Total, no me iba a aclarar nada
esa tarde. El ambiente empezaba a oler a ceniza, la penumbra era gris y el
rostro de mi abuela terroso. Me exprimí las meninges pensando a quién podía
convencer para dar una vuelta cuando todos mis amigos habían subido a esquiar.
-Como no te has salido con la
tuya quieres irte, mira a ver si encuentras algún chalao que quiera destapar…
-… la caja de los truenos.
–Terminé yo. Esa frase estaba en un cuento que me solías leer por las noches.
Me rasqué la escayola, sabía
que no iba a aliviarme el picor del
brazo pero el simple gesto servía para tranquilizarme. Algo así pasaba
con mi abuela, no iba a sacarle nada, al menos de momento, pero no podía evitar
intentarlo.
-Mira, sí, me voy a dar una
vuelta. Tengo que comprar algunas cosas y a lo mejor me meto en el cine, pero
no puedo entender que, sabiendo como sabes, que guardas un secreto familiar
maravilloso vayas a dejar que se olvide. A mí casi me parece un delito.
-Maravilloso, un cuerno. –Las
facciones se le desencajaron un poco, ahora le temblaba la mandíbula – No todos
los secretos son una maravilla. Tú te derrites por las historias, es una manía
que tienes, pero no siempre hay que destaparlo todo, hay cosas…
Diario
de Dora
Edward Hopper - Casa junto a la vía del tren (1925) |
El tío Blas andaba siempre cavilando y revolviendo papeles como tú. Tenía un amigo, Ernesto Aldana, que iba con él a todas partes. Chismorreaban en sordina, todo parecía extrañarles. Llegué a pensar que los chicos mayores eran como ellos. Pero cuando tu abuelo apareció… Voy a parar aquí, me conozco y sé que estoy a punto de irme por las ramas.
Ha
pasado una semana y tú me sigues agobiando con preguntas. Intento zafarme e
insistes. Como me acorralas y no te sirve de nada, acabas de salir haciendo
temblar el dintel y hasta la pared que lo sostiene.
Querría
explicártelo, pero no ahora, espero que algún día leas esto. Sé que eran tres.
Aldana, tu tío y un muchacho francés que se hospedaba en la pensión de allá
arriba, donde se alojan a los esquiadores que vienen de Valgrama. O puede que
cuatro: a veces les acompañaba una chica. Se habían obsesionado con una quimera
pretendían conseguir lo imposible.
Intenté no exagerar el portazo.
¿Qué habría podido decirle? Imposible darle la razón: solo nos hace daño lo que
es demasiado reciente. Aunque –me daba cuenta –para ella aquello había ocurrido
ayer, y lo seguiría teniendo muy presente mientras continuase entre nosotros.
No pensaba bajar al pueblo. Me
entretuve recogiendo piedras por el camino que lleva al Cerro Chato. El sol
empezaba a ocultarse tras las siluetas pedregosas de la cumbre mientras una
bruma helada se deslizaba por mi espalda. A la abuela no se le podía sacar ni
una palabra, mi bobo interrogatorio solo serviría para ensombrecer nuestra
convivencia. ¿Qué estaba haciendo? Algo tan torpe y absurdo como llenarme los
bolsillos de piedras para ascender por terreno empinado, como emprender aquella
marcha dejando que la noche invernal me sorprendiera en medio del monte, solo,
sin olfato para orientarme y con un simple chubasquero de plástico encima.
Sospechaba que había ido allí
para descargar la rabia que sentía. Pero al volverme y ver los tejados
agrisándose a mis pies, lo que descargué fue el peso que llevaba, arrojándolo
sobre el pueblo cada vez más borroso o apuntando a los abedules que relucían
aún en el margen del río.
Se
les había metido en la cabeza encontrar un ejemplar de la colección de diez
objetos que un explorador belga habría obtenido del hechicero de una tribu
africana y que estarían ocultos en los templos más oscuros y apartados de los
cinco continentes. Repasando claves secretas insertadas en textos de la época.
con la complicidad de un amigo erudito, encontraron alguna pista. Fue eso lo
que les condujo al desastre.
Tenían
que viajar a Japón, escalar la pared norte de un templo cuyo nombre y ubicación
conocían solo de forma aproximada. En las páginas que pude leer antes de
arrojarlas al fuego, Ernesto explicaba cómo iban rastreando briznas de
información con paciencia infinita, consultando mapas, descifrando códigos a
base de operar con números para acabar convirtiéndolos en letras. Aquel objeto
tan codiciado se encontraría a solo tres palmos del tejado, detrás de un
ladrillo hueco que uno de los constructores había embadurnado con pez.
Esa noche la abuela me esperaba
con un puchero de gachas preparadas con hígado de cerdo y harina de almortas.
Mientras comíamos, con una locuacidad algo impostada, me habló de su juventud,
de las eternas tardes veraniegas bordando tras los cristales del mirador con el
resol que reverberaba sobre el cristal y se posaba en el bastidor con tanta
intensidad que podía acabar mareando. Lo curioso fue que, con cualquier excusa,
me remitía al segundo cajón de su cómoda. Según creí entender, es allí es donde
guardaba los paños bordados, las enaguas de encaje y los peinadores que durante
un tiempo ocultaron los misteriosos escritos enviados por Blas desde
Japón.
(Continuará)
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