo muy corto. El atropello múltiple, que se produjo a las cinco de la tarde y dejó un saldo de trece muertos (por ahora) y más de un centenar de heridos, en pleno paseo de las Ramblas atestado de turistas y autóctonos que disfrutaban de la tarde veraniega y se vieron perseguidos por una furgoneta durante unos seiscientos metros, en zigzag y a velocidad vertiginosa, con premeditación y alevosía evidentes; y la escaramuza que tuvo lugar unas ocho horas más tarde en Cambrils –bella ciudad costera de la provincia de Tarragona– entre la policía y cinco presuntos terroristas armados, a quienes se abatió para evitar males mayores. Pueden leer una relación de hechos –esquemática pero clara y completa– en este reportaje de La Vanguardia.



No creo en las señales. Si creyera las vería por todas partes, pero mi testarudo raciocinio me indica que se trata de meras casualidades, sin más significado específico que el que tenga a bien ponerle la mente que las observa. Pues bien, en este preciso momento tengo dos libros a medias, una novela de SalmanRushdie y una recopilación de conferencias del escritor israelí Amos Oz titulada Contra el fanatismo. Conocemos la atracción de  Rushdie por los mitos, su defensa de la razón en detrimento de la fe, su adscripción a ideales que impliquen tolerancia, civilización y diálogo, su condena del oscurantismo pero, sobre todo, su afán por convertir en arte los demonios heredados de sus ancestros.

“… le enseñó que el jardín era la expresión exterior de una verdad interior, el lugar donde los sueños de nuestras infancias colisionaban con los arquetipos de nuestras culturas y creaban belleza.” (Dos años, ocho meses y veintiocho noches, S.R.)

El mundo sería más habitable si abandonásemos la perversa costumbre de hacer un dogma de fe de cada historia inventada en un pasado remoto y las valorásemos como lo que son: los balbuceos poéticos del género humano, fábulas para soñar despiertos, hermosos cuentos para niños de todas las edades.
Oz, por su parte, disertando sobre la cuestión que nos ocupa, va directamente a la raíz:

“Se trata de una lucha entre los que piensan que la justicia, se entienda lo que se entienda por dicha palabra, es más importante que la vida, y aquellos que, como nosotros, pensamos que la vida tiene prioridad sobre muchos otros valores, convicciones o credos.” (Contra el fanatismo, A.O.)

Estoy de acuerdo con él en que lo prioritario es conservar la vida –la de todos– pero encuentro cierto maniqueísmo en la dualidad fanático-no fanático. A ese respecto, pienso que todos deberíamos hacer examen de conciencia, y cuando digo todos no estoy pensando en el sufrido ciudadano que trata de vivir lo más dignamente que puede con los recursos y circunstancias que le han tocado en suerte, sino a los que tienen alguna responsabilidad en el reparto de la violencia que se está produciendo en el planeta. Estoy hablando de bloques. No solo en Barcelona, ayer, a las cinco de la tarde, sino continuamente y en cualquier latitud se atenta contra la vida de inocentes. El hambre, las desigualdades sociales, las guerras y todos los desastres producidos por seres humanos proceden también del fanatismo –fanático y soberbio es el poder que se impone por la fuerza disfrazado de verdad objetiva– y también tiene en su haber millones de muertos. Occidente debería evitar su exceso de auto-indulgencia y contemplar la idea de fanatismo en su sentido más amplio. Además del fanatismo religioso, existe el de la codicia, la adoración por el dinero, el culto a la dominación, la fe en la manipulación de las mentes por medio de propagandas sibilinas. Creemos desear la paz, pero mientras se nos induzca a contemplar al otro como enemigo, mientras nadie intente acercar posiciones, comprender qué es lo que provoca el enfado y la desconfianza mutuos, mientras el poder no manifieste la menor intención de remediarlo, continuaremos en guerra permanente por mucho que cerremos los ojos.

lunes, 26 de junio de 2017

Quemar la cucaracha (Relato inquietante)

