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viernes, 30 de septiembre de 2016

La transición española con cuarenta años de retraso

En 1978, Vizcaíno Casas, autor adepto al franquismo fallecido hace años, escribió una novela –convertida pronto en película– cuyo título, Y al tercer año resucitó, revela, tal como era de esperar, la nostalgia que impulsaba su argumento. No reparó en que la fábula se funda en una falacia, pues no es factible resucitar lo que no está muerto aún.
Franco ha continuado vivo todos estos años –de una forma más real que metafórica, pues todavía quedaban innumerables francos pululando por la política y continuando ladinamente la labor de la dictadura en la sombra, con todos sus vicios concomitantes–. Puede que empezase a agonizar en 2011, que se hallase a las puertas del cementerio cada vez que el rosario de casos de corrupción se alargaba con una cuenta más, pero morir-morir, posiblemente lo haya hecho tras las penúltimas elecciones, las de diciembre de 2015. Y, ahora sí, nos hallamos en plena transición, sufriendo los mil y un traumas que quisimos evitarnos entonces y que, ilusos de nosotros, pensamos haber logrado en un santiamén.
Lo de ahora (y no lo otro) merece el nombre de transición porque, al fin, al ciudadano de a pie –ojo, solo a unos cuantos, tampoco pequemos de optimistas que todavía queda mucho por hacer– se le empieza a caer la venda de los ojos. Lo que urge es desactivar las secuelas que perduran, pero no será fácil, los herederos se resisten a abandonar sus vicios aferrándose al poder y sus prebendas como garrapatas pegajosas. Aún quedan corruptos por retratar, privilegios que abolir y mucho castigo que aplicar sin contemplaciones, con toda la contundencia que exige cada caso.
Los españoles deberíamos reconocer que desde 1975 hasta ayer mismo hemos vivido como alicias-en-el-país-de-las-maravillas, y hay que hacerlo, echar un vistazo a lo que queda al otro lado del espejo, porque sin asumir los fallos pasados no es posible rectificar. Pero sin complacernos en el derrotismo, sobreponiéndonos y adoptando una actitud constructiva, lo que supone buscar soluciones carentes de los lastres del pasado, exigir a nuestros políticos mucho más que hasta ahora, adoptar en nuestra vida cotidiana la misma actitud ética que hace falta en la pública y –algo que quizá seamos incapaces de hacer porque, según parece, no está en nuestro ADN– permanecer alerta, informados y participativos en lugar de adormecernos con cantos de sirena como suele ser nuestra costumbre.
El PP está enfangado en la corrupción, el PSOE se descompone como partido, a la nueva izquierda se le ponen palos en las ruedas para desactivarla, arrancarla de cuajo –mediante el miedo y la calumnia– antes de que llegue a prosperar. Hay que salir de una vez del atolladero en que estamos metidos. Un atolladero que, repito, no es otra cosa que esa transición que teníamos pendiente desde hace una eternidad.

