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miércoles, 6 de marzo de 2013

La abuela de todos (y III)

Pero se le habían agotado las protestas, solo le quedaban recuerdos. Y una felicidad enorme por tenerme allí. Me apretaba la mano con la suya, helada, y soltaba lagrimones como platos. Le costaba articular palabra, el llanto le trababa la garganta, pero la confidencia que luchaba por salir desde antes de que yo tuviese uso de razón era mucho más fuerte. Había llegado el gran momento, podía descubrir su secreto. Entonces o nunca. Y salió fuera. ¡Por fin!
–Flor, ¿recuerdas cuando me llevaste a ver una reposición de Lawrence de Arabia, a mis ocho años, y me sacaste del cine con la película a medias porque tenías que poner una inyección? No era lo que esperabas, supongo, pero a mí me pareció maravillosa. ¿Y después, cuando te llevé a ver Mi tío al Alphaville solo porque el director era francés y te aburriste como una ostra pero disimulaste para hacerme feliz?
No. No se acordaba de nada, pero puse la vida delante de sus ojos. Había pasado demasiado tiempo en una tumba y no le quedaba mucho para entrar en la otra. Conmigo podía ver de nuevo las calles de Madrid, las cafeterías, mis balcones a la calle, los cines, el metro, la intimidad de su casa con esa foto entrañable presidiéndola, su fresquera y sus guisos de cebolla, el cariño de la gente del barrio. A Flor no le gustaba el cine, solo las películas americanas que echaban por televisión siempre que juzgasen a alguien. Le chiflaban las historias de juicios. Deberías haber sido abogada, me dijo una vez.
No, Flor. Tú deberías haberlo sido, no yo.
Pero fue monja. Y eso es lo que confesó casi ruborizándose. ¿Se imaginan a una centenaria excusándose por algo que hizo en tiempos de la guerra? Ni su sesentona sobrina había nacido aún.
–También estuviste casada.
–Eso fue después.
–¿Por qué no nos lo contaste?
–No lo sé. Me daba vergüenza.
Pensé que mi familia la hubiese entendido, ellos eran muy católicos. ¿O no? Puede que no estuviese ocultando el hábito en sí mismo sino el hecho de haberlo abandonado en vida. Estoy segura de que habrían seguido tratándola igual. Aunque lo más probable es que nunca se lo perdonaran del todo, aquella confesión habría dejado en ellos un resquemor eterno y oculto.
–¿Cuándo dejaste aquello?
–Al acabar la guerra. Yo…
–Pero ¿por qué? ¿Es que te iba mal? ¿Cómo era tu vida allá dentro?
Había llegado la hora de poner las cartas boca arriba. Aquella felicidad de la que hablaba tanto no era la del internado, que yo aborrecía, sino la del convento. Por eso nunca pude entender del todo su admiración por los colegios de monjas. Hubiera querido hacerle millones de preguntas pero se había hecho tarde. El gran portón se abrió con su solemne gruñido habitual y Flor quedó tan muda como si se hubiese tragado un huevo con cáscara. ¡Anatema total! ¡La inquisición!
¿Cómo sería Flor ejerciendo de fiscal de su sobrina en un juicio por abuso de poder? Con seguridad, mucho más indulgente que ella. La hubiese perdonado, luego habría echado a correr hasta perderla de vista para siempre.
Pero el siempre de Flor era extremadamente corto. Una buena mujer del pueblo se encargó de avisarme de su muerte solo unos meses más tarde. No, no llegó a cumplir los 101. Parte del tiempo que pasé en aquellos preciosos riscos lo empleé en buscar a alguien a quien poder arrancar una promesa, porque estaba segura de que la sobrina no iba a molestarse en ponerme al corriente. ¡No vaya a ser que reclamase algo!
No fue difícil procurarme una cómplice. En la aldea solo eran cuatro gatos pero a aquella sobrina no la quería nadie. En cambio, a Flor la adoraban. Solo por eso, por el amor que le demostré a ella, caí de maravilla a los paisanos. El desenlace estaba cantado, aún así me dolió tanto que no pude soltar ni una lágrima. En realidad me alegré por ella. Cualquiera que sea el sitio dónde esté ahora, aunque sea la simple nada, va a vivir mucho más cómoda que en pleno territorio enemigo. Un par de años después tuve noticias de la heredera. No podía creerlo. Ella, en persona, desde el otro lado de la línea, me pedía la dirección de no sé qué organismo oficial. Colgué sin darle más vueltas. En cuanto lo hice, se desbordó todo el caudal que había retenido durante una infinitud.
Dejó pasar muchos meses antes de volver a intentarlo. Esta vez, al colgar, sentí un placer inmenso, una sensación de triunfo, la certeza de haber sabido aprovechar mi última oportunidad de revancha. Y la de Flor.
¡Un recuerdo emocionado para la abuela de todos los niños que jugamos alguna vez en aquel parque! Ellos sabrán quienes son.