Lo abstracto inquieta, lo figurativo tranquiliza
No sabría decir para qué entró en la cocina. Se lo dijo a Petra al llegar:
-Venía a algo que ya no recuerdo.
La mujer estaba subida a una escalera con los brazos dentro de la alacena, empujando una torre de platos sin mirar lo que hacía, con la vista fija en la placa.
Fuegos del solsticioElla se volvió y vio la llama, recta, elevándose y encogiéndose, sin ningún cacharro encima y la interrogó con la mirada.
-La encendí para matarla, pero se ha perdido. Ahora. Mírela. Vuela.
Una cucaracha, negrísima y enorme, se balanceaba verticalmente entre las franjas rosadas, blancas y amarillas que salían del quemador. Por momentos parecía elevarse pero nunca llegaba muy arriba, más bien se trataba de piruetas, como volatines de un circo macabro. La escena erizaba la piel, las mantenía hipnotizadas e inmóviles, con la noción del tiempo perdida.
La llama que perduraCuando llama y bicho se disolvieron en la nada, el gas se extendió por el recinto y entraron en una especie de estupor que habría acabado con ellas de no ser por el teléfono. Un sonido estridente que invadió la casa sacó a Elena de su letargo, la forzó a arrastrarse hasta la pared de enfrente, abrir la ventana, cerrar la llave, levantar a Petra del suelo, llenar un vaso, echárselo a la cara y abofetearla hasta hacerla chillar.
Al separarse descubrieron que ambas se habían clavado las uñas en brazos y cuello. Del insecto no quedaba ni rastro. Pequeños regueros de sangre manaban de sus cuerpos salpicando el suelo recién fregado.
Y allá se quedaron, quietas, atónitas, escuchando unos pitidos que no callaban nunca.

domingo, 30 de abril de 2017

Don Rufo bufa: ¿Para qué queremos la tradición en España?

Don Rufo bufa
A veces, un artículo de prensa te deja con un come-come que, instalado en algún lugar privilegiado del cerebro, se alía con tus vísceras y no te deja vivir hasta que no lo expulsas. Así que voy a hacerlo. Con cariño, con delicadeza, sin groserías ni malos modos, pero expresando toda la indignación que me produce.

Llevamos ya muchos años contemplando el enfangamiento en el que se halla sumergido un amplio sector de nuestra clase política. Al principio, nos congratulábamos de que se hubiera descubierto un caso, luego dos o tres, más tarde pensábamos que con cinco o seis había más que suficiente, que ya había salido todo a la luz, que no podía quedar nada más salvo alguna historia de poca monta. Ahora asistimos con estupor a un espectáculo que no tiene visos de concluir, porque se va renovando con el tiempo, porque todavía existen los anclajes suficientes para que muchos de estos sujetos se sigan creyendo invulnerables. En el fondo de todo encontramos, claro está, una codicia desmedida y una absoluta falta de escrúpulos. Pero existe otro factor que, quizá, pase algo más desapercibido y que es condición sine qua non para la existencia y persistencia de este aborrecible estado de cosas: le pese a quien le pese, nos toman por tontos.

Pero ¿lo somos? ¿Somos tan tontos como se piensan esos corruptos que nos han gobernado tanto tiempo? Pues, según yo lo veo, sí y no. En principio, confiábamos en ellos, se nos puede tachar, por tanto, de confiados, y eso está bien, si no establecemos vínculos en los que previamente se dé por hecho que alguien no nos va a fallar, no tendría sentido ni cuerpo de policía, ni socorristas, ni médicos, pero tampoco arquitectos ni albañiles. Un conjunto de personas donde nadie se fíe de nadie no podría llevar el nombre de tejido social. Pero, según pasaba el tiempo, algunos comprobábamos que la simple confianza comenzaba a convertirse en credulidad algo bobalicona y, de golpe, dejamos de ser ingenuos y empezamos a darle la vuelta a todo para averiguar si el forro de la chaqueta estaba podrido o no.
Gregorio Fernández fue uno de los escultores del Barroco que más contribuyó a crear la imaginería propia de la Semana Santa española.
Gregorio Fernández - La Piedad (Detalle de grupo escultórico) - 1616
Museo Nacional de Escultura - Valladolid

