¿Se puede amar a un niño antes de conocerlo por el mero hecho de ser su
madre? ¿Se le puede amar, incluso, cuando te consta que no lo conocerás nunca?
José Domínguez Álvarez - Sin título |
Nunca sabré si esto es amor. Una insatisfacción constante, seguro que sí.
Herida que no cicatriza, ansia insaciable de comerse el mundo, palmo tras
palmo, o de desmenuzarlo entre las uñas hasta encontrar lo que se anhela. Que
no es poco: dos muchachos y una jovencita que llevan mis genes y los de un blanco
sinvergüenza.
Nos casamos un día cualquiera a las seis de la mañana en una ermita perdida
en la campiña. Bruno lo arregló todo y luego se desentendió. Con mi porvenir en
manos de aquel mocoso, de pronto me sentí huérfana y ese desamparo no era un
buen combustible para encender la llama. Todo iba de mal en peor: ahora que se
le habían cedido los derechos sobre mí, sustituyó los celos malsanos por un
desprecio total a mi persona. Se creía todopoderoso, sensación que iba en
aumento cuanto más se incrementaba su dominio. Con el dinero que obtuvo para
comprar una casa, pequeña pero bien situada, alquiló un cochambroso apartamento
en un barrio de mala muerte y el resto se lo gastó en juergas. Al principio las
celebraba allí mismo, pero hasta sus visitas consideraban desastroso el cuartucho
que hacía de salón y, sobre todo, les molestaba mi presencia. No es que él se
olvidase de mantenerme a buen recaudo detrás del cerrojo más firme,
pero no podía impedir que me pusiese a llorar a gritos.
José Domínguez Álvarez - Casaria e figuras de um sonho |
Se las había arreglado para vivir como un señor sin tener que dar palo al
agua. A base de trampas, claro. Prometiendo jugosos sobornos, repartió entre
los encargados de los establecimientos las tareas de vigilancia, gerencia y
administración que le había adjudicado su padre en atención a sus
responsabilidades recientes. Me consta que los seis, aparte de su sueldo
oficial, esperaban sacar un buen pico por encargarse de todo manteniendo en
secreto que Tristán no pisaba la tienda. Por algo era yo la que tenía que
revisar los libros de contabilidad, las entradas y salidas de género, los
honorarios del personal, los seguros sociales y todo lo habido y por haber. De
esta forma, Tristán –sin ningún esfuerzo– fue mi segunda escuela (o mi segunda
experiencia autodidacta), siguiendo, a su manera, el modelo paterno. La principal
diferencia entre las dos no estribaba en los contenidos –humanísticos primero,
comerciales después– sino en la angustia que ahora me atenazaba ante la posibilidad
de cometer un error. Y comprobar que estuviese todo bien cuadrado no era lo más
importante: una vez al mes, había que escurrir
(era su expresión favorita) una cifra con muchos ceros que acabarían cayendo en
sus mangas.
También hay que contar con que no siempre tenía tiempo para sumergirme
entre papeles; solo podía trabajar a gusto si mi marido se iba a jugar a la
taberna, cuando volvía –borracho y habiéndolo perdido todo– se despatarraba molido
en el catre y había que atenderlo. Atenderlo y recibir las consecuencias de su
furia. Me pregunto si fue Bruno el que siempre se negó a volver a verme o era
cosa de Tristán con el fin de ocultar mis moretones.
(Continuará)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Explícate: