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lunes, 6 de febrero de 2023

A solas (Relato egocéntrico)




El Reflejo del Cuerpo - Tom Araya (2005) . Técnica mixta


Se acababa de cortar la melena según la última moda, con flequillo y a capas, algunos mechones se le escapaban de la coronilla y saltaban por su cuenta cada vez que apresuraba el paso. La escuela universitaria estaba a un tiro de piedra, en la estrecha calle paralela a Santa Engracia, solo tenía que doblar la esquina y recorrer apenas una manzana de edificios. Estaba decidiendo de qué se compraría el bocata para tomar a la hora del recreo, le apetecían unos calamares fritos pero se enfriaban enseguida y así, blandos, resultaban incomibles. Su amiga Fuencisla tenía permiso para llegar más tarde, quizá podría llevárselos ella si le llegaba el mensaje a tiempo. No era agradable que no les dejasen salir en toda la mañana, pero los padres así lo habían decidido en la última reunión y no había nada más que hablar. No veía el momento de ser adulta, una señora con hijos que trabaja y es independiente como la madre de... Entonces la vio. Estaban frente a frente, a solo un par de metros y ninguna podía creerse lo que estaba pasando. 

- ¿Rebeca?

- ¡Oh, dios mío. ¿Eres tú? Quiero decir: soy.

- Esto no puede ser verdad, estoy soñando.

- Rebe, escúchame, no creo que esto sea un sueño, las dos estamos despiertas, mejor dicho, yo lo estoy... No sé, creo que estoy sufriendo un espejismo.

- ¿Estoy loca? ¿Cómo si no puedo hablar conmigo misma?

- Yo estoy loca, puedo imaginarte porque ya te conozco. Tú a mí, en cambio no, sé que no existes y estoy hablando contigo. Es preocupante esto.

- Cuando he salido de casa todo el mundo dormía, ayer tuve una bronca con Maribel porque no quiero que se ponga mis camisas, mamá...

- Todo eso no prueba nada, son cosas que recuerdo perfectamente porque las he vivido antes.

- ¿Cuántos años tengo?

- Fácil, diecisiete.

- ¿Y tú?

- Lo siento, no soy capaz de recordarlo.

- ¿Ves? El espejismo eres tú, no yo. ¿Cómo te vas a acordar de lo que pasó hace mil años y no de lo que estás viviendo ahora mismo?

- Es extraño, sí, pero puedo asegurarte que la real soy yo, me debo haber dado un golpe en la cabeza.

- Yo, en cambio, estoy empezando a creérmelo.

- ¡Claro! Porque eres joven y crédula, cuando llegues a mi edad…

- ¡Vaya! ¿Conmigo presumes de sabihonda?

- Conmigo misma, en realidad. Estoy haciendo recuento de mi vida, no creo que esté hablando con nadie.

- Muy bien. Ahora mira a tu alrededor.

- ¡Madre mía! Ha desaparecido la calle.

- ¿Ves? Alguien nos ha subido a una nube para que podamos hablar tranquilamente.

- Recuerdo esos pantalones, también el corte de pelo, en cambio la camiseta...

- Nos tocó en la feria, en una tómbola, y en cuanto me la encuentro planchada me la pongo. ¿Cómo puedes no acordarte con lo que me gusta y lo bien que me sienta?

- Creo que recuerdo algo.

- ¿Engordaste?

- Puede...

- Vamos, ¿dejaste de ponértela porque no te valía o fue por otra cosa?

- Fue por eso, pero también se estropeó.

- ¿Algún sabotaje?

- Para nada, nuestros hermanos no son tan malvados como piensas.

- ¡Venga! ¿Me lo vas a contar o no?

- Ahora estoy sintiendo una especie de amnesia.

- ¡Venga ya! Antes no mentías tan descaradamente.

- Es cierto, Rebe. Se me ha borrado todo lo que ha pasado hasta hoy, es decir, hasta el preciso día que tú estás viviendo. Pero recuerdo lo de la camiseta.

- ¿Qué pasó con ella?

- La quemaste, con la plancha.

- ¡Ah! Jaja, esa fue otra, una con rayas naranjas que nos regaló Alejandro. Va a ser verdad que no te acuerdas.

- ¿Alejandro?

. ¡Claro! Mi novio. ¿Por qué pones esa cara? ¿Tampoco te acuerdas de él?

- Tengo una vaga idea de su cara, pero el nombre...

