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sábado, 22 de abril de 2017

La Baronesa (XVI)

Pido anís para desayunar a Black Lagoon, mi servicio de catering. Son eficaces, no ponen ni una pega y están aquí en menos de diez minutos. Anís, dulce y denso, para alejar el hambre mañanera y, de paso, despistar a la resaca, acompañado de puros enanos, que ellos saben mantener con el grado exacto de humedad. Guardarlos en casa sería, además de un sacrilegio, una ordinariez de cuidado. Recibo al mozo en turbante para cubrir el revoltijo que tengo en la cabeza y con la túnica de seda más colorida que encuentro. Acumular diez kilos de colada supone una contrariedad enorme, pero no voy a perder por ello mi aspecto de gran diva. Y ni hablar de agenciarme otra lavandería, estos son indolentes pero al menos no me pierden la ropa.
Richard Estes - Times Square (2004)
Recojo los paquetes, pago y suena el teléfono. Veo al chico recostado en la puerta esperando la propina y lo dejo estar, cuando se convenza de que no tengo ninguna intención de soltar más pasta por la jeta se cansará de hacer el mono y me dejará tranquila. Fui rumbosa hasta que pude permitírmelo, y reconozco que disfrutaba bastante viendo a tanta gente comer de mi mano, pero no es posible dilapidar cuando el chorro que sale no se renueva nunca. Daniel se ha vuelto un tacaño desde que descubrió que me veía con otros hombres.
-¿Miss Catalina?
-¿Quién habla?
-Su humilde servidor, quiero proponerle un negocio.
El chaval del restaurante continúa sujetando la puerta con el hombro, arrimo el teléfono a su boca y le hago señas de que hable. Se encoge de hombros, me alejo y hablo entre dientes.
-Di que estamos ocupados.
Parece que me entiende a la primera. De algún lugar de su enclenque cuerpecillo, saca un vozarrón inaudito para explicar que sus jefes no admiten recados. Hasta después de la reunión, añade, y todavía puede durar horas. De repente, le admiro infinito y hasta me siento gorda y vieja a su lado con mi caftán sobado y estas ojeras enormes. Voy hacia él y pongo dos monedas en su mano abierta. Terreno despejado, ya puedo beberme el anís.
Daniel siempre dio por sabido lo que yo iba a buscar a otras casas, si se hubiera tomado la molestia de creerme, me consta que se habría decepcionado. Seguiríamos juntos, es verdad, pero no podría sentirse el héroe de novela que se cree ahora. Continuaría reprochándome haber participado en sesiones donde no buscaba otra cosa que flotar y perderme, pero de haber sabido lo castas que eran (en el fondo, al menos), no podría alardear ya de hombre traicionado, se le caería esa aureola trágica que, según él, le rodea desde entonces y que no le corresponde en absoluto.  Fue aquí en Nueva York, pero también en Tailandia y Venezuela, acompañando a John y a Serafín Vergara, el primo de Rosario, donde me convertí en una morosa crónica. Tengo a medio Bronx pisándome los talones y todavía he de estar agradecida por que no hayan dado con este apartamento.
Richard Estes . Museo Thyssen Bornemisza (Madrid)
Lo que son las cosas, mientras viví con el degenerado de Tristan seguí siendo una mujer virtuosa. Solo la desesperación consigue desbocarme. A los quince años, intenté asesinar a Rosario porque no era más que una marioneta de Alphonse, luego me cobijé entre fuegos artificiales para olvidar mi condición de semilla malograda. Consiguieron arrebatarme a la niña que Daniel y yo esperábamos como si fuese nuestra; si después de haber perdido tres hijos, hubiese engendrado un cuarto, habría acabado con mi vida antes de volver a parir.

jueves, 20 de abril de 2017

La Baronesa (XV)

René Magritte - Le Model Rouge (1935)
He decidido convertirme en niña otra vez y refugiarme, como entonces, en mi casita de muñecas, que eran seis pedazos de cartón, abrazada a Dominique, una pelota de tenis arrojada a un vertedero cercano, sobre la que había pintarrajeado unos ojos y unos labios en medio de unas hebras de lana azul, pegadas a modo de mata de pelo. Mi Dominique sin cuerpo –¿para qué? lo que de verdad define a un ser humano es la cabeza, si careciéramos del resto de los órganos nos ahorraríamos muchas calamidades– esa compañera, tan peculiar y querida, ha viajado conmigo por tres continentes unas veces en bolsa de arpillera, otras alojada en su propio departamento de un cofre-neceser de Louis Vuitton. Ahora reposa aquí convertida en gran objeto artístico, Moon’s Kiss, la célebre artista de performances, la reelaboró para mí (a un precio simbólico ya que nunca nos hubiésemos podido permitir sus tarifas), debido a la amistad que la unía a Daniel, al interés que suscitó en ella la idea en sí y, sobre todo, al afecto que la propia Dominique, tan retraída en su casi irremediable humildad, provocaba a los pocos que tuvieron el honor de conocerla en aquella, su versión original. Kiss la hizo brillar por fin, barnizando la superficie, acoplándole unos ojos de nácar con pupilas de mica, coloretes esmaltados, una falda abullonada pegada al lienzo e instalándola en una especie de vitrina con marco de escayola dorada, extraída de quién sabe qué cuadro antiquísimo, que cuelga sobre el escritorio del antiguo despacho de Daniel, el lugar más emblemático de esta humilde guarida.
René Magritte - Faux Miroir (1928)
Hasta las cucarachas que pululan ante mis ojos han adquirido formas suntuosas. Las imagino como yo, de puro ébano, gloriosamente cinceladas por algún artesano y dotadas de un motor invisible que les permite danzar por la atmósfera. Adoro lo negro. Y las cabezas, aunque la mía esté a punto de estallar por el exceso de presión a que la estoy sometiendo. Debería ingerir un tranquilizante y quedarme dormida hasta mañana. Los euforizantes son mis preferidos pero provocan en mí visiones aberrantes que acaban dejándome sin fuerzas.
Mi primer hijo también nació negro, no parecía llevar ni una gota de sangre de Tristán. Como es natural, no me dejaron verlo, había que guardar las apariencias, convencer a todas las amistades y hasta a la propia madre que era yo de que, a pesar de los siete meses largos de embarazo, había tenido un aborto. Pero siempre conté con espías, todo el cuerpo de casa al servicio de Bruno, los que habían sido mis compañeros a la vez que mis sirvientes, se puso de mi lado y, aunque no estaba en sus manos cambiar gran cosa, me mantuvieron informada de lo que iba sucediendo con mis niños. Este vivió sus dos primeros años con una familia parisina, luego Tristán se lo vendió a un comandante de Texas con hijos ya mayores y una esposa menopáusica.
(Continuará)

martes, 18 de abril de 2017

La Baronesa (XIV)

