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lunes, 25 de diciembre de 2017

La joya de la familia (Relato enigmático) (II)

Total, no me iba a aclarar nada esa tarde. El ambiente empezaba a oler a ceniza, la penumbra era gris y el rostro de mi abuela terroso. Me exprimí las meninges pensando a quién podía convencer para dar una vuelta cuando todos mis amigos habían subido a esquiar.
-Como no te has salido con la tuya quieres irte, mira a ver si encuentras algún chalao que quiera destapar…
-… la caja de los truenos. –Terminé yo. Esa frase estaba en un cuento que me solías leer por las noches.
Me rasqué la escayola, sabía que no iba a aliviarme el picor del  brazo pero el simple gesto servía para tranquilizarme. Algo así pasaba con mi abuela, no iba a sacarle nada, al menos de momento, pero no podía evitar intentarlo.
-Mira, sí, me voy a dar una vuelta. Tengo que comprar algunas cosas y a lo mejor me meto en el cine, pero no puedo entender que, sabiendo como sabes, que guardas un secreto familiar maravilloso vayas a dejar que se olvide. A mí casi me parece un delito.
-Maravilloso, un cuerno. –Las facciones se le desencajaron un poco, ahora le temblaba la mandíbula – No todos los secretos son una maravilla. Tú te derrites por las historias, es una manía que tienes, pero no siempre hay que destaparlo todo, hay cosas…

Diario de Dora
Edward Hopper - Casa junto a la vía del tren (1925)

El tío Blas andaba siempre cavilando y revolviendo papeles como tú. Tenía un amigo, Ernesto Aldana, que iba con él a todas partes. Chismorreaban en sordina,  todo parecía extrañarles. Llegué a pensar que los chicos mayores eran como ellos. Pero cuando tu abuelo apareció… Voy a parar aquí, me conozco y sé que estoy a punto de irme por las ramas.
Ha pasado una semana y tú me sigues agobiando con preguntas. Intento zafarme e insistes. Como me acorralas y no te sirve de nada, acabas de salir haciendo temblar el dintel y hasta la pared que lo sostiene.
Querría explicártelo, pero no ahora, espero que algún día leas esto. Sé que eran tres. Aldana, tu tío y un muchacho francés que se hospedaba en la pensión de allá arriba, donde se alojan a los esquiadores que vienen de Valgrama. O puede que cuatro: a veces les acompañaba una chica. Se habían obsesionado con una quimera pretendían conseguir lo imposible.

Intenté no exagerar el portazo. ¿Qué habría podido decirle? Imposible darle la razón: solo nos hace daño lo que es demasiado reciente. Aunque –me daba cuenta –para ella aquello había ocurrido ayer, y lo seguiría teniendo muy presente mientras continuase entre nosotros.
No pensaba bajar al pueblo. Me entretuve recogiendo piedras por el camino que lleva al Cerro Chato. El sol empezaba a ocultarse tras las siluetas pedregosas de la cumbre mientras una bruma helada se deslizaba por mi espalda. A la abuela no se le podía sacar ni una palabra, mi bobo interrogatorio solo serviría para ensombrecer nuestra convivencia. ¿Qué estaba haciendo? Algo tan torpe y absurdo como llenarme los bolsillos de piedras para ascender por terreno empinado, como emprender aquella marcha dejando que la noche invernal me sorprendiera en medio del monte, solo, sin olfato para orientarme y con un simple chubasquero de plástico encima.
Sospechaba que había ido allí para descargar la rabia que sentía. Pero al volverme y ver los tejados agrisándose a mis pies, lo que descargué fue el peso que llevaba, arrojándolo sobre el pueblo cada vez más borroso o apuntando a los abedules que relucían aún en el margen del río.

Edward Hopper - Camino en Maine (1914)
Diario de Dora
Se les había metido en la cabeza encontrar un ejemplar de la colección de diez objetos que un explorador belga habría obtenido del hechicero de una tribu africana y que estarían ocultos en los templos más oscuros y apartados de los cinco continentes. Repasando claves secretas insertadas en textos de la época. con la complicidad de un amigo erudito, encontraron alguna pista. Fue eso lo que les condujo al desastre.
Tenían que viajar a Japón, escalar la pared norte de un templo cuyo nombre y ubicación conocían solo de forma aproximada. En las páginas que pude leer antes de arrojarlas al fuego, Ernesto explicaba cómo iban rastreando briznas de información con paciencia infinita, consultando mapas, descifrando códigos a base de operar con números para acabar convirtiéndolos en letras. Aquel objeto tan codiciado se encontraría a solo tres palmos del tejado, detrás de un ladrillo hueco que uno de los constructores había embadurnado con pez.

Esa noche la abuela me esperaba con un puchero de gachas preparadas con hígado de cerdo y harina de almortas. Mientras comíamos, con una locuacidad algo impostada, me habló de su juventud, de las eternas tardes veraniegas bordando tras los cristales del mirador con el resol que reverberaba sobre el cristal y se posaba en el bastidor con tanta intensidad que podía acabar mareando. Lo curioso fue que, con cualquier excusa, me remitía al segundo cajón de su cómoda. Según creí entender, es allí es donde guardaba los paños bordados, las enaguas de encaje y los peinadores que durante un tiempo ocultaron los misteriosos escritos enviados por Blas desde Japón. 


(Continuará)

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