Le
espié desde la torre, cuando el ascensor de cristal que sobresalía del museo de
arte moderno subía al piso 70. En ese
lapso, aprovechando que paramos varias veces para recoger gente o dejarla, descubrí
a Adolfo besuqueándose con cuatro mujeres distintas: tres mientras subía y una
más a la vuelta. Les aseguro que lo vi con toda claridad, a pesar de que la
velocidad del descenso hacía que me temblasen las piernas. Lo peor de todo es
que, entre medias pasé más de media hora mirando la exposición. O haciendo que
miraba porque las dolorosas imágenes bullían dentro de mí, mucho más nítidas
que aquellos insulsos trazos por muy enmarcados que estuviesen. En ese recinto
circular, rodeado de ventanales, hacía más frío que en la calle, el aire estaba
silencioso, como enrarecido, la ciudad entera se extendía a mis pies. Notando
la velocidad con que las seducía, me pregunté cuántas más habrían pasado por
sus brazos en ese espacio de tiempo.
Joan Míró - El bello pájaro descifrando lo desconocido a una pareja de enamorados |
Cuando
llegamos de nuevo a la explanada el parque empezaba a colmarse de sombras.
Supuse que la última mujer, una rubia platino con un vestido estampado, que vislumbré
apenas rebasado el piso 13, sería quién le acompañase esa noche. ¿O acaso aquel
desfile de beldades iba a continuar hasta el infinito? Tomamos una copa en el
quiosco del museo, al aire libre, con nuestro guía que se demoraba alabando texturas
y matices. Mi tensión aflojó un poco; me reía por dentro al ver a mis colegas
disimular amablemente el bostezo. Pero Laura María me tocó el hombro y yo asentí.
No sé cómo, había sido capaz de entrever lo que ocurría al otro lado, en uno de
los senderos laterales del parque de mis desdichas.
Joan Miró . Figuras y constelaciones |
Ahora
ya no eran solo chaladuras mías. Lo habíamos visto las dos. Fruncí el ceño,
abrí el bolso con rabia, saqué el catálogo que había recogido a la entrada y lo
arrojé a la papelera sin tener en cuenta si miraba alguien, ni siquiera el comisionista,
tan empeñado él en meternos las telas por los ojos. Era obvio que no estaba de
humor para comprar nada, menos aún para gastarme el dineral que valían aquellos
garabatos. Porque eso es lo que eran, por mucho pedigrí que se les adjudicasen
y a pesar de sus ilustres avalistas.
Joan Miró - Mujer delante del sol
Pero
esa noche las pinturas se vengaron visitando mis sueños. Por delante de mí
desfilaron azules chispeantes, blancuras luminosas, un mar de música y nubes
que giraba en torno al cuarto como un trompo. El tornado me elevó hasta la
estratosfera; aquella altura mejoraba mucho el panorama de la exposición, casi
daban ganas de comprar algo. Yo estaba de pie, sobre cirros y cúmulos, la
melena al viento, vestida con casaca y con la espada al cinto, como los
guerreros en los cuadros de época. Solo por probar, la agité a un lado y a otro
–era como una cinta finísima, azulada, casi transparente– hasta topar con la
cabeza de Adolfo, que segué limpiamente, envolviéndole en una paz que jamás había conocido
en vida.
En absoluto parecía un cadáver, se observaba en él una sensación soñolienta. Del cuello le manó una sangre inmaculada, como nieve cálida y dulce.