He debido caer a un pozo muy hondo, floto de cara a un agujero azulado y al otro lado no veo  más que niebla. Transitan por ella unos bultos negros parecidos a cucarachas flotantes. Se balancean y giran a mi alrededor como si yo fuese el eje de una noria. Me mareo. O ellas bailan. En un lienzo emborronado levito, entonces se paran y explotan en medio de un charco de luz.
No sé si me he desmayado o estoy borracha otra vez. Esta tarde hacía ir y venir a los barcos al compás de mis pensamientos. Después… No recuerdo más. Es de noche y solo tengo poder sobre los reflejos de la luna en las nubes, pero mi cabeza se ha vaciado y solo veo cucarachas.
Estas de ahora son bichos aéreos que chocan entre sí como los coches de las ferias. Nunca he visto nada parecido, solo conocía cucarachas corrientes como las que correteaban en el patinillo de Henriette y se esfumaban entre los resquicios de las baldosas cuando te acercabas con la linterna.
Salvador Dalí - La verdad te hará libre
Jamás me he olvidado de ella ni de cómo huimos Rosario y yo dejándola a merced de aquel borracho, ni de su piel como el verdín, la grisura de sus ojeras, aquellas horquillas mal ajustadas –pues en medio de tanta miseria hasta peinarse parecía frívolo–. Fue mucho más tarde cuando empecé a calibrar el alcance de su generosidad y su resignada sumisión. Nunca dudé de que volvería y lo hice. La vivienda permanecía en pie, pero tan derrengada como lo estuvo en tiempos su inquilina. No me pudo extrañar que hubiese muerto, fue aquella soledad llegándome en oleadas lo que por poco consigue derrumbarme. Ya no quedaban niños. Ni alegría. En cambio el hambre, contumaz, continuaba allí cercando al tercer heredero. Más bien a lo que quedaba de él: un despojo de veinticinco años, con la misma expresión desencajada de entonces, que me podía recordar a duras penas. Aunque en la época no midiese más de medio metro, tenía grabado a fuego aquel día: Henriette abortó horas más tarde pero aún llegó a parir otros dos. De todos ellos, no quedaban ya más que una niña algo más pequeña que Pierre, que estudiaba enfermería de balde en una institución religiosa, y Armand, mi preferido, que volaba por ahí en su camión y del que se me habían borrado los rasgos. Los refresqué mirando la fotografía familiar, exigida por el gobierno en su día para justificar el número de niños, que Pierre había pegado con cinta adhesiva al cristal de su mesilla de noche.
Estaba allí, de visita, con mi hija alojada en el vientre y una recién estrenada sensación de libertad tras haber conseguido dar esquinazo al déspota. Pierre parecía sinceramente emocionado dentro de su piel transparente por las penurias. Se esforzó por agasajarme, avergonzado ante tanta carencia, y yo, más abochornada aún por lo que podría considerar petulancia mía, no se me ocurrió nada mejor que llevármelo a comer a una brasserie recién inaugurada. Él se subió dócilmente al deportivo como si fuese lo más natural. Ya en la carretera, con el viento colmándonos de euforia, anuncié que le compraría todo el género que pudiese proporcionarme. Me pareció la mejor manera de ayudar a aquel chico, siempre podría deshacerme del bulto arrojándolo a los contenedores que se alineaban en la pared trasera de mi hotel. Ni pensar en colocárselo a alguno de los amigotes de Tristán y sacar mis buenas ganancias, me hubiera arriesgado a que el otro recuperase la pista con lo mucho que me había costado disolverme.

domingo, 16 de abril de 2017

La Baronesa (XIII)

¿Se puede amar a un niño antes de conocerlo por el mero hecho de ser su madre? ¿Se le puede amar, incluso, cuando te consta que no lo conocerás nunca?
José Domínguez Álvarez - Sin título
Nunca sabré si esto es amor. Una insatisfacción constante, seguro que sí. Herida que no cicatriza, ansia insaciable de comerse el mundo, palmo tras palmo, o de desmenuzarlo entre las uñas hasta encontrar lo que se anhela. Que no es poco: dos muchachos y una jovencita que llevan mis genes y los de un blanco sinvergüenza.
Nos casamos un día cualquiera a las seis de la mañana en una ermita perdida en la campiña. Bruno lo arregló todo y luego se desentendió. Con mi porvenir en manos de aquel mocoso, de pronto me sentí huérfana y ese desamparo no era un buen combustible para encender la llama. Todo iba de mal en peor: ahora que se le habían cedido los derechos sobre mí, sustituyó los celos malsanos por un desprecio total a mi persona. Se creía todopoderoso, sensación que iba en aumento cuanto más se incrementaba su dominio. Con el dinero que obtuvo para comprar una casa, pequeña pero bien situada, alquiló un cochambroso apartamento en un barrio de mala muerte y el resto se lo gastó en juergas. Al principio las celebraba allí mismo, pero hasta sus visitas consideraban desastroso el cuartucho que hacía de salón y, sobre todo, les molestaba mi presencia. No es que él se olvidase de mantenerme a buen recaudo detrás del cerrojo más firme, pero no podía impedir que me pusiese a llorar a gritos. 
José Domínguez Álvarez - Casaria e figuras de um sonho

Se las había arreglado para vivir como un señor sin tener que dar palo al agua. A base de trampas, claro. Prometiendo jugosos sobornos, repartió entre los encargados de los establecimientos las tareas de vigilancia, gerencia y administración que le había adjudicado su padre en atención a sus responsabilidades recientes. Me consta que los seis, aparte de su sueldo oficial, esperaban sacar un buen pico por encargarse de todo manteniendo en secreto que Tristán no pisaba la tienda. Por algo era yo la que tenía que revisar los libros de contabilidad, las entradas y salidas de género, los honorarios del personal, los seguros sociales y todo lo habido y por haber. De esta forma, Tristán –sin ningún esfuerzo– fue mi segunda escuela (o mi segunda experiencia autodidacta), siguiendo, a su manera, el modelo paterno. La principal diferencia entre las dos no estribaba en los contenidos –humanísticos primero, comerciales después– sino en la angustia que ahora me atenazaba ante la posibilidad de cometer un error. Y comprobar que estuviese todo bien cuadrado no era lo más importante: una vez al mes, había que escurrir (era su expresión favorita) una cifra con muchos ceros que acabarían cayendo en sus mangas.
También hay que contar con que no siempre tenía tiempo para sumergirme entre papeles; solo podía trabajar a gusto si mi marido se iba a jugar a la taberna, cuando volvía –borracho y habiéndolo perdido todo– se despatarraba molido en el catre y había que atenderlo. Atenderlo y recibir las consecuencias de su furia. Me pregunto si fue Bruno el que siempre se negó a volver a verme o era cosa de Tristán con el fin de ocultar mis moretones.