- Una vaga idea dice, pues sí que me he vuelto pedante. Entonces ya no estás con él, deduzco. ¿Ves? Yo también se hablar bien cuando me pongo.

- Rebe, créeme. No puedo contarte nada, aunque me gustaría. Algo se ha borrado en mi cabeza.

- ¿Algo?

- Más bien todo, es como si me hubiesen pasado una esponja.

- ¿No me puedes decir si te has casado, si tienes niños, a qué te dedicas? Sería estupendo saberlo.

- Yo creo que no, la naturaleza es sabia, no estamos aquí para que yo desvele tu futuro, debe de haber otra razón.

- Por lo menos sé qué aspecto voy a tener.

- O no. Todo depende de la vida que lleves.

- ¿Sabes qué te digo? No molas nada y no quiero convertirme en esto.

- Crees que lo sabes todo, ¿verdad?

- Creo que sé lo que sé.

- No lo sabes, solo lo supones. Fíate menos de ti y todavía menos de los que intentan convencerte de algo.

- ¿Te refieres a la gente de mi edad?

- Básicamente.

- Pero sí me tengo que fiar de los mayores, empezando por ti, o sea por mí cuando tenga tus años. Mira, te has vuelto tan rancia como todos y tengo claro que no quiero parecerme a lo que estoy viendo.

- Pues no hagas caso de lo que te digo y lo conseguirás. Aunque no respondo de tu futuro.

- Tú no eres quién...

- Pero, Rebe ¿te estás oyendo? Si yo no soy quién ¿alguna vez vas a escuchar a alguien sensato? ¿No eres capaz de hacer caso ni a ti misma?

- ¿Me estás llamando niñata?

- Me lo estoy llamando a la que era yo a tu edad. ¿Algún problema?

- Al menos dime cuántos años tienes.

- Te he contestado que no tengo ni idea. ¿Me vas a insultar por eso?

- Este encuentro debe significar algo.

- Sí, y creo que entiendo de qué va: estoy aquí para advertirte. La vida te ha dado esta oportunidad y deberías agradecérselo.

- Ya lo pillo. No nos hemos conocido para que sepa cómo va a ser mi futuro sino para que tú me des la turra.

- Exacto. 

- Pues ¡venga! Estoy dispuesta a escucharte.

- Ya lo he hecho, no me queda nada por decir.

- ¿De verdad? ¿Qué pasa? ¿Adónde vas ahora? Joder, estoy aquí parada hablando sola y el semáforo ya se ha puesto en verde. Esta mañana no quiero hablar con nadie, será mejor que me compre el bocadillo yo misma.

sábado, 18 de julio de 2020

La Bertiada (Novela por entregas) - Episodio IV

(Ver lo publicado anteriormente)

En los diez o doce metros que me separan de la pista transportadora, intento aplacar esta tensión. Los sensores no deberían detectarla, ignoro lo que puede ocurrir en ese caso y eso significa que no sé nada de nada, o lo que es lo mismo, soy una moribunda. Desde luego, no auguraría nada bueno ni para él ni para mí. Él por la audacia de hablarme, yo por mostrarme receptiva a sus palabras.