FIN

lunes, 4 de marzo de 2013

La abuela de todos (II)

Al marido le mató la fatalidad. Flor me contó que un vecino del pueblo andaba con un tablón por la calle y le dio un golpe en la cabeza sin verle. He pasado toda la vida mirando con terror los tablones, las barras de hierro, cualquier cosa larga y pesada que alguien transportase cerca de mí. Pero aquello no era más que una invención piadosa, Flor sabía mentir y tenía buenos motivos para hacerlo. Si me impresionó tanto aquella historia del tablón, ¿cómo hubiese crecido sabiendo la verdad, qué hubiera pensado del mundo, de la gente, si lo hubiese descubierto entonces? Demasiado pronto para enterarme de que un paisano, con quien el hombre de la foto había tenido diferencias, le persiguió con la escopeta por el monte hasta arrinconarle contra un montón de troncos y, de dos disparos, le dejó clavado en el sitio.
Nunca he sabido más, ni falta que me ha hecho.
Un día la sacaron de su casa en camilla. Ya no podía vivir sola, una embolia la había desorientado. Conocía y conversaba pero su mente ya no era tan rápida, no se reía y le costaba mucho moverse. Un taxi la trasladó al lugar donde había venido al mundo.
Durante años no supe si estaba viva o muerta. Conocía el nombre de su comarca pero jamás nos había dicho cual era su pueblo. Atando cabos conseguimos acercarnos, aunque no lo supimos con certeza hasta que nos apeamos del tren. La aldea estaba en lo alto, desde donde estábamos no había carretera; en aquella época del año, ni siquiera un camino recto. Solo trepando o en burro podíamos llegar hasta arriba. Alquilamos un guía que nos condujo, entre la nieve, hasta aquél rincón del mundo. Por fin la encontramos, en los huesos y con la misma mirada de siempre. Estaba muy débil pero se había recuperado de la embolia.
Daba pena verla así, perdida en un butacón tapizado con flores y pájaros, tan pequeñita que apenas destacaba del fondo, arrebujada en su toquilla, con los ojos como dos cabezas de alfiler reluciente. Temblando de alegría, intentó incorporarse en cuanto me vio entrar pero no la dejé. Me inclinaba para abrazarla, me agarró de los hombros con una fuerza inaudita y supe que llevaba mucho tiempo esperándome.
Si hubiera podido, me la hubiese llevado a Madrid.
Cuando dijo: “No me quiere, es mala, me tiene aquí por mi dinero” más que con los labios, con esos ojos como carbones ardientes, creí que desvariaba. Por entonces ya había cumplido los 90. ¿Quién? –pensé– ¿esa sobrina abnegada que lleva cinco años cuidándote y acaba de irse del salón para prepararnos un refresco? Pero era verdad. Ella misma nos lo confesó en el bar un rato después. Quería hablar a solas con nosotros, necesitaba desahogarse. La invitamos a café y soltó por esa boca todo lo que tenía dentro. Flor estaba tardando en morirse más de lo previsto. Si había llegado tan enferma ¿por qué ahora duraba tanto? El aire de la montaña suele producir ese efecto pero no veía la hora de quitársela de encima. Hablaba, hablaba y era fácil adivinar lo que estaba pensando: “Un piso en Madrid, barrio de Salamanca, y quién sabe cuánto en metálico tras toda una vida de ahorros.”
La sobrina aún tenía padre, el hermano de Flor. No sabría decir cuál de los dos era más viejo. Cuando se iba, los dejaba separados, y solos, en habitaciones contiguas de aquella casa tan grande. Para que no discutiesen era el pretexto. Ellos se quedaban inmóviles, como si cavilasen; parecían estatuas representando la vejez.
¡Pueblo de cuatro casucas dejado de la mano del hombre!
Flor vivía en la casa más lujosa del pueblo, no le faltaba de nada. Tampoco necesitaba tanto. Del aprovechamiento de fincas, viñedos, lácteos, ganado, ella no consumía ni la milésima de una milésima. En la siguiente ocasión no me olvidé de la cámara. Era su cumpleaños, llevaba un siglo entero en este mundo. ¡Un gran acontecimiento! Todo el pueblo se volcó con ella. Se celebró una gran misa a la que acudimos tanta gente como años cumplía Flor. Incluso más. No vivían tantos en ese pueblo, algunos llegamos de fuera solo para agasajarla. Luego se celebró un gran banquete en el ayuntamiento. A Flor no se le permitió acudir. A nosotros tampoco. Nos quedamos haciéndola compañía en aquella casa inmensa, compadeciéndonos de su taciturno hermano, aislado por imperativo de su hija al otro lado de la pared del salón.
La sobrina, su fofo marido y los retoños cuarentones estarían comiendo a dos carrillos y pavoneándose. Ellos eran los únicos héroes de la fiesta. Por fin podíamos hablar.
(Continuará)