(Continuará)

viernes, 24 de marzo de 2017

La Baronesa (XII)

Si te han arrebatado tres hijos sin darte tiempo a conocerlos, sin que sepas si están muertos o han desaparecido, sin que te den nunca ni una sola pista, por fuerza te tienes que sentir justificada para enredar un poco. Propagar bulos te proporciona un poder inimaginable y, casi mejor, te divierte tanto que llegas a olvidar tus tragedias. Solo hasta la noche, es verdad. En cuanto estás sola y a oscuras te agarran por el cuello y mientras la asfixia hace que se te salten las lágrimas, esperas que te lleven de una vez al otro barrio. Pero nunca acaban de matarte y, finalmente, tienes que hacerlo tú, aunque sea provisionalmente, cayendo en el sopor total de la forma más sencilla que sabes.
Veo frente a mí grúas, edificios amarillentos, nubes que los ocultan a medias y se propagan según avanza la tarde. O humareda o niebla o vapor que emborrona el aire o un velo que me tapa la visión y que, empiezo a sospechar, está en mis ojos. No soy yo quien lo ha puesto ahí, preferiría verlo todo tan claro como la aguamarina que me regaló Daniel en nuestro primer aniversario y que aún no me he quitado del cuello. Ni lo haré nunca: la exhibo, la toco, la paseo; es la pureza misma, oscura, transparente, dura y azul como mi propia alma. Tan frágil como ella.
La aguamarina. Un espíritu bueno que me acompaña y protege, no el único. Cuento también con mis talismanes secretos. Y con el tarot, los frascos, la botella, las milagrosas sustancias, un Basquiat del que no me desharé aunque me muera de hambre y, vibrando en el espacio, Warren Zevon que me susurra su maravillosa Turbulence. Son mis deidades protectoras y nunca podrán arrebatármelas.
También tú me protegiste, Rosario. Me salvaste de las garras de Alphonse ayudándome a querer huir de la banda en lugar de despreciarme por tratar de empujarte a las vías. En cambio yo te traicioné en cuanto pude, te sustituí por el primero que me miró fijamente. Lo mismo que hice con Daniel. Forma parte de mi trayectoria vital.
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 Rock Bottom Remainders
Bruno se acercó a mí en la estación, me acarició el pelo, me envolvió en su gabardina al ver que tiritaba de frío y yo le seguí sin rechistar. Era amable y distante. Vivimos juntos casi cinco años y, en aquella época, no creí que pudiese quejarme de nada. Tenía un hijo dos años más joven que yo, de cuya madre no se hablaba nunca, y desde el principio me permitió jugar con él. A veces, hasta me explicaba lo que aprendía en el colegio. Con el tiempo aprendí a cocinar, a dirigir a las cocineras y al resto de los empleados, a vestir como es debido, a comportarme en las fiestas, a disfrutar de los conciertos, a amar el teatro, a mantener conversaciones con gente instruida. Tenía a mi disposición una hermosa biblioteca donde documentarme sobre literatura, arte, historia y música. Aprendí mucho gracias a los consejos del padre, aunque el lenguaje del hijo empezó a parecerme más digerible.
El lenguaje, los besos, las caricias. Antes de darme cuenta estaba compartiendo cama con los dos. Tristan y yo nos veíamos a escondidas, pero estuvo a punto de descubrirlo todo por culpa de sus celos insensatos.
Me hubiese enamorado de no haber sido por ellos, pero eran incontrolables y estallaban a todas horas. Se volvió irascible y maleducado, insultaba a su padre, provocaba peleas con cualquier excusa, se levantaba de la mesa, daba portazos, rompía objetos. Tanta brutalidad me obligó a rechazar las exigencias de Bruno. Durante todo un verano impedí que se acercase a mi cama. Se lo dije a Tristan pero no me creyó.
Por eso, el dueño de la casa nunca dudó de que no tenía nada que ver con mi embarazo. Acababa de cumplir los veintiuno, la mayoría de edad de entonces. Me quiso echar de su casa hasta que le confesé quien era el padre. Entonces me obligó a casarme con él. 

(Continuará)

miércoles, 22 de marzo de 2017

La Baronesa (XI)

Me matarías, Rosario, si supieses que fui yo la que acompañó a John a Thailandia en calidad de consejera y cómplice. No sé si servirá de algo, has de saber que le siguen atrayendo las mujeres, pero no, nunca he sido su amante si es lo que estás pensando. No es que se privase de insinuarme que estaba dispuesto cada vez que se le presentaba la ocasión, pero me gustan más varoniles y, por encima de todo, está la lealtad. El hecho de que, cada cual por su lado, nos hayamos desconectado de ti, no es excusa para traicionarte.
Me chiflan los folletines, Rosario. El hombre que me embaucó el día que decidí abandonarte me surtía de fotonovelas y de novelitas románticas compradas en quioscos de prensa. Yo misma, en cuanto me veía sola en la casa, me atiborraba de seriales radiofónicos. Por eso nunca podría llevarme mal con la prensa. Les comprendo tan bien. Si la vida me hubiese permitido trabajar en le papier couché,  traería y llevaría toda clase de chismes, fisgaría en las mansiones y los antros, airearía los trapos sucios de todos, propagaría bulos por acá y por allá, sería la correveidile perfecta. Tiemblo de emoción cuando imagino la posibilidad de elevar y destruir solo con el poder de la palabra. Nunca he entendido a los que defienden la prudencia o la discreción, son tan aburridas como beber agua cuando se tiene vino a mano. Quizá ese sea el motivo de que, al poco de conocernos, Daniel me prohibiese conceder entrevistas.
Visitamos hoy el hogar de los Legard, Madame Legard, ataviada con traje estampado en tonos salmón y reineta…”
Nada. Ni siquiera después del divorcio. Tuve que firmar una cláusula renunciando a hablar de mi vida matrimonial para poder cobrar la pensión. Habría preferido seguir casada, tenía olfato para comprar arte y, cuando despedimos a los asesores tras haberme enseñado todo lo que sabían, hice ganar mucho dinero a Daniel. La verdad es que soy una yonqui de los lienzos –sí, ni siquiera ellos acaban de saciarme – compro, compro y, por mí, no vendería nada nunca. Puede que sea porque odio el dinero: en cuanto me acerco a una cuenta corriente saneada, me empeño en vaciarla lo antes posible.
Solo por el arte y la verdad merece la pena vivir: la verdad es un arte y la muerte una forma de resignarse a su pérdida. Pero decir la verdad puede ser, en ocasiones, una forma de suicidio.
Aquella aventura no la emprendimos John y yo solos, nos acompañó Serafín Vergara, tu primo venezolano tan adulador como atractivo, que tu ex nos presentó a Daniel y a mí al poco de iniciar nuestra amistad. Por entonces todavía vivíamos juntos, no me abandonó por mi drogadicción ni por mi obesidad mórbida, ni siquiera por mi alcoholismo. Lo que le impulsó a dar el portazo definitivo fue la aventura tailandesa que mantuvimos Serafín y yo con la complicidad de tu británico de apellido español, ese que, por motivos de fuerza mayor, estaba a punto de pedir el divorcio.
Archivo:Hilda Fearon-La fiesta del té.jpg
Hilda Fearon - La fiesta del té (1916)
Acudimos a mister Carranza gracias a la recomendación de las Jennys, las Melissas y demás aspirantes a actrices que invadían nuestro despacho a diario. Por sus representantes, más que por ellas, supimos que era él quien sonaba en los círculos selectos como el mejor detective internacional, que muchos le hubiesen contratado de haber podido permitírselo, simplemente para fardar, aunque no tuviesen que buscar ni un alfiler, y menos aún a varios hijos desperdigados en algún rincón del mundo.
A la vuelta, los dos siguieron tratando a Daniel como si nada. Nadie habría podido sacarles ni una palabra. De haber sido preciso, se hubiesen dejado cortar la lengua. Fui yo, con mi reconocida incontinencia verbal, la que le confesó todo a los pocos días de regresar, solo porque seguía enfadado conmigo por culpa del viaje y me volvió la espalda la mañana de un 12 de enero. Una de las más depresivas y resacosas de mi vida, y juro que ha habido unas cuantas. Otros celebran los cumpleaños de sus hijos y yo me angustio cada día más. Mientras esos días continúen en el calendario, siento que me desuellan viva, me quedo mirando al ventanal –mi tentación constante y el mejor bálsamo para los nervios– y solo pienso en morirme.
Para ser un poco más feliz tendría que haber reunido la mitad de tu coraje y aún así me faltaría esa frialdad que tanto te reprochan. Suerte que tienes. Estoy segura que, de haber tenido ese carácter tuyo, aún seguiría entera, no me habría desintegrado como un balón que flota por el cosmos.