Sé que este contacto no es personal sino político: por algún motivo, él ha supuesto que su mensaje no caerá en saco roto. Y creo que ha sido así, no por la persona elegida –tanto da quién sea, yo o cualquier otro– sino por la elección cuidadosa de los significantes. Ahora que has completado la frase, sé lo que quieres decir y, como cualquiera que haya nacido en este siglo, comprendo que tienes razón, que habría que hacer algo aunque siempre con muchísima cautela. Yo, desde luego, no me siento capaz, nunca he sido una heroína, solo una profesional común y corriente, madre de familia y esposa, aunque estos dos últimos roles los ejerzo cada vez menos. Ya hemos procreado en la cantidad y calidad esperadas, después educamos a nuestros hijos para que se integren, convenientemente adiestrados, en esa sociedad que los espera. A partir de ahí, cada uno tiene que ir por su lado, mantener un contacto mucho menos estrecho. Son las normas.
Si el hombre de la sonrisa espera una respuesta por mi parte, acabará decepcionándose y eligiendo a cualquier otro. Lo habrá intentado más veces, unos habrán aceptado el reto y otros, como yo, se habrán mantenido a distancia. Supongo que será el reclutador de alguna célula revolucionaria. Son cosas que se comentan, incluso hay películas sobre esos seres misteriosos que siempre acaban derrotados. Fantaseo con esta idea, que me parece seductora y estimulante, hasta que estoy sentada en mi puesto. Ahora que las yemas de mis dedos han de pulsar las teclas y mi pupila concentrarse en la pantalla tengo que dejar mi mente en blanco, enviar mis sensaciones al rincón más alejado de mi consciencia. Sin entender muy bien por qué, no me cabe duda de que sería peligroso que me delatase ante los algoritmos.
A la hora de la Convivencia observo a mis compañeros. Se comportan como siempre, su estado de ánimo es plano, nunca son efusivos, no expresan alegría, enfado, dolor, ni siquiera aburrimiento. Un día tras otro, escucho los mismos comentarios, jamás están en desacuerdo, parecen ciborgs y quizá lo sean. Pienso que, junto a mi familia y al Controlador-Que-Me-Sonrió-Una-Sola-Vez, puedo ser uno de los últimos humanos de este mundo, entonces experimento un vértigo salvaje que oscila entre el gozo y el pánico.
Luego viajo y viajo, sobre todo con la mente. Vuelvo a casa, procuro dejar activos el menor número de sensores posible, prescindir de esas bebidas homologadas que tanto influyen en mi estado de ánimo, de lociones y colirios, que aparecen en la Plataforma de Acceso por gentileza de algunas empresas sin que nadie los haya encargado, seleccionar mejor los alimentos. Y, lo más importante, requiero la presencia de mi hijo. “Mira chaval, si no te dan tiempo suficiente para llevar a cabo lo que te piden, protesta, pero tienes que ver a tu madre, con la que vives, al menos un rato todos los días”. Va a ser difícil lograr mi propósito: esta generación no tiene idea de lo que significa protestar, están absolutamente entregados al Sistema. Pero puedo provocar ese instinto, latente en la especie y que no puede haber desaparecido tan pronto, instalándole en el conflicto: yo exijo una cosa y tus superiores la contraria, a alguno de los dos has de oponerte, y una vez hayas aprendido cómo se hace, ya solo tienes que elegir. No lo va a tener fácil, pero entiendo que eso es educar. Me doy cuenta también de que, a mi modo y aunque él nunca llegue a saberlo, estoy reaccionando al mensaje de Sonrisa Única. Y que esto es solo el comienzo, porque Jaime y Medea no se van a librar tan fácilmente de mí. Ese Gran Propósito, quienquiera que sea, va a tener que pelear duramente si de verdad pretende separar a mi familia. Por mi parte, no tengo ninguna intención de rendirme.

3

Este sol deslumbrante no ilumina nada. Voy y vuelvo del trabajo bajo su foco, dejándome inundar –¡qué remedio!–  por las imágenes que emite el mono-tranvía, por la publicidad animada que nos rodea, por la omnipresente música ambiental. El martilleo de las sienes es tan rutinario que apenas lo noto, incluso, y a pesar de él, siento alegría porque ayer conseguí que Tarsi bajase a verme. ¿Cuánto hacía que no nos veíamos? Calculo que unos tres meses y me asombro, casi me asusto, al comprobar que han pasado sin apenas darme cuenta y que mientras tanto el chico ha dado un buen estirón.
Solo al comprender lo preocupada que estaba accedió a abandonar un rato la tarea. Cenamos juntos anoche, me explicó sus éxitos con mucho más detalle que lo hace a través de la Luna-Exprés. Lo noté algo pálido, pero saludable y muy contento, incluso se dejó abrazar.
-Estás rara, madre –repetía.
-Mmm, es que te echo de menos.
-¿Por qué? Nos vemos todos los días. Es normal que tenga más responsabilidades y esté más atareado que cuando era pequeño.
Verse a través de una pantalla no es lo mismo que compartir espacio, lo pienso y estoy a punto de callármelo. No querría discutir con él.
-Tarsi, eres muy joven para decidir por ti mismo lo que es normal y lo que no, –bajé la voz– para hacerlo se necesitan referencias. A mí, que soy más vieja, verte cada día a través de una pantalla no me parece tan lógico. Tenemos que reunirnos cada noche  diez minutos como mínimo. También podríamos salir de vez en cuando a divertirnos, ¿te apetece?
Se ruboriza:
-Ya soy mayor, madre.
Lo encuentro tan reacio que ni me atrevo a plantear el asunto de su padre y su hermana. Si consigo establecer esa rutina de diez, veinte minutos, ya tendré tiempo de insistir.
Y otra vez estoy en la cola.

-Soy yo, ¿me reconoces?

