sábado, 10 de septiembre de 2016

El clamor de la trompeta (Relato cínico)


El trompetista no dejaba de tocar. En mi oreja. Siempre. Donde iba mi oreja iba él. Se creía Miles Davis y no era más que un chaval sacando ruido de un cacharro herrumbroso de la época de Maricastaña. 
-¡Qué lindo! - suspiraba Mari Ví, que lo había contratado para la fiesta y no cabía en sí de orgullo.
-¿Te ha costado muy caro?
-¿El qué?
-¿Qué va a ser, hija mía? El de la trompeta.
Estiró todavía más su cuello de jirafa (que ella consideraba de cisne).
-No está en venta. Si tenías intención de alquilarlo para algún evento de los tuyos ya estás buscándote a otro. Raul es un amigo y está aquí para hacerme un favor.
Un favor, dice. A ella quizá, con ese mal gusto congénito que tiene, pero a la gente normal nos estaba perforando los tímpanos. Me levanté, con la excusa de servirme más hielo, y al rato lo tenía otra vez junto a mi hombro.
-Ahora sé lo que es sufrir -le susurré a mi vecino de butaca, un calvo rechoncho y sonriente que se inclinó hacia mí sujetándose el pabellón auditivo como si estuviera a punto de despegarse.
Comprendí que estaba sordo. Me desesperé. Si el resto de los asistentes era como este, la única condenada era yo. Me esperaba una noche infernal. Miré a mi alrededor, unos atendían con media sonrisa beatífica, la del resto era más bien siniestra. ¿Estarían planeando cargarse al músico?
Decir músico es una mentira piadosa. Aquellas uñas, largas y negrísimas, su aspecto desharrapado lo decían todo de él.
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Juan Gris - El violín (1916)
Tenía que ocurrírseme algo. Pegué la barbilla al hombro y ahí estaba, soplando sin descanso con los ojos clavados en mi nuca. Quizá se tratase de otra alma herida, hipnotizada por mis encantos, capaz de cualquier cosa con tal de hacerme feliz. Decidí probar suerte, le guiñé un ojo, me levanté de un salto, miré por el rabillo y comprobé que me seguía con el tubo separado ya de la boca. La cosa empezaba a funcionar.
En dos saltos, nos plantamos en el recibidor donde, mirándole de frente, saqué el monedero del bolso.
-¿Cuánto quieres por irte ahora mismo?
No pestañeó.
-Cincuenta euros y los pendientes.
(Mis corazonadas nunca fallan: estaba enamoradísimo).
Puse cara de lástima, le expliqué que tenían un gran valor sentimental insinuando con ello que se trataba de un par de joyas valiosísimas de las que me era imposible desprenderme. Bisutería pura. Los encontré en el jardín jugando con el gato, digo, al gato jugando con ellos, y me parecieron vistosos, originales más que nada, para llevarlos esa noche después de frotarlos con alcohol. Pero no podía subestimar su papel como responsables de aquella pasión repentina.
-Bueno, toma, pero prométeme...
-Seré una tumba, no se preocupe.
Torcía tanto los labios que, de haberlo hecho con los dos lados de la boca, pensaría que estaba sonriendo.
Cuando entré en la sala, todos charlaban sin echarle de menos. Todos menos Mari Vi, que algo debía barruntar porque la encontré acariciando el piano con cara de nostalgia.
-Se encontraba mal, una lipotimia, creo. 
-¿Ya se ha ido? ¡Qué pena! Ahora que lo estábamos pasando tan bien.

2 comentarios:

  1. Es lo más conveniente: deshacerte de lo que te produce irritación; la forma es lo de menos. La tuya fue ingeniosa y amable, hay otras más drásticas. Y si hay algo que irrita de verdad es el sonido estridente producido por el ser humano con instrumento o sin él. Conozco una persona que al empezar a reirse emite un grito terrorífico, de cerdo en San Antón, para continuar con un cacareo de gallina gigante con amplificadores. ¿Cómo evitarlo? Si tienes alguna idea, dímela. Gracias

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  2. Este relato, contra lo que da a entender el comentario anterior, como podrán imaginar los que pasen por aqui y como sabrán mis lectores habituales, no tiene nada de autobiográfico. (Apañada estaría si fuese como todos mis protagonistas). Se trata, como ya habrán supuesto, de una escena satírica en la que intento hacer crítica (a través del humor) de personajes de nuestra sociedad tan repulsivos como la narradora, que, está claro, se define perfectamente a través de sus valoraciones y su forma de actuar. Pensaba que había cargado las tintas y que no era creible. pero ahora me doy cuenta de que, incluso, me he quedado corta.

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