viernes, 30 de diciembre de 2016

La Baronesa (X) - SEGUNDA PARTE

Un nuevo bofetón de la vida. Rosario ha vuelto a aparecer, no en persona sino su presencia virtual en forma de fotos e información de primera mano, después de tantos años sin pensar en ella y mucho menos indagar sobre su paradero. Cuidado con revolver cajones buscando algo –me decían en el albergue donde me crié– porque encontrarás lo que menos te esperas. ¡Qué gran verdad! Éramos unas crías entonces. Ella me escandalizaba, aunque no tanto como yo a ella, y me aterraba con aquellas ideas suyas que tan insólitas me parecían en esa época y que he ido incorporando a mi vida a medida que iba viviéndola. Arrinconé sus consejos en lo más hondo de la memoria y quedaron allí, como un sedimento que ha servido de faro cuando me sentía más perdida.
¡Bendita y maldita Rosario! No sé cómo pudiste enseñarme tanto en tan poco tiempo con todo lo que me odiabas, con esa superioridad que creías tener sobre mí, no porque fuera negra –aunque por entonces no hubieses visto ninguna– sino por lo pequeña e ignorante que te parecí desde el principio. En lo segundo acertabas de pleno; y mi aspecto, siendo casi dos años mayor que tú, era el de una niña, demacrada y escuálida, tan inquieta como si bailase sobre brasas, toda yo ojos y labios, con la cabeza cuajada de liendres.
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George Bellows - New York (1911)
Te evoco ahora, desde mi modesto apartamento neoyorquino adónde llegamos en busca de algo inmensamente más valioso para mí y que, por desgracia, no he encontrado ni encontraré en lo que me queda de vida. Sí, me casé. Y luego volví a casarme, esta vez con un canadiense, Daniel. Daniel Legard, (¿recuerdas lo bien que hablaba francés?), y ahora estoy, como tú, tramitando el divorcio aunque las causas sean bien distintas. No creo que volvamos a vernos, tú volviste a España hace tiempo y yo me he quedado varada en este diván –espléndido, pese a haber sido rescatado de un contenedor–  frente al enorme ventanal de un piso 38 con vistas a la bahía y a un paso elevado y que escogimos, aunque no es más que una cajonera de apenas treinta metros,  por nuestra precariedad de entonces y porque el vértigo producido por tanta inmensidad consiguió elevarme el ánimo un poco.Me zarandearon los recuerdos la primera vez que John me habló de ti. Incluso antes, cuando vi tu foto en el despacho con él y tus hijas. Un monumento al convencionalismo y un icono a la respetabilidad, a pesar de los pesares, pues es precisamente en esos trances de la vida cuando de verdad hay que guardar las apariencias.
Sin pretenderlo, lo sé todo de ti, Rosario. Ambas tuvimos muy buena y muy mala suerte. La tuya seguramente mejor que la mía, pero no sabrás apreciarla en lo que vale porque siempre has sido bastante ambiciosa, no te conformas con nada y eso, digas tú lo que digas, te impide disfrutar de lo que tienes.
Desenvuelvo otra chocolatina. Ya hace diez minutos que no como, pero tengo la mesita de té a mi lado bien surtida de dulces. ¿Sabes cuantos quilos peso ahora? Nada menos que ciento catorce, si me tuvieses delante no podrías reconocerme. En cambio tú estás igual que en mis recuerdos. Más vieja, claro, y con un tinte rubio que, aunque esté mal decirlo, te sienta fatal, pero con la misma chispa en la mirada y con ese mentón voluntarioso que se ha convertido en tu sello. Desde que viajamos a Francia en aquel tren que se caía a pedazos el mundo ha cambiado tanto que nos ha vuelto del revés a las dos;  no sé muy bien quienes somos ahora pero me cuesta muy poco comprender a las que fuimos entonces.
Joaquín Torres García - La feria  (1917)
Si John y tú pudieseis hablar alguna vez –pero es imposible porque él ya no existe, hace tres meses que se esfumó en el aire y lo peor es que nunca vas a aceptarlo– te mostraría entusiasmado la voluptuosa hembra en que me convertí años atrás, gruesa pero espléndida y mucho menos cascada que ahora, elegante en su caftán de raso, la mirada retadora desde la portada de Fruits, aquella efímera revista que tuvo a bien promocionarnos. Una negra decorativa es el mejor emblema para un decorador de éxito, pero yo soy una mujer angustiada y no puedo cuidar mi imagen con el afán que se espera de mí. La imagen y el matrimonio siguen siendo la tabla de salvación de las mujeres en esta sociedad, eso y los hijos. A mí ya no me queda ninguna de esas cosas. Soy una adicta que renunció a sentarse en círculos bienintencionados y reconocer lo bajo que ha caído. Fumaré, me pincharé, beberé y comeré todo lo que quiera, nadie podrá arrebatarme ese consuelo, ni Daniel, por mucho que me pese. No soy una buena compañía ni una buena influencia ni siquiera he podido ser madre. Pero vivo en un piso 38 con solo tres paredes, y si un día resbalase en el alfeizar tendría garantizado el fin.
Continuará

jueves, 10 de noviembre de 2016

La Baronesa (IX)

Entre Catalina y yo se estableció una asimetría involuntaria. La llevé pegada a mis talones cuando nos acercábamos al taller de costura, un sótano que limitaba con el aparcamiento de la plaza. La prueba consistió en tomar medidas a la figurante que hacía las veces de clienta, inquieta ya antes de pasar al probador, manifiestamente alterada cuando la tuvo a menos de dos pasos y quejándose repetidamente de sentir el frío de sus palmas desde que aproximó a su piel la cinta métrica. No me tragué el cuento del manoseo y me presté a hacerlo en su lugar. Me ofrecieron el puesto, como no podía ser de otro modo, pero mi iniciativa solo había sido una pose. Estábamos seguras de que Henriette se negaría firmemente a que ella se ocupase de los niños.
Convertirme en la criada de la criada (nuestra patrona trabajaba de pinche en una de las desvencijadas taberna del barrio) con Catalina a mi cargo ante la imposibilidad de encontrar un trabajo para ella, no fue sencillo pero me ayudó a madurar rápidamente.
Cuando el quinto embarazo empezó a hacerse evidente conocimos a una Henriette nueva. Se sobresaltaba al menor ruido, nos despertaba ululando como una sirena y una tarde, mientras los chavales merendaban en el descampado dando patadas a un viejo neumático, descubrí que era epiléptica. Su compañero de entonces no solía servir de mucha ayuda, al contrario, disfrutaba avivando el fuego con sus berridos de borracho, pero aquel día me ayudó a estabilizarla aconsejando pacientemente sobre cada uno de los pasos a seguir. En cuanto conseguimos calmarla y acostarla, bajó a la calle y la emprendió a pedradas con los cristales de las farolas. Los vecinos se arremolinaron en los alfeizares. Antes de que se plantase allí la policía, había que salir por pies.
Joaquín Sorolla - La otra Margarita (1892)
Me di de bruces con Catalina que volvía cabizbaja de llevar el pan a los niños. En lugar de explicarle nada, le arrojé uno de los hatos de ropa y tiré de ella con todas mis fuerzas hasta que se convenció de que tenía que seguirme.
El último tren acababa de salir. Si dormíamos bajo techo, no nos quedaría gran cosa para viajar al día siguiente. En el andén había un tipo que no nos quitaba ojo, Catalina se acercó a él. Vi como la apretujaba con sus manazas y me negué a seguir vigilando. Estaba harta de hacer de ángel de la guarda. Ella sabrá donde se mete, no es la primera vez que lo hace pensé, además, ya es mayorcita, cumplió los dieciseis hace mucho tiempo.
A lo largo de esos meses, me imaginaba sacudiéndome el polvo de los zapatos minutos antes de abandonar París, una ciudad, por lo demás, tan hostil como todas con aquellos que no tienen suerte. Pero ni siquiera pude darme un gusto tan sencillo. Cuando salí, aterida, de la cabina donde me había acurrucado para dormir un par de horas, la nieve mediría más de dos palmos. Me acerqué a la taquilla contando las monedas. Odiaba con todas mis fuerzas aquella imponente blancura, toda la belleza de aquel amanecer nevado me estaba marchitando por dentro, más llevadero hubiese sido arrastrar mi precariedad –física, mental, económica – por los aledaños de lo feo, rebozarme en detritus, barrizales, escombros, muros desconchados, basura.
A Catalina no volví a verla hasta muchos años después.

(PUEDES LEER EL RESTO DE LOS EPISODIOS DE LA BARONESA, AQUÍ)
(Continuará)

martes, 30 de agosto de 2016

La Baronesa (VIII)

Nunca llegamos a París si por París se entiende la que conocemos como Ciudad de la Luz. Esa que aparece en los folletos turísticos mostrando orgullosamente su esplendor, sus vicios y hasta sus vergüenzas, la de la Tour Eiffel, le Moulin Rouge, la Bastille, le Quai d’Orsai o les Champs Elysees, me sería mostrada por John, mi marido de nombre inglés y sangre española, casi una década más tarde. Un comisionista cualquiera nos señaló el andén de más abajo, donde aguardamos el atestado y decrépito tren de cercanías que debía trasladarnos a la casa de huéspedes sita en un suburbio roto, opaco y amarillento; quizá igual de pobre, pero incomparablemente más feo que mi pueblo, el humilde enclave de la sierra extremeña que seguía aferrado a mi espalda como un fardo de mil toneladas, y de cuya huída no sabía si empezar a arrepentirme.
La casa estaba llena de niños, no había más cuarto que el dormitorio familiar; lo que alquilaban era el sofá cama del comedor, a un precio abusivo por cierto, pero no nos importó demasiado pues, ni entendíamos de negocios ni habíamos tenido cuarto propio nunca. Cuando la patulea en pleno se retiró a sus aposentos y nos vimos solas, nos entró la juerga a las dos. Sin saber por qué, no podíamos aguantar las carcajadas. Ni eso ni el hambre. Nadie se había ocupado de darnos de cenar. Por suerte había un patio y, al otro extremo, una cocina con su fresquera repleta de fiambre y, sobre la mesa, un atadijo de arpillera que guardaba dos o tres hogazas no demasiado resecas. Lo sacamos todo afuera y, sentadas sobre el empedrado, entre geranios y aspidistras, nos miramos por primera vez cara a cara.

Casi atragantándose con los enormes trozos de salchichón que tragaba sin masticar, Catalina me contaba cómo huyó en cuanto pudo porque estaba más que harta de golpes. ¿Quién la pegaba? Todos. ¿Qué hacía?
-Lo normal. Yo era su sirvienta.
-¿Cómo que lo normal? ¿Guisabas?
-Sí.
-¿Limpiabas?
-También.
Incapaz de distinguir, creyó que debía cumplir todas las órdenes y había pasado, de ser solo la chacha, a convertirse en el saco que recibía todos los golpes y, por si eso no fuera bastante, en la puta de todos.
-¿Cuánto cobrabas por todo eso, Cati?
-¿Cobrar? ¿Palizas?
-Palizas no, dinero. ¿Cuánto te pagaban a la semana? Hacías muchos trabajos distintos.
-Cobrar no cobraba, tenía comida y techo, ese era mi pago.
-Te violaban entonces.
-No. Ellos decían que era lo justo.
-Pero ¿a ti te gustaba?
Me miraba como si le hablase en Morse. Días después me explicó que cerraba los ojos y se apretaba las orejas mientras cantaba por dentro una tonada bonita para hacer más llevadero el peso del que le tocase esa vez en suerte.
-Decían que necesitaban más chicas para el sexo, pero yo nunca vi a ninguna.
-¿No te das cuenta de que has sido su juguete?
-¿Qué quieres decir?
No estaba muy segura. Repetía frases que había escuchado no sabía dónde, tenía una vaga idea de que aquello estaba mal pero no habría sabido explicárselo.
-Alphonse estaba buscándote una compañera; si me descuido, habría acabado como tú.
-También yo quería que te atrapase, estaba harta de estar sola y cargármelo todo encima.
El miedo era un manto tan amplio como el cielo y tan cercano que en cualquier momento se podía desplomar sobre nosotras, la sospecha, algo absurda, de que Alphonse nos había seguido e intentaba capturarnos de nuevo me obligaba a pedir un vaso de agua, cada día en un bar diferente, para hojear la prensa en busca de pistas. No recuerdo qué esperaba encontrar, posiblemente una foto suya, detenido, esposado y rodeado de policías para quedarme tranquila al fin.
Nos dormimos allí mismo. Sobre guijarros puntiagudos, pero al aire libre, rodeadas de gatos y flores, respirando el fresco de la noche y con el estómago lleno a rebosar.
Los niños eran cuatro y otro que venía en camino, la mujer era gritona pero nos daba bien de comer. A la siguiente semana cambiamos el estatus. De huéspedes a sirvientas. Fui la elegida para sacar al parque a la tropa cuando el taller obligaba a prolongar el horario a Henriette. Ella pagaba cuando podía y nos proporcionaba alojamiento.
-He recortado esta hoja para que mires los anuncios por palabras. ¿Adónde vas? ¿Pero tú no sabías francés?
Catalina era dócil, puede que demasiado, pero hacerla entrar en razón cuando se le metía algo en la cabeza era como apartar a un ternero de madre. Me costó darme cuenta de que no sabía leer, como intérprete oral no tenía precio pero eso no servía para buscar trabajo en una ciudad tan grande. Le propuse ir de bar en bar preguntando si necesitaban una camarera, pero no parecía tener gran confianza en sí misma, tal vez por su aspecto aniñado, su color, su condición de extranjera. Y lo peor es que me estaba empezando a contagiar de sus prejuicios.
-¿Tú crees que aquí, si se cobra barato, aceptarán hacerlo en la calle?
-¿Es que piensas meterte a puta?
-¿Qué quieres que haga, dejar que me sigas manteniendo?
Miedo a que la policía descubriese a Catalina merodeando por el barrio con intención de golfear y nos metieran a las dos en chirona, miedo a perder la poca estabilidad que habíamos conseguido, a que mi padre me encontrase y tuviera que volver al pueblo, miedo a ser robada, violada, acuchillada, agredida, muerta de inanición, abandonada a mi suerte. A que Henriette nos echase a la calle por indocumentadas y vagabundas. A perder a Catalina. Terror al propio miedo. Miedo al propio terror.


