Mucho antes de encargarme, mi madre ya
tenía claro que debía nacer una niña. Lo más natural, pensaba ella, es que
dentro de una crezca aquello en lo que piensa, que espera con ansia y necesita
más que el aire. Por entonces no se estilaba aquello de visualizar los
deseos, pero lo que ella puso en práctica era una versión muy personal de
lo mismo. A fuerza de comprar mantillas rosas, gorros repletos de lazos y
botitas bordadas con mimosas, de decorar la habitación en tonos malva y saturar
las paredes de Alicias, Reinas de Corazones y Conejos presurosos, fue una clara
precursora del pensamiento positivo, aunque ella jamás llegue a sospecharlo.
Imagínense el berrinche la primera vez que
me puso un pañal. Hasta ese momento ni se le había ocurrido preguntar por mi
sexo, mientras no se demostró lo contrario -día y medio después de mi
nacimiento- yo fui para ella la hija que siempre había querido. Tenía muy claro
que no se había embarazado para que le pusieran en los brazos a un chico, y
desde que se convenció de que el próximo intento también podía frustrarse ni
siquiera le pasó por la cabeza tener otro.
Lo peor del caso es que ya tenía pensado
el nombre y, tozuda como es, se mantuvo en sus trece por encima de burlas y advertencias.
Mamá había pensado poner a su hija, a esa niña que no quiso nacer, el bello
nombre de Ana. Ustedes cámbienle el género y observen en qué se convierte.
El primero en negarse fue el funcionario
del registro. A ese le convenció el guasón de mi tío materno cursando una
petición en la que afirmaba tener un antepasado finlandés cuya sustanciosa herencia
quedaría sin efecto si yo no llevaba su nombre. Parece que coló y, tres meses
más tarde, lo que no era más que un apelativo familiar se convirtió en mi
nombre oficial y con él se me identificó en todos los documentos.
Mi padre jamás se enteró de los motivos
para que un nombre como Ano fuese admitido como patronímico por las muy
competentes autoridades civiles. Mi padre tenía a nuestros representantes en muy alto concepto.
También hubo problemas para inscribirme en
el colegio, en el club deportivo y hasta en las listas de invitados a los
cumpleaños de mis compañeros de clase.
Todos querían pegarme por llevar el nombre
de Ano.
Para complicar más la cosa, ellos me
llamaban Cara-Culo.
Joan Miró |
Los profesores decidieron referirse a mí
como Anito cada que vez que pasaban lista, y castigaban al que hicise eco
(-ito, -ito) bajándole un punto en el examen.
Mamá nunca se enteró de nada de esto, pero
tampoco lo hubiese creído. ¿Para qué molestarse en convencerla de algo que, ya
de antemano, no le cabía en la cabeza?
Entonces, y sin previo aviso, me hice
mayor.
Tras la fiesta de graduación, en la que
fui encargado del discurso de despedida (“Cara-Culo rebota, pelota Cara-Culo”), pasé
el verano practicando navegación a vela. Allí fue donde se produjo el gran
estirón, ni yo me reconocía cuando entré en la universidad dos meses más tarde.
Las chicas de mi clase parecían casi adultas, eran a cual más guapa y me
sonreían sin intención de burlarse. Antes, tuve la precaución de inscribirme
como Anetto (“familia italiana”, alegué) y a nadie pareció sorprenderle.
Pero los documentos seguían acusándome, y
si no le ponía remedio lo harían por siempre jamás. Desde luego, nada de
echarse novia, ¿cómo explicarle una cosa así a una de aquellas bellezas?
Fue entonces cuando se me ocurrió cambiar
de sexo. Pero tenía que hacerlo a mi modo. Nada de operarse. Estoy contento con
mi cuerpo. (¡Cuidado, Anito! Te delata la desinencia masculina. Tienes que
estar contenta. Tu cerebro es de
mujer, pero no quieres dar el paso. Por ahora, siempre por ahora, tú no te
mojes. Así que has decidido llamarte Ana). Naturalmente, soy lesbiana, estaría
bueno renunciar a las mujeres, ¡si todo lo que estoy haciendo es por ellas! (Bien sabes que no te sobra ni falta nada, que estás muy bien cómo estás. Repásalo otra vez, debes ir muy seguro: tengo
un cerebro femenino, soy lesbiana, por ahora no pienso operarme).
Y todo esto en secreto (que no se entere
mi madre). Dicho así, parece enrevesado pero yo lo encontraba sencillísimo.
De todas formas, antes de meterme en ese embrollo decidí solicitarlo sin más. El tipo de la ventanilla no esbozó ni una
mueca, desde que tenía cuerpo de hombre nadie se burlaba de mí. Me miró con
sorpresa y algo de lástima, hizo un par de anotaciones e indicó que volviese a
la semana.
-¿Para qué?
-Hasta entonces los documentos no estarán
listos, pásese por aquí el próximo martes.
-Así que ¿van a atender mi petición?
-Naturalmente. Cuando un nombre tiene
carácter denigrante u ofensivo se modifica automáticamente. Tiene que anotar en
este recuadro cómo se quiere llamar a partir de ahora.
Quiero llamarme Alfonso.
Pensándolo mejor, ¿para qué cambiar el nombre
que tuvo tan ilusionada a mamá? Acabará enterándose tarde o temprano y no la
quiero matar del disgusto. Mi novia… que se acostumbre, puede que tampoco a mí
me guste el suyo y no tendré más remedio que aguantarme.
Ya no quiero cambiar nada. La verdad es
que me he sentido especial toda la vida. Nadie, nunca, tendrá la suerte de
llamarse como yo.
-Espere –le digo al funcionario- ¿y si
renuncio al cambio?
-No creo que se lo permitan, un nombre así
suele ser fuente de conflictos.
-Pues llevamos veinte años juntos y todavía
no he tenido ninguno.
-¿Está seguro? Si es así, ¿por qué había
pensado en cambiárselo?
Ahora estoy empeñado en seguir llamándome
Ano. Pediré ayuda al Defensor del Pueblo, al Tribunal de la Haya o adónde sea
necesario, y si deniegan mi petición recurriré las veces que haga falta. El
secreto está en no rendirse: tarde o temprano encontraré a alguien que me
entienda, tampoco es tan difícil ponerse en mi lugar.
Qué bueno. Delicioso relato, lleno de ironía y sutilizas. tan bien escrito que me das envidia. Eres una narradora requetebuena.
ResponderEliminarLo leí con una sonrisa que a veces se hacía tan amplia que se me achinaban los ojos. ¿Cara culo?
Una vez conocí a un niño menudo, menudo y tímido, de pelo ralo y cabecita pequeña que se llamba León.
Y a un perro salchicha al que llamaban Antonio, y siempre que su dueño lo llamaba, contestaba mi vecino que compartía nombre con el chucho. No veas que cabreos agarraba por la coincidencia.
Pero Ano se lleva la palma.
Gracias por este buen rato.
Un beso,
Gracias, gracias. Me encanta que me suban la moral literaria, algo indispensable para seguir en la brecha como todos los creadores sabemos.
ResponderEliminarDisfruté mucho con tu último post, como siempre, incluso hice un comentario jugando con la idea de "una imagen vale más que mil palabras" y multiplicando tus fotos por mil. Pero ha debido borrarse.
Oye, tendrías que hacer algo con esa anécdota del perro salchicha con nombre de vecino: un fotomontaje, un relato o las dos cosas, ¿no crees?
Un beso