-Tengo que conseguir ese ascenso.
-¿Otra vez? Siempre estás con lo mismo.
-Siempre no. Una vez al año, que es cuando
se renuevan los cargos y hay oportunidad de escalar puestos.
-Marisa, esa empresa tuya te tiene comida
la moral.
-No sé por qué ahora hacéis piña contra
mí.
Mi sobrina se había sentado encima del
mantel, pellizcaba metódicamente las migas de tarta y se chupaba los dedos
mirándonos, pero nadie tenía ánimos para reírle la gracia.
-Tu hermano, que se queda ahora en paro
con una hija, eso sí debería preocuparte.
-Me preocupa, ya sabes que he hablado con
el director general.
-Y no ha hecho más que darte largas
–intervino Diego, de una forma tan desabrida que me sorprendió. No era propio
de él.
-Tú ya has trabajado allí, te conocen,
tienes buena reputación en la empresa.
-Pero me fui, y eso no me lo perdonan.
-¿Y a mí? ¿Me perdonan algo?
-Marisa, tienes que reconocer que eres muy
arisca. Dice Diego que te apartas al menos contacto, que nunca les ríes las
gracias.
-Tampoco él le reía las gracias a nadie.
Martita había encontrado un amigo. Jugaban
a subirse encima de un perro enorme de cartón piedra que ocupaba media terraza.
Mi hermano se repantingó un poco más en la butaca, entrecerró los ojos y asumió
el mando.
-Mira a tu hija. Está en la espalda de
Paquito, como resbale se mata.
Feli dejó la taza, se pasó la servilleta
por los labios y salió a escape hacia la puerta con los brazos extendidos.
-Esta vez no tienes razón, Marisa.
Reconoce que no puedes quejarte: tienes un trabajo fijo, un sueldo para ti sola,
nada de compromisos familiares, el futuro asegurado, vives bien, puedes viajar…
-Sí. ¡Qué suerte! Tengo una licenciatura,
dos másteres que la empresa nunca se molestó en abonarme, y ¿qué hago? Recortar
cupones y archivar.
-Pero ¿qué te cuesta sonreír un poco? Solo
tienes que tener mano izquierda, seguirles la corriente de vez en cuando.
-Tú tampoco lo hacías cuando trabajábamos
juntos.
-Pero es que yo…
-Tú ¿qué? ¿Me aconsejas que pierda la
dignidad solo por ser mujer? La verdad, no esperaba eso de ti.
-Perder la dignidad no, Marisa. Solo
tienes que hacer lo que hacen todas.
Miré hacia la barandilla, las primeras
luces de la noche iban brotando allá abajo. Junto al toldo, Feli también miraba el horizonte sujetando a
Marta por los hombros mientras charlaba con la madre de Paquito. Hacía lo que
hacen todas, ocuparse de sus hijos mientras el marido apura el último chupito y
añade unos gramos a su más que regular barriga.
-¿Qué es lo que hacen todas? ¿Dejar que el
rijoso del jefe se pegue al respaldo de la silla y les sobe el pelo lo que le
dé la gana? ¿Aplaudir las tonterías de Agustín? No me puedo creer que digas
eso.
-Y yo no me podía creer que pegases esos
respingos cada vez que se acercaba un compañero. Si lo sigues haciendo, no me
extraña…
-¿Qué insinúas?
-Tú siempre has sido cariñosa, no
entiendo…
-Contigo que eres mi hermano, no te
fastidia.
Feli volvía con la niña en brazos. Noté entre
sus hombros una curva suave, su sonrisa tenía un rictus de cansancio.
-¿Ya estáis discutiendo otra vez? ¿Es que
no os puedo dejar solos?
-Tu marido, que me quiere convertir en el
juguete oficial de la empresa.
-Venga, no exageres, Diego quiere lo mejor
para ti. Pero ya se sabe, si somos mujeres y queremos llegar a algo…
Entonces comprendí por qué Diego se
enfurece cuando Feli habla de buscar trabajo, por qué se ha resignado a que desde el martes en su casa no vuelva a entrar un céntimo, más aún, por qué están tan dispuestos
a ser mantenidos por mis padres en caso de que les cierren todas las puertas.
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