(Continuará)

miércoles, 10 de agosto de 2016

La Baronesa (VII)

No podía sospechar lo que me había caído encima, para bien y para mal, todo hay que decirlo. Teníamos una conversación pendiente y a continuación otras muchas. Aún no sabía ni cómo se llamaba, aunque me importaba un pito, la verdad, no así la razón que la había llevado hasta el tren. Si el tal Alphonse había decidido usarla como espía, estábamos perdidas las dos. Aunque a alguien con esa pinta, desvalida y hambrienta, ni yo le encargaría algo como eso. Lo que provocaba, en todo caso, eran ganas de invitarla a un bocadillo, arrojarle unas monedas o una mirada de lástima. Y muy despistada tenía que estar en caso de que fuese una ladrona; desde luego, si lo que pretendía era robar algo, conmigo iba lista.
Me volví y allí estaba, enmarcada por el dintel, sin atreverse a entrar en aquel tugurio asfixiante con olor a pies y a picadura, borroso por el humo, donde no había ni un solo asiento libre. Pero estábamos delgadas: en el mío, estrechándonos un poco, podíamos caber las dos. Fue entonces cuando, detrás de ella, abriéndose paso entre el gentío del pasillo, una avalancha de risas, colorines, pelos rubios y largas piernas se abalanzó sobre Catalina y se la llevó por delante como un trofeo. Me apetecía tanto como ametrallarme una teta, aún así me levanté para ir en su busca porque, y hasta años después no pude explicármelo, acababa de convertirme en su mentora.
Alguien se la echó a los hombros evitando así que la arrollasen las decenas de pies que iban y venían buscando espacio donde asentar las posaderas. Veía la coronilla negra y rizada de Catalina dando tumbos en zigzag hasta que llegó al compartimentos 26, el penúltimo. En cuanto asomé la cabeza, me acogió un coro de voces dulcemente desabridas que nosotras bautizaríamos después como Les blondes. De hecho, así es como mi compañera se refería al grupo y esa fue la primera palabra francesa que aprendí.
Ils sont arrivés./ Se tenant par la main,/ l’air émerveillé/ de deux chérubins/ portant le soleil./ Ils ont demandé/ d’une voix tranquille/ un toit pour s’aimer/ au cour de la ville,/ et je me rappelle/ qu’ils sont regardé/ d’un air attendri/ la chambre d’hôtel,/ au papier jauni/ et quand j’ai fermé/ la porte sur eux/ y avait tant de soleil/ au fond de leurs yeux/ que ça m’a fait mal.
Dos tocaban la guitarra y todas cantaban a grito pelado. Me extrañó la sonrisa cómplice de Catalina cuando me senté a los pies de las chicas junto a ella. Resultó que comprendía la letra. “Es una canción pecaminosa, cuenta la historia de dos amantes que se acuestan juntos y el sol les castiga dejándolos ciegos.” Todavía no he podido entenderlo, pero después tuve  que escuchar la canción cientos de veces hasta caer en la cuenta de que lo que decía era otra cosa. Claro que en aquel instante, atónita como estaba yendo de sorpresa en sorpresa, me traía al fresco lo que podía significar.
-¿Sabes francés?
-Claro, soy de Guinea.
-¿Y dónde está eso?
-En España, creo que cae por el sur.
-¡Ah!
Jamás habíamos visto aquellos pelos tan rubios. Todavía no aparecían más que en el cine y al cine habíamos ido más bien poco. Catalina nunca, yo solo a ver producto nacional, que era el que traían a mi pueblo, en blanco y negro y rebanado por la censura.
-¿Cómo os llamáis? –La que preguntaba era madrileña. Había otra española, del norte, asturiana o santanderina si no recuerdo mal.
-¿Os gusta la música española?
-A mí sí, el flamenco.
-Nosotras la odiamos, es más chic la chanson française.
 -No pensamos volver nunca, allí nos aburrimos como ostras.
-¿Dónde vivís? ¿Conoces la calle Goya, cerca del Retiro? Allí están mis padres, en París aún no tengo casa fija.
Catalina bajó la cabeza. Dije que no había pisado Madrid, tampoco había visto el mar.
-Pues no sabéis lo que os perdéis.
Eso sí lo sabíamos. Ser como ellas, rubias, desenvueltas, elegantes, viajar por placer, reírse con el estómago lleno, haber aprendido a cantar…
Les acompañábamos como podíamos, yo trataba de imitar a Catalina, que berreaba más que cantaba: «Quand on n’a que l’amour/ pour vivre nos promesses/ sans nulle autre richesse/ que d’y croire toujours./ Quand on n’a que l’amour/ pour meubler de merveilles/ et couvrir de soleil/ la laideur des faubourgs...»
Nos invitaron a sardinas en lata y, de postre, chocolate Chobil con galletas María. Todo un festín para ambas. Ellas se reían todo el rato mirándonos, no sé si por burla o porque les hacíamos gracia. Daba igual. Aquel era el rato más alegre que había pasado en mucho tiempo. Bebimos cerveza –tenía que pegar la boca al gollete de la botella de litro para que pasase aquella masa pastosa–, nos mareamos, intentamos cantar y nos reímos con ellas como locas. Catalina hablaba por las dos, con tanto desparpajo que parecía conocerme de siempre, traducía las frases que podía y así descubrí su incalculable valor como intérprete.
Aunque allí no hacía falta entender el idioma, entre la niebla cervecera sentía las vibrantes cuerdas de la guitarra y me veía envuelta en un halo feliz. Como si vivir consistiese en escuchar esos rasgueos y esas notas, emocionarse entre el humo y las canciones, como si el corazón se pusiese al rojo vivo y el pulso se acelerase con el empuje de las cuerdas invitándonos a empezar una nueva ronda. Otro trago, un pitillo más, el penúltimo.
Al despedirse, la más alta me regaló un pañuelo empapado en perfume. Caminamos hasta el compartimento sorteando rodillas y espaldas; nos sentamos a duras penas, pues los vecinos se habían repantingado a su gusto, y dormimos, por fin, la borrachera, entrelazadas una con otra para no ocupar más que una plaza, la mía, agitadas por nuestras respiraciones, las patadas y codazos mutuos, y los destellos ocasionales que atravesaban el sueño más accidentado y lleno de sobresaltos que he vivido nunca hasta que di a luz.