(Continuará)

miércoles, 8 de julio de 2020

Y entonces dejó de llover (Relato apocalíptico)




Lo primero que echamos en falta fue el maná, esos panecillos crujientes, con un regusto dulce, que caían en láminas finas al amanecer y en el ocaso. Los propietarios de aquellos enormes depósitos que los acumulaban y conservaban  calientes para luego distribuirlos a precio de oro se arruinaron y, a su vez, tuvieron que pagar por el alimento.
Después, se secó el agua de los depósitos, mirábamos al cielo pero no volvió a caer ni una gota. Agonizámos junto a los acaudalados constructores de las cisternas, que no solo habían perdido la fortuna acumulada a costa de nuestra sed, sino que se arrastraban junto a nosotros por los caminos arañando el suelo desesperadamente.
Perdimos también el sol. La tierra se volvió lóbrega y fría. Se secaron los mares y los ríos. Nadie volvió a percibir un céntimo por el consumo de rayos solares, ni por permitir fletar un barco, nadar por placer o refrescarse.
Nos aventurábamos por aquel desierto oscuro, bajo la amenaza de los traficantes de cuerpos, siempre en busca de un hierbajo o un charco conservado entre las rocas, disputándoselo a los animales que, mucho más perspicaces que nosotros, nos guiaban hasta ellos y, carentes de armamento, eran ajusticiados por cientos de rifles, cuchillos y hasta piedras. Nos habíamos convertido en fieras salvajes los escasos supervivientes. Estábamos aniquilando vacas y gaviotas, los únicos seres civilizados que habían logrado sobrevivir. No hubo resurrección posible, el mundo había llegado a su fin y los charlatanes que auguraban este desenlace desde hacía decenas de siglos, no se percataron de las verdaderas señales y sucumbieron como todos. Ni uno solo de ellos quedó en pie para contarlo, permanecemos sepultados todos los seres humanos del primero al último. Yo mismo, a pesar de mi vocación de testigo, fui derribado por la hambruna y no soy más que un mero concepto o, si lo prefieren, un cadáver con conciencia.

viernes, 12 de junio de 2020

La Bertiada (Novela por entregas) - Episodio III

Aprovecho esos minutos para programar el Suministrador de Alimentos instalado en mi Luna-Exprés. En eso de preparar los menús, el chico es más eficiente que nosotros. Pero es que antes no era así, había cocinas y almacenes donde íbamos a hacer la compra. Hace años de esto, mis hijos no ha llegado a conocerlo, pero para alguien de mi edad resulta difícil acostumbrarse. Recuerdo también que las familias eran más variadas, no estaba reglamentado el número de hijos ni su sexo. Nosotras fuimos tres chicas, en cambio ahora es obligatorio parir al cincuenta por ciento. En poco tiempo, el número de mujeres y hombres será exactamente el mismo.
Me siento bien porque ahora todo empieza a cobrar sentido, pero cuando llego al vestíbulo me espera una sorpresa inquietante. El joven controlador no está en su puesto, su lugar lo ocupa una mujer que me observa con atención. Pero esos ojos, incluso esa mirada, son los mismos de antes, aunque trasplantados a un rostro femenino y bastante más maduro que el otro. Estoy desvariando. Puede que tenga que pasar por el Revisor de Emociones, más conocido como loquero. O pedir unos días de descanso para restaurar mis circuitos. Sé que es una forma de hablar, que el lenguaje de las máquinas invade nuestro vocabulario, pero sigo obsesionada con el asunto de la mujer ciborg –o sea, yo– que no se reconoce a sí misma. ¿Será esto posible? ¿Estaré perdiendo la razón?
Mientras pulso la Luna-Exprés para regular la temperatura y el alimento antes de llegar a casa, pienso en la penumbra que me espera, en los asientos mullidos, los Conectores de Entretenimiento. Necesitaría descansar durante meses. Será fácil, pues voy a pasar sola muchos días. Jaime se ha enrolado en una exploración científica por los desiertos del sur y cuando vuelva dedicará una semana a impartir conferencias por toda la región central, a Tarsi no lo veré tampoco: su Escuela le ha encargado un proyecto y tiene que encerrarse en su estudio vigilado a distancia por un Asistente Pedagógico. Ninguno de los dos me preocupa, sé que a su modo son felices. Pero pienso en Medea y en ese ensimismamiento tan extraño. Aunque estos tiempos son raros para todos los que pasamos de los treinta. Me dicen que hoy día a los jóvenes les suele pasar esto, tienen que madurar, emanciparse en cuerpo y mente, pensar en su futuro, adquirir otra perspectiva, que su familia de origen debe quedar atrás cuando se está a punto de formar una nueva y comienza una etapa laboral brillante. Pero me importa un bledo lo que hagan los demás jóvenes, si lo tolero no es porque sea costumbre sino porque ella lo quiere así. Si es que interviene su voluntad y no está manipulada por alguna autoridad o abducida por una máquina. Ya sé que estoy pasada de moda, intento ajustarme a estos tiempos pero es un hecho que me vienen un poco grandes.