Y lo que vemos, mirando un poco más allá de lo aparente, es que quienes protagonizaban esas corruptelas, esos que se molestan cuando los investigan, que reclaman objetividad y racionalidad mientras esconden las pruebas del delito, esos que nos ha ido expoliando poco a poco o mucho a mucho, son los mismos que reclaman respeto por las creencias, los mismos que defienden lo irracional, las tradiciones, lo antediluviano, el sinsentido, la falta de espíritu crítico, la sinrazón en suma. Tanta procesión, jaculatoria, golpe de pecho, capelo cadenalicio, llagas supurantes en el pecho de las estatuas ¿adónde conducen? Tras la excusa del respeto a las creencias ¿no se intentarán perpetuar las adhesiones incondicionales, el asentimiento acrítico y una aberrante falta de lógica? No se engañen, tanta tradición sin sentido, tanta creencia sin cotejar con la realidad científica -como yo misma apuntaba hace poco- es la forma más certera de mantener a la gente en la inopia. Y si muchos parados, contratados temporales, personas con una economía precaria siguen votando a los que trasladan a los bolsillos propios lo ganado con el sudor ajeno es porque la treta les funciona como un reloj.

Ayer mismo (29-4-2017), Antonio Muñoz Molina manifestaba en Babelia un sentimiento de desolada impotencia , -que comparto-, al comprobar que la evolución esperada al inicio de la Transición española se ha convertido en lo contrario. Nos movemos, como los cangrejos, para atrás. Cada vez, triunfa más el fanatismo y la intolerancia, la superstición y la hipocresía. Y lo hace, no se engañen, para que cuatro espabilados se llenen los bolsillos. Esto no lo dice el artículo, lo digo yo, lo dicen muchos otros y, sobre todo, lo grita la realidad a los cuatro vientos. Solo tienen que leer las noticias. Con los ojos abiertos, si es posible.

lunes, 24 de abril de 2017

Fences (2016)

Carátula de Fences

Aunque Denzel Washington comenzase en 2002 su carrera como director de cine y tenga en su haber varias películas además de una serie televisiva, esta es la primera oportunidad que he tenido de valorar esa faceta suya y, desde mi condición de simple aficionada, afirmo que ha hecho un magnífico trabajo, tanto en sus decisiones sobre la película en sí misma (casting, dirección de actores, escenografía, ejecución del guion etc.) como en la elección de la obra homónima de August Wilson. Escrita en 1983, triunfó por primera vez en los escenarios en 1987 y en 2010 volvió a repetir el éxito, esta vez protagonizada por Denzel Washinton. Era, pues, el candidato perfecto para dirigirla pues la tenía perfectamente interiorizada y porque Wilson, fallecido en 2005, había exigido en su día que la dirigiese un afroamericano, imposición que ha ido demorando el proyecto hasta ahora.
A medida que pasan los días, el tamaño de la película va creciendo en mi recuerdo, y esa es la señal más clara del valor que le doy.
En cuanto a los valores objetivos, me han llamado la atención los siguientes:
Escena de la película Fences
  • Sobriedad en la ambientación. Aparte de las primeras escenas en el camión de la basura, no hay más espacios que el patio de la casa y varias zonas del interior. Solo con esto es suficiente.
  • Eso la convierte en una obra de teatro rodada cuya gran economía de medios presta gran intensidad a lo narrado.
  • Retrata una época y una clase muy concretas, con sus posibilidades más o menos limitadas de ascenso social, así como ideología, prejuicios, asimetría por razones de género etc.
  • Presenta multitud de matices, tanto en lo que se refiere a recursos narrativos como en el mensaje que pretende trasmitir, convirtiéndola en un artefacto complejo.
  • El esquema narrativo sigue los cánones realistas, no se dulcifica nada aunque se hacen numerosas elipsis.
  • El relato es perfectamente verosímil, los personajes no representan arquetipos sino auténticos seres humanos y aparecen con toda su crudeza, sin maniqueísmos de ninguna clase.
  • La problemática familiar, amistosa y de pareja es tan enrevesada y ambivalente como en la vida real.
  • Se muestran los hechos y cada espectador saca sus conclusiones, no existe moraleja explícita.
  • Fino y sutil análisis psicológico. Por ejemplo, el protagonista aparenta una cosa y es otra: al principio parece rudo pero entrañable y vamos rectificando a medida que lo vamos conociendo.
  • Interpretaciones, en general, muy convincentes, y las de la pareja central sencillamente espléndidas.
  • Este año ha sido nominada a los Oscar como Mejor Película, Mejor Guion Adaptado, Mejor Actor Protagonista, y Mejor Actriz de Reparto, aunque solo Viola Davis, en el papel de esposa de Washington, haya ganado el premio.