sábado, 2 de marzo de 2013

La abuela de todos (I)

Doña Sinforiana vivía en el quinto piso del edificio donde pasé mi niñez. No tenía más que salvar de tres saltos el tramo que nos separaba y plantarme delante de su puerta. Pero en la placa ponía otra cosa.: Flor Escudero de Márquez. Sinforiana era viuda. Uno de sus misterios residía en el nombre –que resolví por mi cuenta–, lo demás me lo contó ella misma años más tarde. ¿Cuántos secretos se habrá llevado a la tumba?
El edificio tenía una portería pero dejó de usarse siendo yo muy pequeña. Era un cuarto alargado con una ventanita que daba al vestíbulo. Según mis vagos recuerdos, algún incidente ocurrió dentro, probablemente, dada la mentalidad de la época, algo contrario a la honestidad y las buenas costumbres. Pero es una conjetura mía, tampoco podría asegurarlo.
El vestíbulo, como es natural, estaba en el piso bajo, pero en aquella casa el bajo se consideraba primero y se llamaba bajo al sótano. La mujer del bajo A vivía junto al cuarto de la caldera. En una ocasión bajamos a visitarla, no recuerdo por qué. Tenía que pasar un invierno bien calentito, aunque lo más probable es que se achicharrase viva la pobre.
Flor jamás desveló su verdadero nombre. Pero un día bajé a dar un recado al portero y encontré un libro de actas encima del mostrador (que compraron para que aquel buen hombre pudiese recogerse en algún sitio). Aunque el culpable del desaguisado había sido el anterior: Valentín. El de ahora se llamaba Julián.
No había nadie por allí. Me empiné un poco y curioseé lo que había escrito en aquellas hojas abiertas: Sinforiana Escudero de Márquez – 5º F. De la emoción se me saltaron las lágrimas. Flor era como de la familia. Venía todas las tardes a coser con el pretexto de que no tenía máquina, aunque ella habitualmente hacía punto. Lo que le gustaba de mi casa era el balcón. La suya daba a un patio interior y nunca se resignó a vivir todo el día sin luz. También le encantaba la charla. Poder hablarle a alguien, digo, porque estando ella nadie podía abrir la boca. Se le permitía todo porque era única, nunca conoceríamos otra igual. Cuando se iba, no nos permitía acompañarla a la puerta, corría por el largo pasillo gritando: “Estaos quietos que no me voy a llevar nada”. Todos lo días lo mismo.
Pero era la paz de mi casa lo que Flor envidiaba en secreto. La suya era solitaria, la nuestra pacífica.

