He debido caer a un pozo muy hondo, floto de cara a un agujero azulado y al
otro lado no veo más que niebla. Transitan
por ella unos bultos negros parecidos a cucarachas flotantes. Se balancean y
giran a mi alrededor como si yo fuese el eje de una noria. Me mareo. O ellas
bailan. En un lienzo emborronado levito, entonces se paran y explotan en medio
de un charco de luz.
No sé si me he desmayado o estoy borracha otra vez. Esta tarde hacía ir y
venir a los barcos al compás de mis pensamientos. Después… No recuerdo más. Es
de noche y solo tengo poder sobre los reflejos de la luna en las nubes, pero mi
cabeza se ha vaciado y solo veo cucarachas.
Estas de ahora son bichos aéreos que chocan entre sí como los coches de las
ferias. Nunca he visto nada parecido, solo conocía cucarachas corrientes como
las que correteaban en el patinillo de Henriette y se esfumaban entre los
resquicios de las baldosas cuando te acercabas con la linterna.
Salvador Dalí - La verdad te hará libre |
Jamás me he olvidado de ella ni de cómo huimos Rosario y yo dejándola a
merced de aquel borracho, ni de su piel como el verdín, la grisura de sus
ojeras, aquellas horquillas mal ajustadas –pues en medio de tanta miseria hasta
peinarse parecía frívolo–. Fue mucho más tarde cuando empecé a calibrar el
alcance de su generosidad y su resignada sumisión. Nunca dudé de que volvería y
lo hice. La vivienda permanecía en pie, pero tan derrengada como lo estuvo en
tiempos su inquilina. No me pudo extrañar que hubiese muerto, fue aquella
soledad llegándome en oleadas lo que por poco consigue derrumbarme. Ya no
quedaban niños. Ni alegría. En cambio el hambre, contumaz, continuaba allí cercando al tercer heredero. Más bien a lo que quedaba de él: un despojo de veinticinco
años, con la misma expresión desencajada de entonces, que me podía recordar a
duras penas. Aunque en la época no midiese más de medio metro, tenía grabado a
fuego aquel día: Henriette abortó horas más tarde pero aún llegó a parir otros
dos. De todos ellos, no quedaban ya más que una niña algo más pequeña que
Pierre, que estudiaba enfermería de balde en una institución religiosa, y Armand,
mi preferido, que volaba por ahí en su camión y del que se me habían borrado
los rasgos. Los refresqué mirando la fotografía familiar, exigida por el
gobierno en su día para justificar el número de niños, que Pierre había pegado
con cinta adhesiva al cristal de su mesilla de noche.
Estaba allí, de visita, con mi hija alojada en el vientre y una recién
estrenada sensación de libertad tras haber conseguido dar esquinazo al déspota.
Pierre parecía sinceramente emocionado dentro de su piel transparente por las penurias.
Se esforzó por agasajarme, avergonzado ante tanta carencia, y yo, más abochornada
aún por lo que podría considerar petulancia mía, no se me ocurrió nada mejor
que llevármelo a comer a una brasserie
recién inaugurada. Él se subió dócilmente al deportivo como si fuese lo más
natural. Ya en la carretera, con el viento colmándonos de euforia, anuncié que
le compraría todo el género que pudiese proporcionarme. Me pareció la mejor
manera de ayudar a aquel chico, siempre podría deshacerme del bulto arrojándolo
a los contenedores que se alineaban en la pared trasera de mi hotel. Ni pensar
en colocárselo a alguno de los amigotes de Tristán y sacar mis buenas ganancias,
me hubiera arriesgado a que el otro recuperase la pista con lo mucho que me
había costado disolverme.
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