2

Ha amanecido un día tibio, brumoso, sin ese sol cayendo siempre a plomo que te amartilla el cerebro. Me siento descansada, como si hubiera dormido varios días. Veo en la Luna-Exprés la cara de mi hijo que come y bebe antes de seguir trabajando, me habla de perfiles y de áreas coloreadas que comprendo vagamente. Vuelvo a pensar en el Controlador de mi Unidad. ¿Habrá vuelto a su puesto de trabajo o le seguirá reemplazando aquella mujer? ¿No serán ambos la misma persona bajo aspectos tan distintos? Hay algo detrás de esas mejillas que transpira complicidad.
Se me acelera el corazón cuando me incorporo a la fila. Al principio, no me atrevo más que a mirar de reojo. Allí está. El hombre de la sonrisa no es muy alto, tiene las mejillas un poco hundidas y el pelo gris oscuro debajo de la gorra reglamentaria. Me siento halagada cuando noto –gracias a un parpadeo acelerado, al iris que se desplaza insistentemente hacia el borde del ojo–  que está pendiente de mí, que aguarda quizá con impaciencia los dos segundos que estaremos a menos de un metro de distancia. Apenas llego a  su altura, me fijo en su boca. Tiene un rictus severo y no habla hasta que  nos separan escasos centímetros, yo de perfil, él susurrando entre dientes.
Dice:
-Solo está vivo el que sabe.
Pero este hombre es un fenómeno. La frase de ahora enlaza con la anterior.
¿Cómo se llamará este individuo de ojos azul marino y mirada de hielo? Ya no quiero que sea un ciborg, confiaría más si se tratase de una persona cabal, fuera del alcance de programadores poco escrupulosos. El espíritu de un mortal siempre es único, mientras que en la mente de un humanoide hurga mucha gente, y siempre hay intereses políticos.

(Continuará)

sábado, 30 de mayo de 2020

La Bertiada (Novela por entregas) - Episodio II



Está instalado bajo el Arco de Partículas Sensibles y tengo que pasar por su lado todas las mañanas. Lo que empezó siendo una simple mueca se convirtió en sonrisa, cada vez más amplia, que ahora acompaña con frases cortas, contundentes. Me mira con simpatía, sus ojos son francos, no parece que esté intentando seducirme, yo diría que le han infundido poderes y conoce mi estado de ánimo, incluso mis pensamientos y hasta mi historia. Es como si leyese dentro de mí. En mi juventud me hubiese asustado, pero hoy día es imposible sustraerse a los avances de la técnica y, de todas formas, hay que verlo como una garantía de seguridad. Los ciborgs son nuestra mayor protección y, en este caso, espero que lo sea, pero no puedo distinguirlo de un hombre común. Se me ocurre a veces si no seré uno de ellos, así como toda mi familia. ¿Cómo saber si eres un humano genuino cuando te consta que a ellos les injertan la memoria de un muerto y se sienten tan personas como tú? Solo hay una prueba irrefutable, nunca podremos competir con ellos en velocidad y exactitud. Por eso es un alivio comprobar que me equivoco y que para realizar cualquier operación sigo necesitando la ayuda de las máquinas. A no ser…
A no ser que hayan simulado en mí un cerebro imperfecto, pero no tendría sentido. ¿Para qué querrían un ciborg que no funcione como tal? Puede que necesiten autómatas que les obedezcan ciegamente para ejecutar sus planes más aberrantes. Pero me estoy yendo por las ramas y mi capacidad crítica parece en plena forma. Eso me tranquiliza. Creo que la nube que había en mi cabeza está a punto de empezar a disolverse, y admito que no pensaría como pienso si me hubiese convertido en un No-Humano.



