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martes, 18 de abril de 2017

La Baronesa (XIV)

He debido caer a un pozo muy hondo, floto de cara a un agujero azulado y al otro lado no veo  más que niebla. Transitan por ella unos bultos negros parecidos a cucarachas flotantes. Se balancean y giran a mi alrededor como si yo fuese el eje de una noria. Me mareo. O ellas bailan. En un lienzo emborronado levito, entonces se paran y explotan en medio de un charco de luz.
No sé si me he desmayado o estoy borracha otra vez. Esta tarde hacía ir y venir a los barcos al compás de mis pensamientos. Después… No recuerdo más. Es de noche y solo tengo poder sobre los reflejos de la luna en las nubes, pero mi cabeza se ha vaciado y solo veo cucarachas.
Estas de ahora son bichos aéreos que chocan entre sí como los coches de las ferias. Nunca he visto nada parecido, solo conocía cucarachas corrientes como las que correteaban en el patinillo de Henriette y se esfumaban entre los resquicios de las baldosas cuando te acercabas con la linterna.
Salvador Dalí - La verdad te hará libre
Jamás me he olvidado de ella ni de cómo huimos Rosario y yo dejándola a merced de aquel borracho, ni de su piel como el verdín, la grisura de sus ojeras, aquellas horquillas mal ajustadas –pues en medio de tanta miseria hasta peinarse parecía frívolo–. Fue mucho más tarde cuando empecé a calibrar el alcance de su generosidad y su resignada sumisión. Nunca dudé de que volvería y lo hice. La vivienda permanecía en pie, pero tan derrengada como lo estuvo en tiempos su inquilina. No me pudo extrañar que hubiese muerto, fue aquella soledad llegándome en oleadas lo que por poco consigue derrumbarme. Ya no quedaban niños. Ni alegría. En cambio el hambre, contumaz, continuaba allí cercando al tercer heredero. Más bien a lo que quedaba de él: un despojo de veinticinco años, con la misma expresión desencajada de entonces, que me podía recordar a duras penas. Aunque en la época no midiese más de medio metro, tenía grabado a fuego aquel día: Henriette abortó horas más tarde pero aún llegó a parir otros dos. De todos ellos, no quedaban ya más que una niña algo más pequeña que Pierre, que estudiaba enfermería de balde en una institución religiosa, y Armand, mi preferido, que volaba por ahí en su camión y del que se me habían borrado los rasgos. Los refresqué mirando la fotografía familiar, exigida por el gobierno en su día para justificar el número de niños, que Pierre había pegado con cinta adhesiva al cristal de su mesilla de noche.
Estaba allí, de visita, con mi hija alojada en el vientre y una recién estrenada sensación de libertad tras haber conseguido dar esquinazo al déspota. Pierre parecía sinceramente emocionado dentro de su piel transparente por las penurias. Se esforzó por agasajarme, avergonzado ante tanta carencia, y yo, más abochornada aún por lo que podría considerar petulancia mía, no se me ocurrió nada mejor que llevármelo a comer a una brasserie recién inaugurada. Él se subió dócilmente al deportivo como si fuese lo más natural. Ya en la carretera, con el viento colmándonos de euforia, anuncié que le compraría todo el género que pudiese proporcionarme. Me pareció la mejor manera de ayudar a aquel chico, siempre podría deshacerme del bulto arrojándolo a los contenedores que se alineaban en la pared trasera de mi hotel. Ni pensar en colocárselo a alguno de los amigotes de Tristán y sacar mis buenas ganancias, me hubiera arriesgado a que el otro recuperase la pista con lo mucho que me había costado disolverme.

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