(Continuará)

viernes, 5 de agosto de 2016

La Baronesa (VI)

Viajar no siempre es bonito. Se disfruta, claro, pero solo si te puedes sentar cómodamente en la butaca frontera a la ventanilla y ver cómo pasan los raíles, la mancha borrosa de los pueblos, picos, riachuelos, nubes, árboles; solo si puedes permitir que el traqueteo te adormezca porque sabes que no hay peligro de que el revisor te sorprenda, abofetee, agarre del pescuezo y arroje a la vía por polizona. No negaré que levantarse del asiento siempre fue un ejercicio doloroso por el poli-piel que se pegaba a mis muslos, que la carbonilla y el humo de los andenes solían provocarme lágrimas, pero en aquel tiempo no sentía nada de eso. No podía verlo, sencillamente. Comparadas con mis vivencias anteriores, esas molestias debían parecerme insignificantes. Es ahora, que sé lo que es llevar una vida confortable,  cuando me doy cuenta de la miseria que suponía viajar de aquel modo, rodeada de papeles grasientos con restos de tortilla de patatas –y envidiando esa tortilla, esa fruta, esas ristras de embutido que transportaban mis convecinos–, con pollos vivos, conejos y hasta algún cordero camuflado en un cesto de mimbre, y las inevitables pulgas, chinches, moscas procedentes de esos bultos. Nada de esto me importaba aquel día. Me acurruqué mirando a la lejanía (y a mi propio horizonte) de frente, dispuesta a aceptar cualquier pirueta que el destino tuviera a bien brindarme, presintiendo que había puesto rumbo a una juventud, la mía, que parecía aguardarme en París. Un pedazo de carbón tibio, como los que alimentaban el tren o sacaba mi madre del hogar antes de ponerse al rojo, empezaba a calentarme el pecho. El futuro, la vida, tenían que ser bellos ahora, pues a mí me temblaban los párpados y el corazón se me encogía mirando aquellas briznas de algodón rojizo agitarse sobre el azul de las cordilleras o las motas blancas sobre un tapiz verdoso que, entornando los párpados, igual podían ser flores en el césped que ovejas pastando al fondo del paisaje.
Los del diván de enfrente eran tres hombres con boina, enormes orejas y un indudable aire de familia. ¿Padre, hijo y abuelo? Del zurrón del más viejo sobresalía una cresta. Roja pero inmóvil. Imaginé ahí dentro al gallo dormido. Los tres me observaban con fijeza excesiva. Me levanté. Había una fila enorme delante del cuarto de baño, muchos abandonaban y se iban al vagón contiguo, se rumoreaba que había una chica escondida allí. Noté un calambre extraño resbalando por mi espalda. Yo era la chica que se escondía dentro de los váteres, aquella intrusa no tenía derecho… Lo peor es que presentía algo raro, el malestar me llegaba hasta las piernas y amenazaba con explotar dentro como un globo que se pincha. Decidí quedarme el tiempo que hiciera falta y cuando todos se fueron llamé:
-Hola. ¿Eres una chica? ¿Te puedo ayudar?
Silencio.
-Ya se han ido todos, estoy sola. No te preocupes.
Escuché un crujido, luego una especie de arcada.
-Pero van a volver enseguida. ¿Qué te pasa? ¿Necesitas algo?
Una voz, como de bebé afónico, dijo:
-¿Quién eres?
-Pues… Me llamo Rosario.
Se produjo un alboroto suave: el grifo chorreante, chasquidos metálicos, algún golpe en la pared; luego el crujir del cerrojo, un lento avance de la puerta hacia dentro y el rostro de la mulata enmarcada por la rendija minúscula.
-¿Tú? ¿Me has seguido?
Paul Gauguin - Arearea
-Iba detrás de Alphonse para buscarte. No quiero volver allí.
Di media vuelta (y tropecé con un cordón suelto) para escapar de una muerte segura. Si la había enviado el tal Alphonse –de cuyo prenom me enteraba entonces–, cumpliría su encargo sin titubeos. Me preguntaba qué espíritu maligno había conseguido empujarme hasta esa puerta, recordaba el gesto de odio de la chica, sus dientes rechinando y reluciendo, las manos aferrándose a mis hombros para arrojarme de aquel otro tren en marcha. Todo sucedía mucho más rápido de lo que tarda en contarse. Cuando vi a la gente avanzando por el pasillo y, en milésimas de segundo, sentí el discreto resbalar del quicio encajándose de nuevo, empecé a comprender que la otra, atrapada y vulnerable, estaba en mis manos y no al revés.
-Necesito hablar con el revisor, mi amiga…
Pero el hombre ya venía hacia mí, tan furioso como era de esperar, rezongando y agitando en mis narices la máquina de picar billetes. Recordé que aún me quedaba dinero, ya más bien poco, y caí en la cuenta de que aquel podía ser el talismán que limaría resquemores y, quizá, hasta abriría alguna puerta. La del váter, en este caso. En un momento, la fiera inventó un cólico inoportuno y yo ¡cómo no! acabé pagando su billete, el recargo y la multa.
Cuando entré en el compartimento, seguida por cinco pares de ojos, ya no era la misma, ese intervalo me había convertido en madre sin comerlo ni beberlo. Y no eran palabras vacías: en lugar de una boca a mi cargo, la mía, ahora tenía dos.