No olvido aquella advertencia. ¿De verdad hemos muerto todos? El ente con aspecto varonil que controla los resortes de seguridad de los accesos al edificio no puede estar trastornado. Ni mentirme. Su ética e inteligencia están fuera de duda, pero ¿a quién obedece? ¿Será un Discrepante? Me han hablado de ellos, pero nunca he conocido a ninguno. No es probable que puedan ocupar un puesto clave, aunque de esa gente se dicen muchas cosas. ¿Será verdad que se adiestran unos a otros para escapar al control del Sistema Único, que son capaces de fingir ser ciborgs auténticos o simplemente personas de confianza? El hombre de la sonrisa ¿habrá boicoteado algún sector de la Filial?
Cada mañana acudo a mi Departamento de la Zona Q, me siento y extraigo miles de datos con la ayuda de tres máquinas.  Todo está bajo control. Frente a mí, una pared metálica va cambiando de color para mejorar mi estado de ánimo, aumentar mi energía o relajarme, dependiendo del momento; la música ambiental anima o calma sin permitir que me desconcentre. Periódicamente, unos brazos metálicos nos acercan la bebida energética y una porción de proteínas vitaminadas. Hacia la mitad de la jornada, las plataformas se mueven y nos van desplazando hacia la zona central. Es el momento de la Convivencia que todos agradecemos, salvo cuando el Director aprovecha la pausa para soltarnos uno de sus discursos. ¿Será un ciborg ese hombre? Con ese aspecto tan descuidado es prácticamente imposible, pero ¿cómo ha podido llegar tan alto un individuo con tan mala presencia? No nos atrevemos a decirlo en voz alta, ni casi a pensarlo, pero las miradas que cruzamos entre nosotros son bastante elocuentes.

(Continuará)

domingo, 24 de mayo de 2020

La Bertiada (Novela por entregas) - Episodio I



1

De un tiempo a esta parte siento que ha cambiado todo. No sé si sentir es la palabra,  un vértigo extraño se ha apoderado de mí y  me empuja cuesta abajo hacia un precipicio sin fondo. Me desperté el día de año nuevo con una resaca terrible, recordaba vagamente la fiesta, pero luego ese recuerdo fue sustituido por otro, que a su vez se fue diluyendo y, día tras día, una escena nueva ocupaba el lugar de la anterior. Ya no estoy segura de nada. ¿Asistí a esa fiesta? ¿Pasé la noche en una cabaña de leñadores, rodeada de jaulas, dando de comer a las chinchillas que un día adornarían el cuello de una mujer sin sentimientos? ¿O ese recuerdo es un castigo a mis exabruptos en las perfomances contra el maltrato animal? ¿Estuve presa el verano pasado? Es todo muy raro, este año se me está yendo de las manos, cada mes es como un volcán más cerca de la erupción que el anterior y solo estamos en abril. Desconfío de mi memoria, esa facultad peligrosa y traicionera que deberíamos erradicar por completo.
Jaime no parece el mismo. Aquella fiesta de fin de año fue una sucesión de escenas sórdidas, fuegos artificiales, una oscuridad tibia en la que brillaban treinta pares de ojos como alfileres de plata, vestidos de noche, champagne y serpentinas, un camarote en la oscuridad con nosotros haciendo el amor al compas del balanceo, o un laboratorio brumoso donde alguien con bata blanca hurga en mi brazo, en la espalda de Jaime, en un tobillo de Medea, y excava bajo nuestras pieles.
Medea ya no me reconoce, siento su vista resbalar por mi cuerpo como si fuera transparente. Es triste convertirse en Nadie, más aún si es tu propia hija la que se encuentra perdida en su mundo. A cambio, se ha convertido en una triunfadora, la Directora de Convenciones más joven de la historia de su empresa, está a punto de firmar un Contrato Matrimonial con el hijo de un aristócrata, le han implantado mechones de pelo, un iris más azul y brillante, una barbilla nueva, y han estado enredando en su cerebro. Y no es la única: nos ha invadido una fiebre que nos lanza hacia adelante casi a la velocidad de la luz. Mis compañeras del Departamento de Proyectos Estimulantes y su ansia por destacar en el mundo de los negocios, mis padres y esa manía que tienen de acumular cachivaches, Jaime y sus delirantes inventos, esas rayas y puntos que rastrean continuamente el tiempo y el  espacio. Sé que está inquieto, que se empeña en avisarme de algo, pero no le quiero escuchar, ya no sé quién es, ni él ni nadie. No me fío de ellos. Solo puedo acudir a mis recuerdos, volveré a confiar en los demás cuando desenrede por completo esta madeja y mi memoria vuelva a estar tan clara como antes. Puede que alguna vez ocurra. La verdad está aquí dentro, todavía algo borrosa, abriéndose paso como una luciérnaga que aletea indecisa y que por fuerza acabaré atrapando. Entonces se me caerá esta venda en los ojos y sabré quienes somos, qué ha ocurrido en estos meses, quién o qué nos amenaza y qué debo hacer para destruirlo.
-Todos hemos muerto – me susurra el Controlador de la Zona Q.
(Continuará)

miércoles, 29 de abril de 2020

Paisajes del año 3050 (Relato apocalíptico)