Escena de la película Fences

    * País: Estados Unidos
    * Duración: 139 minutos
    * Director: Denzel Washington
    * Guion: August Wilson (Obra de August Wilson)
    * Música: Marcelo Zarvos
    * Fotografía: Charlotte Bruus Christensen
    * Reparto: Denzel Washington, Viola Davis, Stephen Henderson, Jovan Adepo, Mykelti Williamson, Russell Hornsby, Saniyya Sidney
    * Género: Drama

    sábado, 22 de abril de 2017

    La Baronesa (XVI)

    Pido anís para desayunar a Black Lagoon, mi servicio de catering. Son eficaces, no ponen ni una pega y están aquí en menos de diez minutos. Anís, dulce y denso, para alejar el hambre mañanera y, de paso, despistar a la resaca, acompañado de puros enanos, que ellos saben mantener con el grado exacto de humedad. Guardarlos en casa sería, además de un sacrilegio, una ordinariez de cuidado. Recibo al mozo en turbante para cubrir el revoltijo que tengo en la cabeza y con la túnica de seda más colorida que encuentro. Acumular diez kilos de colada supone una contrariedad enorme, pero no voy a perder por ello mi aspecto de gran diva. Y ni hablar de agenciarme otra lavandería, estos son indolentes pero al menos no me pierden la ropa.
    Richard Estes - Times Square (2004)
    Recojo los paquetes, pago y suena el teléfono. Veo al chico recostado en la puerta esperando la propina y lo dejo estar, cuando se convenza de que no tengo ninguna intención de soltar más pasta por la jeta se cansará de hacer el mono y me dejará tranquila. Fui rumbosa hasta que pude permitírmelo, y reconozco que disfrutaba bastante viendo a tanta gente comer de mi mano, pero no es posible dilapidar cuando el chorro que sale no se renueva nunca. Daniel se ha vuelto un tacaño desde que descubrió que me veía con otros hombres.
    -¿Miss Catalina?
    -¿Quién habla?
    -Su humilde servidor, quiero proponerle un negocio.
    El chaval del restaurante continúa sujetando la puerta con el hombro, arrimo el teléfono a su boca y le hago señas de que hable. Se encoge de hombros, me alejo y hablo entre dientes.
    -Di que estamos ocupados.
    Parece que me entiende a la primera. De algún lugar de su enclenque cuerpecillo, saca un vozarrón inaudito para explicar que sus jefes no admiten recados. Hasta después de la reunión, añade, y todavía puede durar horas. De repente, le admiro infinito y hasta me siento gorda y vieja a su lado con mi caftán sobado y estas ojeras enormes. Voy hacia él y pongo dos monedas en su mano abierta. Terreno despejado, ya puedo beberme el anís.
    Daniel siempre dio por sabido lo que yo iba a buscar a otras casas, si se hubiera tomado la molestia de creerme, me consta que se habría decepcionado. Seguiríamos juntos, es verdad, pero no podría sentirse el héroe de novela que se cree ahora. Continuaría reprochándome haber participado en sesiones donde no buscaba otra cosa que flotar y perderme, pero de haber sabido lo castas que eran (en el fondo, al menos), no podría alardear ya de hombre traicionado, se le caería esa aureola trágica que, según él, le rodea desde entonces y que no le corresponde en absoluto.  Fue aquí en Nueva York, pero también en Tailandia y Venezuela, acompañando a John y a Serafín Vergara, el primo de Rosario, donde me convertí en una morosa crónica. Tengo a medio Bronx pisándome los talones y todavía he de estar agradecida por que no hayan dado con este apartamento.
    Richard Estes . Museo Thyssen Bornemisza (Madrid)
    Lo que son las cosas, mientras viví con el degenerado de Tristan seguí siendo una mujer virtuosa. Solo la desesperación consigue desbocarme. A los quince años, intenté asesinar a Rosario porque no era más que una marioneta de Alphonse, luego me cobijé entre fuegos artificiales para olvidar mi condición de semilla malograda. Consiguieron arrebatarme a la niña que Daniel y yo esperábamos como si fuese nuestra; si después de haber perdido tres hijos, hubiese engendrado un cuarto, habría acabado con mi vida antes de volver a parir.

