Aprovecho
esos minutos para programar el Suministrador de Alimentos instalado en mi Luna-Exprés.
En eso de preparar los menús, el chico es más eficiente que nosotros. Pero es
que antes no era así, había cocinas y almacenes donde íbamos a hacer la compra.
Hace años de esto, mis hijos no ha llegado a conocerlo, pero para alguien de mi
edad resulta difícil acostumbrarse. Recuerdo también que las familias eran más
variadas, no estaba reglamentado el número de hijos ni su sexo. Nosotras fuimos
tres chicas, en cambio ahora es obligatorio parir al cincuenta por ciento. En
poco tiempo, el número de mujeres y hombres será exactamente el mismo.
Me
siento bien porque ahora todo empieza a cobrar sentido, pero cuando llego al
vestíbulo me espera una sorpresa inquietante. El joven controlador no está en
su puesto, su lugar lo ocupa una mujer que me observa con atención. Pero esos
ojos, incluso esa mirada, son los mismos de antes, aunque trasplantados a un
rostro femenino y bastante más maduro que el otro. Estoy desvariando. Puede que
tenga que pasar por el Revisor de Emociones, más conocido como loquero. O pedir
unos días de descanso para restaurar mis circuitos. Sé que es una forma de
hablar, que el lenguaje de las máquinas invade nuestro vocabulario, pero sigo
obsesionada con el asunto de la mujer ciborg –o sea, yo– que no se reconoce a
sí misma. ¿Será esto posible? ¿Estaré perdiendo la razón?
Mientras pulso la Luna-Exprés para regular la temperatura y el alimento antes de llegar a casa, pienso en la penumbra que me espera, en los asientos mullidos, los Conectores de Entretenimiento. Necesitaría descansar durante meses. Será fácil, pues voy a pasar sola muchos días. Jaime se ha enrolado en una exploración científica por los desiertos del sur y cuando vuelva dedicará una semana a impartir conferencias por toda la región central, a Tarsi no lo veré tampoco: su Escuela le ha encargado un proyecto y tiene que encerrarse en su estudio vigilado a distancia por un Asistente Pedagógico. Ninguno de los dos me preocupa, sé que a su modo son felices. Pero pienso en Medea y en ese ensimismamiento tan extraño. Aunque estos tiempos son raros para todos los que pasamos de los treinta. Me dicen que hoy día a los jóvenes les suele pasar esto, tienen que madurar, emanciparse en cuerpo y mente, pensar en su futuro, adquirir otra perspectiva, que su familia de origen debe quedar atrás cuando se está a punto de formar una nueva y comienza una etapa laboral brillante. Pero me importa un bledo lo que hagan los demás jóvenes, si lo tolero no es porque sea costumbre sino porque ella lo quiere así. Si es que interviene su voluntad y no está manipulada por alguna autoridad o abducida por una máquina. Ya sé que estoy pasada de moda, intento ajustarme a estos tiempos pero es un hecho que me vienen un poco grandes.
Mientras pulso la Luna-Exprés para regular la temperatura y el alimento antes de llegar a casa, pienso en la penumbra que me espera, en los asientos mullidos, los Conectores de Entretenimiento. Necesitaría descansar durante meses. Será fácil, pues voy a pasar sola muchos días. Jaime se ha enrolado en una exploración científica por los desiertos del sur y cuando vuelva dedicará una semana a impartir conferencias por toda la región central, a Tarsi no lo veré tampoco: su Escuela le ha encargado un proyecto y tiene que encerrarse en su estudio vigilado a distancia por un Asistente Pedagógico. Ninguno de los dos me preocupa, sé que a su modo son felices. Pero pienso en Medea y en ese ensimismamiento tan extraño. Aunque estos tiempos son raros para todos los que pasamos de los treinta. Me dicen que hoy día a los jóvenes les suele pasar esto, tienen que madurar, emanciparse en cuerpo y mente, pensar en su futuro, adquirir otra perspectiva, que su familia de origen debe quedar atrás cuando se está a punto de formar una nueva y comienza una etapa laboral brillante. Pero me importa un bledo lo que hagan los demás jóvenes, si lo tolero no es porque sea costumbre sino porque ella lo quiere así. Si es que interviene su voluntad y no está manipulada por alguna autoridad o abducida por una máquina. Ya sé que estoy pasada de moda, intento ajustarme a estos tiempos pero es un hecho que me vienen un poco grandes.
2
Ha
amanecido un día tibio, brumoso, sin ese sol cayendo siempre a plomo que te amartilla
el cerebro. Me siento descansada, como si hubiera dormido varios días. Veo en
la Luna-Exprés la cara de mi hijo que come y bebe antes de seguir trabajando,
me habla de perfiles y de áreas coloreadas que comprendo vagamente. Vuelvo a
pensar en el Controlador de mi Unidad. ¿Habrá vuelto a su puesto de trabajo o
le seguirá reemplazando aquella mujer? ¿No serán ambos la misma persona bajo
aspectos tan distintos? Hay algo detrás de esas mejillas que transpira
complicidad.
Se
me acelera el corazón cuando me incorporo a la fila. Al principio, no me atrevo
más que a mirar de reojo. Allí está. El hombre de la sonrisa no es muy alto,
tiene las mejillas un poco hundidas y el pelo gris oscuro debajo de la gorra reglamentaria.
Me siento halagada cuando noto –gracias a un parpadeo acelerado, al iris que se
desplaza insistentemente hacia el borde del ojo– que está pendiente de mí, que aguarda quizá
con impaciencia los dos segundos que estaremos a menos de un metro de
distancia. Apenas llego a su altura, me
fijo en su boca. Tiene un rictus severo y no habla hasta que nos separan escasos centímetros, yo de
perfil, él susurrando entre dientes.
Dice:
-Solo
está vivo el que sabe.
Pero
este hombre es un fenómeno. La frase de ahora enlaza con la anterior.
¿Cómo
se llamará este individuo de ojos azul marino y mirada de hielo? Ya no quiero
que sea un ciborg, confiaría más si se tratase de una persona cabal, fuera del
alcance de programadores poco escrupulosos. El espíritu de un mortal siempre es
único, mientras que en la mente de un humanoide hurga mucha gente, y siempre
hay intereses políticos.
(Continuará)
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