Soy Gaia, nieta y abuela del planeta y de todo cuánto contiene. Recuerdo un tiempo, todavía cercano, cuando me poblaban unos fantoches con ínfulas conocidos como hombres. Ellos se denominaban así, fueron quienes pusieron nombre a todo. Tenían cierto encanto, pero no siento nostalgia de ellos. Contemplo a sus nietos, los homínidos del siglo XXII y me siento más que satisfecha. Veo a Grug, a Saf, a Ess y los demás caminando por el borde de los ríos, navegando en balsas construidas con juncos o fabricando sus viviendas con masa vegetal prensada y mi futuro me parece mucho más amable.
Me asfixiaron esos animalillos vocingleros y, aunque sentí verdadera lástima de ellos, no tuve más remedio que vengarme. Sus nietos contemplan perplejos las ruinas que dejaron, no saben qué pensar, las evitan. Ellos no han tenido tiempo aún de transmitir lo que saben, pero entre la civilización y yo me prefieren a mí. Espero que no me defrauden. ¡Aún son tan inocentes!
Forman pequeños grupos que caminan sin cesar, abandonando cada poco tiempo sus construcciones efímeras. Son más bajos de estatura que aquellos, más fornidos, la forma de su cráneo es diferente así como la longitud de sus brazos, tienen los ojos más separados y la nariz más prominente. Se afanan a diario por sacar provecho de las viejas cosechas, matan animales o intentan defenderse de ellos, no han necesitado inventar dioses para explicar nada, pero observan este mundo en ruinas y empiezan a esbozar hipótesis. Son muy prolíficos, siempre van rodeados de niños a los que cuidan con esmero para que no mueran antes que ellos, pero no es tarea fácil en un entorno tan hostil.
Ess exhibe su vientre abultado una vez más. Se siente orgullosa y baila. Tiene un vello rojizo y sedoso, camina muy erguida, segura de que sigue sus pasos la recua de chiquilines de color caramelo que ha ido engendrando desde que es adulta. Lucha cuerpo a cuerpo con animales de su tamaño y huye de los más grandes. Por lo general, no consigue abatirlos, ni ella ni nadie tiene mucho éxito, pero siempre ha salido indemne de la lucha.
De madrugada, les escucho murmurar junto a una hoguera. Hacen planes para viajar cada vez más lejos, están resultando grandes exploradores, solo tienen que aprender a orientarse y, quizá, refinar sus técnicas. Intercambian estrategias para encontrar alimento, comunican sus descubrimientos a los demás, inventan canciones, y algunos las acompañan pateando con gran regocijo de todos. A veces, viéndolos progresar, temo que vuelvan a las andadas. Pero no, estos son distintos, una especie menos soberbia y bastante más pacífica.
Sin embargo, y aún aprobando lo que hacen, no deja de sorprenderme la indiferencia, rayana en el desprecio, con que estos homínidos acogen los restos de la civilización perdida. Evitan los antiguos edificios, convertidos ahora en una pila de cascotes; en general, el urbanismo les parece una trampa, por eso rodean las ciudades y se desparraman por montañas y llanuras, siempre buscando el agua, huyendo de las fieras, persiguiendo bichos pequeños. 
Si me sorprendo es porque aún no me he acostumbrado a esta nueva mentalidad y porque sé que, a poco que indagasen, encontrarían materiales suficientes para progresar con rapidez. Si es que a aquello se le puede llamar progreso, claro. Pero parece que han nacido con una sabiduría nueva, mucho más acorde a nuestras necesidades mutuas, y que no sienten ningún interés por aprovechar esos materiales, aprender viejas técnicas, rastrear el lenguaje de los libros, deducir cómo funcionaban las máquinas. En una palabra, por quitar el óxido a la historia.
Intuyo que esa historia va a empezar de cero, que la herencia dejada por los humanos acabará convertida en polvo y hundida definitivamente, como una capa más de mi epidermis. Pasarán los años y los siglos, el mundo, o sea yo misma, adquirirá una fisonomía distinta a la de ahora. O puede que no. Pero si les da por alterar mi nueva y plácida vida, espero que los cambios sean leves, respetuosos, armónicos y, sobre todo, reversibles.