    jueves, 20 de abril de 2017

    La Baronesa (XV)

    René Magritte - Le Model Rouge (1935)
    He decidido convertirme en niña otra vez y refugiarme, como entonces, en mi casita de muñecas, que eran seis pedazos de cartón, abrazada a Dominique, una pelota de tenis arrojada a un vertedero cercano, sobre la que había pintarrajeado unos ojos y unos labios en medio de unas hebras de lana azul, pegadas a modo de mata de pelo. Mi Dominique sin cuerpo –¿para qué? lo que de verdad define a un ser humano es la cabeza, si careciéramos del resto de los órganos nos ahorraríamos muchas calamidades– esa compañera, tan peculiar y querida, ha viajado conmigo por tres continentes unas veces en bolsa de arpillera, otras alojada en su propio departamento de un cofre-neceser de Louis Vuitton. Ahora reposa aquí convertida en gran objeto artístico, Moon’s Kiss, la célebre artista de performances, la reelaboró para mí (a un precio simbólico ya que nunca nos hubiésemos podido permitir sus tarifas), debido a la amistad que la unía a Daniel, al interés que suscitó en ella la idea en sí y, sobre todo, al afecto que la propia Dominique, tan retraída en su casi irremediable humildad, provocaba a los pocos que tuvieron el honor de conocerla en aquella, su versión original. Kiss la hizo brillar por fin, barnizando la superficie, acoplándole unos ojos de nácar con pupilas de mica, coloretes esmaltados, una falda abullonada pegada al lienzo e instalándola en una especie de vitrina con marco de escayola dorada, extraída de quién sabe qué cuadro antiquísimo, que cuelga sobre el escritorio del antiguo despacho de Daniel, el lugar más emblemático de esta humilde guarida.
    René Magritte - Faux Miroir (1928)
    Hasta las cucarachas que pululan ante mis ojos han adquirido formas suntuosas. Las imagino como yo, de puro ébano, gloriosamente cinceladas por algún artesano y dotadas de un motor invisible que les permite danzar por la atmósfera. Adoro lo negro. Y las cabezas, aunque la mía esté a punto de estallar por el exceso de presión a que la estoy sometiendo. Debería ingerir un tranquilizante y quedarme dormida hasta mañana. Los euforizantes son mis preferidos pero provocan en mí visiones aberrantes que acaban dejándome sin fuerzas.
    Mi primer hijo también nació negro, no parecía llevar ni una gota de sangre de Tristán. Como es natural, no me dejaron verlo, había que guardar las apariencias, convencer a todas las amistades y hasta a la propia madre que era yo de que, a pesar de los siete meses largos de embarazo, había tenido un aborto. Pero siempre conté con espías, todo el cuerpo de casa al servicio de Bruno, los que habían sido mis compañeros a la vez que mis sirvientes, se puso de mi lado y, aunque no estaba en sus manos cambiar gran cosa, me mantuvieron informada de lo que iba sucediendo con mis niños. Este vivió sus dos primeros años con una familia parisina, luego Tristán se lo vendió a un comandante de Texas con hijos ya mayores y una esposa menopáusica.
    (Continuará)

    martes, 18 de abril de 2017

    La Baronesa (XIV)