domingo, 25 de septiembre de 2016

La última jugada de Darwin

Creí que lo había matado, pero en la madrugada de ayer le descubrí arrastrándose fuera de la bañera y, a partir de entonces, el pánico se ha adueñado de mis horas. No encontraba la forma de librarme de él. Hace una semana lo partí en dos con un cuchillo de cocina, pero la parte correspondiente a la cabeza no tardó mucho en reproducirse y la otra anduvo dando coletazos sonoros dentro del cubo de basura durante media hora o más. El viernes creí haberlo ahogado colándolo por el sumidero y dejando el chorro correr a toda velocidad, pero tenía que haber girado hasta el tope el grifo del agua caliente, así se hubiese quemado evitándome el desagradable espectáculo. Verle arrastrarse desmañadamente me produjo escalofríos. De ira, de temor, de asco, de rabia. Di media vuelta pensando qué tipo de arma podría usar contra él y me encontré ante la caja de herramientas con un martillo en la mano, sopesando las ventajas de lanzarme sobre aquella forma repugnante con todas las consecuencias. Al fin y al cabo, parecía inofensivo, no le creí capaz de atacar. A no ser que fuera venenoso. Por si acaso, mejor eludir todo contacto directo o indirecto. Guardé de nuevo la herramienta, por precaución, pero también porque me faltaba valor para hacerlo: solo imaginar espachurrada esa viscosidad infecta me producía incontrolables tiritonas ¿Un veneno? ¿Qué podría envenenar a un ser así? ¿Insecticida? ¿Amoníaco? ¿Aspirinas machacadas? Su resistencia era tan evidente que, me temía, cualquier sustancia potencialmente mortal podía convertirle en un bicho más grande, más fuerte, más beligerante. En definitiva, en un auténtico monstruo.
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Jacek Yerka - El placer del dragón (1995)
Pero me estaba comportando como un verdadero ratón, con la colcha levantada hasta la barbilla como si el pobre animal pudiese llegar hasta mi cuarto, subirse a la cama y devorarme. Si lo pensaba bien, no tenía nada que temer. Todavía no era más que una insignificante sabandija de extremos puntiagudos y unos cinco centímetros de largo, que reptaba convulsivamente en los aledaños del inodoro. Pero cuando lo conocí, semanas antes, no medía más que el filo de una uña. No solo había demostrado su capacidad de sobrevivir a cualquiera de mis estratagemas asesinas, además se había robustecido y demostrado una inteligencia fuera de lo común en alguien de sus características.
Sobreponiéndome al asco y los temblores, me levanté y, con los pies embutidos en confortables (y protectoras) zapatillas, entré en el cuarto de baño y encendí la luz. El gusarapo me esperaba frente a la puerta y, aún careciendo de órganos de visión apreciables, parecía mirarme fijamente. Su boca, o lo que fuese, se abría y cerraba espasmódicamente, como si se hubiese puesto a hablar sin voz o tratase de respirar con avidez.
-¿Te estás ahogando? –pregunté, y enseguida caí en la cuenta de que estaba ante una forma de vida tan primitiva que ni siquiera podía comprender sonidos elementales, como hacen, por ejemplo, los perros. Pero antes de abochornarme del todo, de preguntarme si estaría enloqueciendo, Isi se me vino a la cabeza. Era la solución. No tenía más que bajar al jardín.
Lo encontré durmiendo profundamente. ¿Esa es la forma de actuar que tiene un perro guardián en plena noche? Le propiné una patada cariñosa, entreabrió un ojo y lo volvió a cerrar. “Ya sé que eres tú, no tengo de qué preocuparme” parecía darme a entender.
El pez picudo ya no estaba. Lo busqué por todo el cuarto de baño, recorrí el pasillo, encendí la luz del salón, incluso rastreé por debajo de la cama con una linterna de monte. ¿Cómo defenderse de alguien que no da la cara? Ya no me atrevía a cerrar los ojos. Agarré la linterna y salí a dar una vuelta por las apacibles veredas de mi barrio.
Hoy todo está más claro. Mi visitante ha adquirido el tamaño de una anguila –invertebrada y de color acero– y sisea enroscado en el grifo del bidet. Sé que me observa, que intenta hacerse entender. Aún no habla mi idioma pero solo es cuestión de tiempo. Por ahora, he decidido indultarle y espero ansiosamente que vayan pasando los días. Sé que va a desarrollar su inteligencia. Aún no estoy seguro de cuáles son sus intenciones, puede que no tenga nada que temer pero, hasta que podamos comunicarnos, no pienso volver a dormirme.

martes, 20 de septiembre de 2016

Una premonición

Tengo que imaginar un lóbrego túnel cada vez que rememoro aquel dormitorio inmenso. Camas a ambos lados presididas por otra, enorme, oculta tras un muro de cortinas blancas, la de la monja encargada de vigilar nuestro sueño. Yo solía aprovechas sus ronquidos, que escuchaba desde mi cama –la quinta según se entra a la derecha, frente a los ventanales del fondo–, para arrastrarme como una serpiente aunque más atemorizada que un ratón, hacia la cama de Carmela, la sobrina mayor de sor Margarita, nuestra sevillana y septuagenario profesora de español y antigua novia, o amante –según las malas lenguas– de don José María Pemán, el ínclito prócer de las letras españolas si nos atenemos al ideario del régimen.
Carmela me hablaba de su pueblo, tan blanco como si la nieve hubiese cubierto para siempre sus casitas, o así lo imaginaba yo. Ella no había visto nevar hasta que llegó a Madrid, y había que verla, boquiabierta, detrás de los cristales del ropero, siguiendo con la mirada la trayectoria de cada copo, absorta en el manto inmaculado que cubría por entero el jardín. Aquello no solía durar mucho. En cuanto notaba que sus susurros comenzaban a cerrarme los ojos, tenía que pellizcarme las mejillas si quería emprender el viaje de vuelta. Reptaba, una vez más, sobre las losetas heladas del invierno madrileño, con el vientre helándoseme bajo los techos abovedados y altísimos, de aquel recinto inclemente, y las mandíbulas entrechocándose por culpa del pánico.
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Luke Fildes - El médico (1891)
Una noche de febrero me quedé dormida antes de tiempo y no pude visitar a Carmela. Las seis mantas aplastando mi cuerpo adolescente para sustituir la inexistente calefacción fueron, quizá, el motivo de mi pesadilla.
Bajo la lámpara del comedor –con su pantalla de porcelana verde flanqueada por festones puntiagudos– el rostro de mi padre, tan pálido que, se diría, pertenecía a un espectro y no a una persona viva, me sonreía con amor infinito. Elevó la mano como gesto de despedida y, aunque alargué las mías en inútil intento de retenerle a mi lado, se levantó rígido como una tabla, y continuó levitando y desplazándose hacia atrás hasta desparecer filtrándose por los intersticios de alguna fachada cercana, como el cuerpo glorioso que era, en la negrura de la noche.
Desperté a medianoche, con toda la cara empapada y los hombros tableteando sobre el colchón debido a las sacudidas, entre desesperadas y furiosas, de Carmela.
-Perdona, Pili. Gritabas tanto… Pensé que podías despertarla.
Contuvimos la respiración unos segundos, luego nos echamos a reir. Era un alivio escuchar los silbidos de sor Matilde tan fuertes y regulares como siempre.
Pero aquella misma mañana, hacia las siete, cuando acabábamos de asearnos para asistir a la misa diaria, vimos aparecer en la galería, inesperadamente, a sor Isabel, la jefa de estudios. Tintineaba el rosario en su cintura por el galope de los andares.  
Me vi empujada hacia el vestíbulo, donde nos esperaba la superiora. Bajamos la gran escalinata. Frente a la verja, el taxista y la hermana portera entretenían la espera con insustanciales comentarios. Por fin, instaladas ya las tres en los asientos, sor Catalina se fijó en mí.
-Pili, no te asustes. Vas a pasar unos días con tu familia. Nos han avisado esta noche de que papá ha caído en coma, pero no hay que preocuparse, reza mucho a la virgen para que se ponga bien cuando te vea. ¿De acuerdo?
El hilo de voz con que asentí no lo escuché ni yo misma.

