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domingo, 16 de septiembre de 2018

Mister Bang (Apuntes para un thriller)

Me llamo Oro y al principio me dedicaba a combatir plagas. Me adiestró mi patrón y pronto destaqué entre mis compañeros, no solo porque cumplía al pie de la letra sus instrucciones sino, principalmente, por mi extraordinaria iniciativa. Me especialicé en ratas, cucarachas y hormigas ya que tenía interés en fundar mi propia empresa, pero nunca dejé de aprender. Mientras regentaba ORO S.U., asistía como oyente a la facultad de química, cuyas enseñanzas absorbía con entusiasmo frenético. Tanto éxito alcancé que, una década más tarde, no solo poseía una fortuna considerable, además había conseguido crear un tejido tan transparente como el cristal.
Con él me fabriqué una segunda piel, intervalo que aproveché para sospesar el uso al que sería destinada. Piel de oso, la llamé, mientras estudiaba sus posibilidades y limitaciones, que las tenía, evidentemente. Enfundándome en ella comprobé lo que ya sospechaba: las hendiduras para ojos y boca eran perfectamente apreciables. Pero ¿quién se iba a fijar en tres pequeñas manchas circulando por el aire. Cualquiera las hubiera confundido con extraños seres voladores surcando el aire en formación triangular. Había otro pequeño inconveniente, el traje debía estar inmaculado, de lo que contrario se hubiese materializado ante la vista de la gente.
Dejé mi tesoro empresarial al cuidado de mis colaboradores más fieles y me concentré en el nuevo proyecto. Los trajes de faena, que como no podía ser de otra manera me sentaban como un guante, estaban listos en sus perchas y había llegado el momento de probarlos. La primera vez que salí con uno puesto encontré nuevos inconvenientes. Tenía que utilizar el transporte público, mejor dicho, el metro, colándome por debajo de los torniquetes y solo a las horas de poquísima afluencia. Los autobuses estaban descartados y conducir no era viable ya que un coche sin conductor hubiese llamado la atención enseguida. Atravesar una calle con semáforo era casi imposible, así como caminar por una acera concurrida. Había que evitar cuidadosamente cualquier posibilidad de chocar con alguien, convertirse en un escurridizo felino y moverse con la mayor agilidad.
Antes de enviar mi modesta colección de mensajes publicitarios a una serie de sujetos cuidadosamente seleccionados, dediqué el mayor tiempo posible a ponerme en forma. Tablas de gimnasia, centenares de largos en la piscina e interminables vueltas a una de mis fincas. Una vez finalizados los trabajos preparatorios, me concentré en la búsqueda de clientes.
De la media docena de ofertas recibidas, solo dos obtuvieron respuesta. Personalidades solventes y extraordinariamente discretas que, según averiguaron mis confidentes, sentían la acuciante necesidad de deshacerse de una o más personas. El texto que redacté con el fin de captarlos no informaba de mis métodos ni desvelaba mi verdadera identidad, solo contenía información sobre mis servicios (envío de bombas por correo, veneno, incendio de hogares, etc.) todo muy limpio, nada que me manchase las manos ni tuviese que efectuar directamente. Como es lógico, Piel de oso fue mi marca no registrada, siendo la silueta del animal el anagrama que escogí e incluso diseñé personalmente.
El dueño de un restaurante poco concurrido quería deshacerse de tres competidores nada menos, la segundona de un gran imperio familiar suplicaba que me deshiciera de su hermano. Decidí que no iba a aceptar la avaricia como motivación de mis encargos pues, además de dejar un rastro demasiado evidente, repugnaba mis convicciones éticas. Al fin y al cabo, yo no vivía de aquello sino de ORO S.U., que seguía marchando viento en popa. Aquella afición mía no era más que la forma de satisfacer mis inquietudes artísticas. Mis honorarios astronómicos equivalían al precio estimado por cualquier tasador competente que valorase un producto único, perfectamente ejecutado y acabado, una auténtica obra maestra.
Me encontraba en una nueva fase. Defraudado por mi clientela potencial, valoraba la posibilidad de cambiar de estrategia, renunciar a tanta discreción y darme a conocer a un público más amplio. Soy persona de extremos. Si lo hacía, había que hacerlo a lo grande: contraté una doble página en la prensa dominical de todo un mes.
Después de tres semanas, he recibido una respuesta. Los empleados de una próspera entidad requieren mis servicios para eliminar a su jefe y convertirse en los dueños del negocio. La marca en cuestión no es otra que ORO S.U. y la persona de quien quieren deshacerse soy yo mismo. Mejor dicho, yo misma. En realidad me llamo Coro, la C se cayó sola al principio de los tiempos y siempre he vestido ropa de hombre. Estoy pensando en enfundarme uno de mis trajes de faena y esfumarme a toda velocidad. Si emigro a otro país, podría iniciar una nueva vida, aprovechar mi condición de mujer, que aquí casi nadie conoce. Con ropa de marca, maquillaje, joyas, tacones y una larga melena teñida de platino no tendría ni que cambiar de documentos. Seguiría invirtiendo astutamente para no tener que prescindir de lujos y ¡quién sabe!  es posible que mi nueva industria sea viable en algún lugar del mundo donde nadie sepa que existo.

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