(Continuará)

sábado, 30 de julio de 2016

La Baronesa (V)

Tardé en darme cuenta de que estaba detenida. Me empujaron al fondo de un cuarto donde no había más que una colchoneta sucia. No sabía si alegrarme de no tener compañeros. En el fondo era mejor estar allí sola, pensé, pero el caso que me hicieron duró el tiempo que tardaron en encerrarme. La pared contigua a la ventana daba a una oficina que había entrevisto al pasar donde todo el mundo hablaba a gritos por teléfono. Me había sido imposible entenderme con ellos pues no sabía ni palabra de francés pero estaba convencida de que llamarían a un intérprete. Pasaban las horas y, por muchas patadas que diese a la puerta, nadie se acordaba de darme de comer. Entonces no lo sabía, pero si me consideraban tan insignificante que les daba igual matarme de inanición, les importaba menos que nada cualquier cosa que tuviese que decirles.
Creyeron que estaba dormida, pero yo sé que me había desmayado. Me despertaron a bofetones. alguien me dijo en español que habían llamado a mi familia y yo les creí como me hubiese creído cualquier cosa. Estaba amaneciendo y ni siquiera había visto anochecer. Miré fijamente a la puerta. Temblaba, no sé si de temor o de alivio, esperando ver entrar a mi padre. Pero quien apareció en el marco, con sonrisa desafiante, fue el tirano que me había secuestrado días atrás. Lloré, pataleé, me resistí lo que pude aguantando tirones de brazos y escuchando las risotadas de todos. Luego volví a desmayarme. Lo que vi una semana después fue una habitación muy blanca, un bote de suero sobre mi cabeza y los barrotes de una cama de niquel. Por fin, me habían llevado al hospital.
Tardé varios días en poder tragar algo, pero cuando lo conseguí me atiborré de pollo como una desesperada. El pollo era un artículo de lujo en la España de entonces y yo no lo había probado jamás. La telefonista de aquella institución era hija de inmigrantes españoles. Todas las tardes, cuando acababa su turno, pasaba por allí para asegurarse de que todo iba bien. Por ella supe que habían detenido a mi verdugo, un indeseable al que la policía llevaba tiempo siguiendo la pista. Por lo visto, todo lo escurridizo que había sido hasta entonces se evaporó cuando prestó declaración asegurando que era mi padre. Sus numerosas contradicciones levantaron sospechas y, ante la insistencia de los polis, acabó delatándose solo.
- Tienes que largarte de aquí. Ha asegurado que como te encuentre te mata.
- ¿No está en la cárcel?
- Esa gente tiene amigos en todos los sitios, seguro que le sueltan cualquier día de estos, si no, algún compinche suyo puede hacer lo que le ordene. Y como nadie te va a reclamar, de momento...
Bajó la voz. Se avergonzaba un poco de lo que había dicho, pero yo no echaba de menos a nadie. Le pregunté si era posible que entrasen allá dentro a por mí. Pensaba que no, pero que, una vez en la calle, no debía perder ni un minuto.
- ¿Y adónde voy?
- Dónde quieras, lo más lejos posible.
- ¿A París?
- París sería perfecto. A mí me encantaría vivir allí ,ya ves.
- Pero no conozco a nadie.
- Aquí tampoco. Y los pocos que te conocen mejor que no te vean.
- ¿A que no te atreves a acompañarme?
Me miró como si fuese un bebé.
- ¡Criatura! Yo aquí tengo una vida. 
Con eso lo había dicho todo: ella tenía vida y yo una muerte más que probable. Antes de que me invadiese la angustia intenté convencerme de que sentirse fugitiva con el estómago lleno era un poco mejor que todo lo contrario.
Una semana después, estaba en la calle vestida con la ropa de ella, cargando una mochila llena de todo lo necesario y hasta con algo de dinero en el bolsillo. Me venía grande lo que llevaba puesto pero estaba bastante nuevo, muy limpio y, sobre todo, con aquello no parecía la misma.

Continuará 

jueves, 5 de mayo de 2016

La Baronesa (IV)

La linterna de un ferroviario con visera barría el andén arriba y abajo. Me acuclillé en el mismo borde intentando hacerme pasar por un bulto y, en cuanto el tren se retiró y tuve espacio para hacerlo, me deslicé por las baldosas mojadas, salté a las vías y me mantuve pegada al hueco del resalte sin perder de vista lo que ocurría por encima de mi cabeza, hasta que me pareció que no había peligro. Al rato, me acerqué al cristal de la oficina donde la luz del farol más cercano me desveló un bulto oscuro adormilado sobre el jergón del fondo. Aún así no las tenía todas conmigo. Caminé con la espalda en la pared hasta llegar a la sala de espera, luego empujé un portalón y salí a una explanada solitaria. O no tanto. Me inquietaba que alguno de los cuatro o cinco coches dispersos por el recinto ocultasen a Dios sabe quién.
Notaba la piel pringosa. Debía oler tan mal como los cubos de basura arrinconados contra la tapia de la derecha. Me pareció nauseabundo aquel sitio, pero como era el refugio más seguro que podía encontrar por el momento, me abrí paso entre recipientes de zinc que me llegaban al hombro y aparecí en el callejón, empedrado y rodeado por tres o cuatro puertas tapiadas, donde me pareció estar a salvo por fin. Pasé toda la noche tiritando de frío y aguantando un asco feroz, pero conseguí apartar el miedo y hasta echar algún sueño de más de diez minutos.
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No dormir es bueno, proporciona tiempo extra para pensar en lo que importa. Y en aquel momento solo podía pensar en comida, o en hambre, que para el caso es lo mismo. Siempre creí que era el hambre lo que me había expulsado de mi pueblo, pero hambre, lo que se dice hambre –ahora lo sabía– no había pasado nunca. Era escasez, no hambre, lo que me transformó, de la niña dócil que había sido, en la muchacha resentida, malhablada y soberbia que salió de allí sin mirar atrás, hambre lo que me provocaba un continuo estado de nervios y me impulsó a hacer lo que fuera para que cambiase algo. Confieso que en algún momento de furia, influenciada por las películas de gánsteres que veía de gorra en el casino del pueblo, llegué a considerar el asesinato, un crimen perfecto que me proporcionase una vida digna. Pero no conseguía encontrar la relación entre eliminar a alguien –el dueño de las fincas que cultivaba mi padre, el casero, algún director de banco que imaginaba con puro y chistera– y la consecución de un bienestar que creía merecer más que mis convecinos y, por supuesto, más que el resto de mi familia.
El hambre es un ratón que primero se acurruca en tu estómago, hace chillar a tus tripas y luego se revuelve provocando dolor y rabia. Pero eso no es nada: el tiempo va pasando y empiezas a sentir debilidad, te duele la cabeza, los hombros, se te aflojan las piernas, sueñas con manjares de aromas exquisitos que humean sobre fuentes enormes. Y esa fase todavía es tolerable, lo malo viene horas más tarde, cuando dejas de soñar, no sientes la cabeza y las extremidades se han convertido en unos trapos lacios que no te responderían suponiendo que quisieras moverte. Pero tu voluntad se evaporado, ahora todo se reduce a un sopor continuo unido a una fuerte punzada en la boca del estómago, como si el ratón se entretuviese en arrancarte las tripas.
Me encontraron así, casi inconsciente, al alba, cuando los barrenderos entraron a llevarse los desperdicios del día anterior.
(Continuará)