    He debido caer a un pozo muy hondo, floto de cara a un agujero azulado y al otro lado no veo  más que niebla. Transitan por ella unos bultos negros parecidos a cucarachas flotantes. Se balancean y giran a mi alrededor como si yo fuese el eje de una noria. Me mareo. O ellas bailan. En un lienzo emborronado levito, entonces se paran y explotan en medio de un charco de luz.
    No sé si me he desmayado o estoy borracha otra vez. Esta tarde hacía ir y venir a los barcos al compás de mis pensamientos. Después… No recuerdo más. Es de noche y solo tengo poder sobre los reflejos de la luna en las nubes, pero mi cabeza se ha vaciado y solo veo cucarachas.
    Estas de ahora son bichos aéreos que chocan entre sí como los coches de las ferias. Nunca he visto nada parecido, solo conocía cucarachas corrientes como las que correteaban en el patinillo de Henriette y se esfumaban entre los resquicios de las baldosas cuando te acercabas con la linterna.
    Salvador Dalí - La verdad te hará libre
    Jamás me he olvidado de ella ni de cómo huimos Rosario y yo dejándola a merced de aquel borracho, ni de su piel como el verdín, la grisura de sus ojeras, aquellas horquillas mal ajustadas –pues en medio de tanta miseria hasta peinarse parecía frívolo–. Fue mucho más tarde cuando empecé a calibrar el alcance de su generosidad y su resignada sumisión. Nunca dudé de que volvería y lo hice. La vivienda permanecía en pie, pero tan derrengada como lo estuvo en tiempos su inquilina. No me pudo extrañar que hubiese muerto, fue aquella soledad llegándome en oleadas lo que por poco consigue derrumbarme. Ya no quedaban niños. Ni alegría. En cambio el hambre, contumaz, continuaba allí cercando al tercer heredero. Más bien a lo que quedaba de él: un despojo de veinticinco años, con la misma expresión desencajada de entonces, que me podía recordar a duras penas. Aunque en la época no midiese más de medio metro, tenía grabado a fuego aquel día: Henriette abortó horas más tarde pero aún llegó a parir otros dos. De todos ellos, no quedaban ya más que una niña algo más pequeña que Pierre, que estudiaba enfermería de balde en una institución religiosa, y Armand, mi preferido, que volaba por ahí en su camión y del que se me habían borrado los rasgos. Los refresqué mirando la fotografía familiar, exigida por el gobierno en su día para justificar el número de niños, que Pierre había pegado con cinta adhesiva al cristal de su mesilla de noche.
    Estaba allí, de visita, con mi hija alojada en el vientre y una recién estrenada sensación de libertad tras haber conseguido dar esquinazo al déspota. Pierre parecía sinceramente emocionado dentro de su piel transparente por las penurias. Se esforzó por agasajarme, avergonzado ante tanta carencia, y yo, más abochornada aún por lo que podría considerar petulancia mía, no se me ocurrió nada mejor que llevármelo a comer a una brasserie recién inaugurada. Él se subió dócilmente al deportivo como si fuese lo más natural. Ya en la carretera, con el viento colmándonos de euforia, anuncié que le compraría todo el género que pudiese proporcionarme. Me pareció la mejor manera de ayudar a aquel chico, siempre podría deshacerme del bulto arrojándolo a los contenedores que se alineaban en la pared trasera de mi hotel. Ni pensar en colocárselo a alguno de los amigotes de Tristán y sacar mis buenas ganancias, me hubiera arriesgado a que el otro recuperase la pista con lo mucho que me había costado disolverme.