sábado, 10 de septiembre de 2016

El clamor de la trompeta (Relato cínico)


El trompetista no dejaba de tocar. En mi oreja. Siempre. Donde iba mi oreja iba él. Se creía Miles Davis y no era más que un chaval sacando ruido de un cacharro herrumbroso de la época de Maricastaña. 
-¡Qué lindo! - suspiraba Mari Ví, que lo había contratado para la fiesta y no cabía en sí de orgullo.
-¿Te ha costado muy caro?
-¿El qué?
-¿Qué va a ser, hija mía? El de la trompeta.
Estiró todavía más su cuello de jirafa (que ella consideraba de cisne).
-No está en venta. Si tenías intención de alquilarlo para algún evento de los tuyos ya estás buscándote a otro. Raul es un amigo y está aquí para hacerme un favor.
Un favor, dice. A ella quizá, con ese mal gusto congénito que tiene, pero a la gente normal nos estaba perforando los tímpanos. Me levanté, con la excusa de servirme más hielo, y al rato lo tenía otra vez junto a mi hombro.
-Ahora sé lo que es sufrir -le susurré a mi vecino de butaca, un calvo rechoncho y sonriente que se inclinó hacia mí sujetándose el pabellón auditivo como si estuviera a punto de despegarse.
Comprendí que estaba sordo. Me desesperé. Si el resto de los asistentes era como este, la única condenada era yo. Me esperaba una noche infernal. Miré a mi alrededor, unos atendían con media sonrisa beatífica, la del resto era más bien siniestra. ¿Estarían planeando cargarse al músico?
Decir músico es una mentira piadosa. Aquellas uñas, largas y negrísimas, su aspecto desharrapado lo decían todo de él.
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Juan Gris - El violín (1916)
Tenía que ocurrírseme algo. Pegué la barbilla al hombro y ahí estaba, soplando sin descanso con los ojos clavados en mi nuca. Quizá se tratase de otra alma herida, hipnotizada por mis encantos, capaz de cualquier cosa con tal de hacerme feliz. Decidí probar suerte, le guiñé un ojo, me levanté de un salto, miré por el rabillo y comprobé que me seguía con el tubo separado ya de la boca. La cosa empezaba a funcionar.
En dos saltos, nos plantamos en el recibidor donde, mirándole de frente, saqué el monedero del bolso.
-¿Cuánto quieres por irte ahora mismo?
No pestañeó.
-Cincuenta euros y los pendientes.
(Mis corazonadas nunca fallan: estaba enamoradísimo).
Puse cara de lástima, le expliqué que tenían un gran valor sentimental insinuando con ello que se trataba de un par de joyas valiosísimas de las que me era imposible desprenderme. Bisutería pura. Los encontré en el jardín jugando con el gato, digo, al gato jugando con ellos, y me parecieron vistosos, originales más que nada, para llevarlos esa noche después de frotarlos con alcohol. Pero no podía subestimar su papel como responsables de aquella pasión repentina.
-Bueno, toma, pero prométeme...
-Seré una tumba, no se preocupe.
Torcía tanto los labios que, de haberlo hecho con los dos lados de la boca, pensaría que estaba sonriendo.
Cuando entré en la sala, todos charlaban sin echarle de menos. Todos menos Mari Vi, que algo debía barruntar porque la encontré acariciando el piano con cara de nostalgia.
-Se encontraba mal, una lipotimia, creo. 
-¿Ya se ha ido? ¡Qué pena! Ahora que lo estábamos pasando tan bien.