lunes, 6 de abril de 2020

La espera (Fábula moderna)



Fábula moderna 

Antes de que todo empezase, el Hombre del Sombrero, con el cráneo descubierto porque estaba en su casa, se parapetó tras el Telescopio que era su herramienta de trabajo y reparó en mil detalles a los que no había prestado atención hasta entonces. Vio a un muchacho recortado contra el borde del acantilado contemplando el vacío que parecía a punto de saltar, los peces del lago se perseguían formando círculos concéntricos, una familia de cinco miembros recién llegada a la ciudad se había parado en una esquina y todos observaban el tráfico con aire pensativo y perplejo, dos sombras alargadas se balanceaban al otro lado de un cristal roto, una madre caminaba con su hijo de la mano secándose las lágirimas, dos individuos de colmillo afilado. habían armado un tenderete que ofrecía grandes ganancias a cambio de una módica suma, a la puerta del mercado un campesino montado en un asno ofrecía a precio de oro verduras y conservas, una bandada de cuervos rasgaban una tela a picotazos en lo alto de una cornisa, un alud bajaba de la montaña, golpes de viento levantaban remolinos en la plaza del mercado, un ciervo se arrastraba sangrando por el borde de la carretera. Aquella era una pequeña porción de terreno, pero llena de maldad y dolor.
Desde el pueblo vecino intentaron ayudar pero la maldición no conocía fronteras. A ellos les afectó de otra forma, les dejó inmóviles, paralizados por la angustia. Su férrea voluntad se concentró en evitar esas miserias, pero se sintieron impotentes, y el mismo impulso que les había inducido a moverse acabó por paralizarles. Mujeres con los brazos agarrotados, niños con una pierna detenida en el aire; hasta los perros y las gallinas parecían figuras de barro y no seres de carne y hueso. Mi padre se quedó en el marco de la puerta con los ojos en blanco y un dedo señalando el techo. Entonces era casi un niño y aún no había conocido a mi madre.
El Hombre del Sombrero había sido hasta entonces un científico de poca monta, pero esta vez se puso a trabajar para encontrar un remedio a tanto desbarajuste. Primero recurrió al teléfono, pero estaban cortadas las líneas, Se secó el sudor frío, entró en el laboratorio, machacó unas hierbas con el almirez y le añadió unos polvos verdinegros. Luego subió a su coche lleno de aprensión porque aquel era el día de los disparates y nada parecía funcionar, pero el motor respondió con la rapidez de siempre y pudo recorrer la distancia que le separaba de la ciudad a velocidad de vértigo sin que nadie se lo impidiese. Imaginaba a los policías desmayados sobre sus escritorios, a la población entera sujetando los picaportes de sus casas, con las mandíbulas tensas y la voluntad irrefrenable de arreglar el mundo, paralizados por su propio exceso de energía. Tenia que encontrar a sus colegas, despertarlos a bofetadas si fuera necesario, repartirlos por las calles y los campos e inyectar el remedio a la gente utilizando jeringuillas enormes, expandirlo por los montes para calmar a los animales y estimular las cosechas, aventarlo para suavizar el clima y refrenar las avalanchas.
 El hombre del Sombrero se puso al frente de aquel batallón pacífico, los repartió por el territorio y entre todos dispensaron toneladas de producto. La espera, no obstante, fue larga. Los días se convirtieron en semanas y estas en meses. Bocas abiertas, dedos agarrotados, plantas a punto de germinar que no reaccionaban a la terapia. El combate fue largo y desesperante, pensaron que no lo conseguirían, solo el temple del Hombre del Sombrero les mantuvo unidos y trabajando a pleno rendimiento. Tardaron cien días justos, solo la hibernación que padecieron de forma natural consiguió que aquella multitud no muriera de hambre. Finalmente, muy poco a poco, la vida se fue reanudando hasta alcanzar la normalidad.
Pero el Hombre del Sombrero había desaparecido. Lo buscaron por todos lados y por fin lo encontraron en su casa.sentado, como siempre, detrás de su Telescopio. Al ser interrogado afirmó reiteradamente no haberse enterado de nada.