Me llamo Oro
y al principio me dedicaba a combatir plagas. Me adiestró mi patrón y pronto
destaqué entre mis compañeros, no solo porque cumplía al pie de la letra sus
instrucciones sino, principalmente, por mi extraordinaria iniciativa. Me
especialicé en ratas, cucarachas y hormigas ya que tenía interés en fundar mi
propia empresa, pero nunca dejé de aprender. Mientras regentaba ORO S.U.,
asistía como oyente a la facultad de química, cuyas enseñanzas absorbía con
entusiasmo frenético. Tanto éxito alcancé que, una década más tarde, no solo
poseía una fortuna considerable, además había conseguido crear un tejido tan
transparente como el cristal.
Con él me
fabriqué una segunda piel, intervalo que aproveché para sospesar el uso al que
sería destinada. Piel de oso, la llamé, mientras estudiaba sus posibilidades
y limitaciones, que las tenía, evidentemente. Enfundándome en ella comprobé lo
que ya sospechaba: las hendiduras para ojos y boca eran perfectamente
apreciables. Pero ¿quién se iba a fijar en tres pequeñas manchas circulando por
el aire. Cualquiera las hubiera confundido con extraños seres voladores
surcando el aire en formación triangular. Había otro pequeño inconveniente, el
traje debía estar inmaculado, de lo que contrario se hubiese materializado ante
la vista de la gente.
Dejé mi
tesoro empresarial al cuidado de mis colaboradores más fieles y me concentré en
el nuevo proyecto. Los trajes de faena, que como no podía ser de otra manera me
sentaban como un guante, estaban listos en sus perchas y había llegado el
momento de probarlos. La primera vez que salí con uno puesto encontré nuevos
inconvenientes. Tenía que utilizar el transporte público, mejor dicho, el
metro, colándome por debajo de los torniquetes y solo a las horas de poquísima
afluencia. Los autobuses estaban descartados y conducir no era viable ya que un
coche sin conductor hubiese llamado la atención enseguida. Atravesar una calle
con semáforo era casi imposible, así como caminar por una acera concurrida.
Había que evitar cuidadosamente cualquier posibilidad de chocar con alguien,
convertirse en un escurridizo felino y moverse con la mayor agilidad.
Antes de
enviar mi modesta colección de mensajes publicitarios a una serie de sujetos cuidadosamente
seleccionados, dediqué el mayor tiempo posible a ponerme en forma. Tablas de
gimnasia, centenares de largos en la piscina e interminables vueltas a una de mis fincas. Una vez finalizados los trabajos preparatorios, me concentré en la
búsqueda de clientes.
De la media
docena de ofertas recibidas, solo dos obtuvieron respuesta. Personalidades solventes y
extraordinariamente discretas que, según averiguaron mis confidentes, sentían
la acuciante necesidad de deshacerse de una o más personas. El texto que
redacté con el fin de captarlos no informaba de mis métodos ni desvelaba mi
verdadera identidad, solo contenía información sobre mis servicios
(envío de bombas por correo, veneno, incendio de hogares, etc.) todo muy limpio, nada que me
manchase las manos ni tuviese que efectuar directamente. Como es lógico, Piel
de oso fue mi marca no registrada, siendo la silueta del animal el anagrama
que escogí e incluso diseñé personalmente.
El dueño de
un restaurante poco concurrido quería deshacerse de tres competidores nada
menos, la segundona de un gran imperio familiar suplicaba que me deshiciera de su
hermano. Decidí que no iba a aceptar la avaricia como motivación de mis
encargos pues, además de dejar un rastro demasiado evidente, repugnaba mis
convicciones éticas. Al fin y al cabo, yo no vivía de aquello sino de ORO S.U.,
que seguía marchando viento en popa. Aquella afición mía no era más que la
forma de satisfacer mis inquietudes artísticas. Mis honorarios astronómicos equivalían
al precio estimado por cualquier tasador competente que valorase un producto
único, perfectamente ejecutado y acabado, una auténtica obra maestra.
Me encontraba
en una nueva fase. Defraudado por mi clientela potencial, valoraba la
posibilidad de cambiar de estrategia, renunciar a tanta discreción y darme a
conocer a un público más amplio. Soy persona de extremos. Si lo hacía, había
que hacerlo a lo grande: contraté una doble página en la prensa dominical de
todo un mes.
Después de tres
semanas, he recibido una respuesta. Los empleados de una próspera entidad
requieren mis servicios para eliminar a su jefe y convertirse en los dueños del
negocio. La marca en cuestión no es otra que ORO S.U. y la persona de quien
quieren deshacerse soy yo mismo. Mejor dicho, yo misma. En realidad me llamo
Coro, la C se cayó sola al principio de los tiempos y siempre he vestido ropa
de hombre. Estoy pensando en enfundarme uno de mis trajes de faena y esfumarme a toda velocidad.
Si emigro a otro país, podría iniciar una nueva vida, aprovechar mi condición
de mujer, que aquí casi nadie conoce. Con ropa de marca, maquillaje, joyas,
tacones y una larga melena teñida de platino no tendría ni que cambiar de
documentos. Seguiría invirtiendo astutamente para no tener que prescindir de
lujos y ¡quién sabe! es posible que mi
nueva industria sea viable en algún lugar del mundo donde nadie sepa que existo.
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