¡La conocía desde que nací, me había enseñado a andar y ni siquiera sabía cómo se llamaba realmente! Me sentí tan frustrada que apenas rechisté en todo el día. Por la tarde, mientras ella cosía y hablaba sin parar, lloré en silencio hasta que se marchó. La escuché decir que yo estaba en una edad muy mala pero aquello no era novedad, llevaba hablando de “los problemas de mi edad” desde que tengo memoria y hasta el día de mi boda no dejó de decirlo.
En el comedor del 5º F había una gran foto en blanco y negro. Ella sonreía a la cámara, el gesto de él era adusto. Era una foto de estudio, retocada a mano como se hacía entonces, lo que daba a la pareja un aire artificial, como si les hubieran pintado encima. Me gustaba mirar a aquella mujer morena, de ojos grandes y pelo rizado con tenacillas. Él era fornido, un mocetón de pueblo mucho mayor que ella. Pero cuando Flor dijo que aquella era su foto de boda –quién lo hubiera dicho, con aquel vestido negro de pliegues anchos y cuello de bordes blancos y redondos, tan parecido a mi delantal del colegio– y que tenía cuarenta años entonces, no supe qué pensar. Aquél hombre no era viejo, solo parecía muy curtido. Siempre que entraba en esa casa me paraba delante de la foto, no me cansaba de mirar a aquella mujer tan joven. Cuando yo nací, Flor ya era una anciana, con ese moño grisáceo, el pelo escaso, las arrugas. Los años no pasan en balde, es verdad, pero fue la pérdida del marido y no el tiempo lo que había acabado devastándola.
Cien años y ¡¡tan fresca!!
Pensé que, para formar el nombre de Flor, solo tenía que añadir a la sílaba una ele y quitar lo que sobraba por aquí y por allá. Para que mi nombre llegase a sonar bien había que podar tanto que nadie podría reconocerlo.
Flor era pequeña y vivaracha. Sabía ganarse la vida y no podía negarse que tenía don de gentes. Yo la acompañaba a veces a casa de los enfermos. Eran dos minutos, ponía la inyección y nos íbamos. A mí me gustaba curiosear muebles y lámparas, responder a las preguntas, quizá jugar con algún niño. Pero ella me sacaba de allí cuanto antes, decía que la casa de un enfermo no era sitio para mí. Luego me llevaba al parque, por el camino inventaba cuentos para ella. Fue mi gran admiradora, gracias a ella descubrí cuánto me gusta narrar.
La última razón que tenía Flor para frecuentar mi casa era yo misma. Su marido era estéril y no se lo confesó hasta después de la boda, verme todos los días le ayudaba a olvidarlo. Tiempo después me iría a estudiar lejos pero para entonces habían nacido otros niños y ya no le hacía tanta falta.

También ella vivió en un internado; allí, según contaba, había sido feliz. Nunca pude entenderlo. Más tarde se hizo enfermera. Imaginé que su pueblo, tan pequeño, debía ser aburrido, que tampoco habría mucho que comer en la época, que así tuvo ocasión de estudiar algo. Pero la razón era otra: aquella fue su casa durante décadas. No se refería a su niñez, que después de tantos años ni siquiera recordaba claramente, sino a la juventud. Y ahí se encerraba otro de sus muchos misterios.
(Continuará)