Páginas

martes, 23 de abril de 2024

El dios que llora (Relato fantástico)


Yo viajé con Hernán Cortés. Sí, palabra de honor. A los 19 años presencié la conquista de Méjico. ¿Que no parezco tan viejo? Pues joven no soy, pero quinientos y pico años tampoco tengo, eso seguro. Todo tiene su explicación. Y os la voy a dar para que no me toméis por mentiroso.

Me llamo Baltasar. No me miréis así, yo no tengo la culpa. Me pusieron el nombre del día (uno de ellos) según la tradición familiar, pero ni tengo delirios de grandeza ni me estoy inventando nada. En aquella época no era más que un chaval, al que le entusiasmaba leer, que se quedó encerrado en la biblioteca de la facultad un fin de semana entero, de viernes a lunes. El dios de la lluvia lloraba sobre Méjico y yo no podía soltar el libro de las manos. ¿Que cómo me las arreglé para no morirme de hambre? Ese es el secreto que he tenido bien guardado hasta ahora: no pude abrir la puerta del bar por más que lo intenté, pero sí viajar en el tiempo, conocer a un puñado de amigos y atiborrarme de comida.

La magia se produjo a causa de mis lágrimas. Lloraba de hambre, de desesperación, de frío. No niego que de miedo también un poco. A medianoche me entró la tiritona y busqué algo para abrigarme. Encontré un chaquetón colgado de una percha, me envolví en él y seguí leyendo sin dejar de llorar. Casi no me atrevía a pasar las páginas del libro por temor  a salpicarlo de lágrimas y mocos. Las letras me parecían borrosas, como reflejadas en el agua. La mesa se estaba convirtiendo en un gran estanque azul y la mancha blanca de las hojas parecía una armadura brillante. La armadura de plata movía los brazos y caminaba hacia mí, que estaba sentado en la arena, fascinado por esa figura que surgía de lo más profundo.

Lo siguiente que recuerdo es la música y el baile. Me rodeaba una multitud y yo cogía unos exquisitos pasteles de miel de un cuenco que alguien me había puesto en el regazo. Un hombre canoso se acercó y me preguntó algo que no entendí, luego se puso a dar vueltas alrededor de los bailarines, todos muy jóvenes, que sostenían una larga cuerda adornada con flores. A un lado estaban las chicas, vestidas de blanco y adornadas con plumas de colores. Tanto ellas como ellos llevaban la antorcha en una mano y con la otra sujetaban la de su pareja. Honraban a la diosa Xilonen y estaban todos muy borrachos.

La hoguera se apagó, pero yo ya había entrado en calor y había comido. La gente se fue retirando a sus casas y yo me quedé dormido en la tienda de los guerreros, donde nadie podía molestarme. Cuando el sol me deslumbro abrí los ojos, aparté la cortina que cubría la entrada y pude ver el mar, el ajetreo de los barcos y a la multitud que se había acercado hasta el puerto para contemplar a los que partían o llegaban. Había centenares de fardos apilados en el muelle, vendedores que voceaban para atraer a la clientela y escribanos que registraban las mercancías que iban llegando. Me abordo un caballero vestido con jubón de cuero y capa de terciopelo, que se adornaba con un collar de piedras granate. Me dio la mano y me invito pasear por el poblado, pero enseguida apareció un oficial con noticias del gobernador y yo me senté a mirar la actuación de unos cómicos que habían levantado un armazón en la plaza y deleitaban al público con sus piruetas. Cuando el espectáculo acabó, montaron una larga mesa con tablas colocadas sobre piedras y la rodearon de bancos de madera donde nos sentamos a comer sopa caliente y pavo asado servido en fuente de plata. El encargado de trincharlo puso un trozo en mi mano, luego trajeron dulces y todos aplaudieron.

Meses más tarde, por fin había acabado la sequía. Sacrificios y ofrendas hicieron su efecto y Tatloc se apiadó de los humanos. Envuelto en vapor para ocultar su cabeza de ocelote, comunicó a sus descendientes que sus lágrimas caerían sobre Méjico, ahora que todos partían hacia otro lugar. Cortés cabalgaba a través del bosque renegando de aquellos cuentos sin pies ni cabeza, meras supersticiones de seres primitivos. Hasta que gruesas gotas de lluvia comenzaron a golpearle el rostro con fuerza. Solo entonces se convenció de que lo que le habían contado era verdad.

Tiré suavemente de las bridas y mi caballo dejó de trotar, no necesitaba guiarle pues conocía el camino de sobra. A la puesta de sol presencié una batalla a lo lejos, se oía retumbar de cañones pero apenas podía ver nada debido a la humareda que lo envolvía todo. Aún no había acabado el espectáculo cuando alguien tocó mi hombro y se hizo la luz en la biblioteca. Me había encontrado el bedel cuando entró para abrir las persianas y ahora tenía enfrente al  jefe de estudios que no estaba precisamente contento.

- Vete a casa, desayuna, date una buena ducha y luego ven a mi despacho. Tú y yo tenemos que hablar.

Y ahí acabó mi aventura en Méjico. El dios de la lluvia lloró sobre esas tierras, pero mi berrinche fue mucho mayor cuando me enteré de que había sido expulsado por todo lo que quedaba de curso.

 

Inspirado en El dios de la lluvia llora sobre México, de László Passuth

viernes, 5 de abril de 2024

Las tres mosqueteras




Encontré esta foto en el álbum secreto de Mamali (así o con acento en la i, según mi estado de zalamería) meses después de enterrarla. El nombre es una apócope, la susodicha se llamaba Liboria y nunca quiso que la llamase mamá a secas. Porque en realidad no lo era y para aparentar normalidad, como si nuestras vidas, las de cinco mujeres nada menos, no hubiese tenido sobresaltos. Ignoraba que hubiese un álbum secreto, donde guardaba las fotos que nunca repasábamos en las tardes de lluvia, un cuaderno hecho a mano con las tapas recortadas de una caja de zapatos y hojas de cartulina en tonos pastel. 

Las primeras mostraban a mi abuela embarazada junto a sus dos hermanas, más pequeñas. Aún son unas crías. A mi abuela la engañó un mozo del pueblo enseñándole un anillo y aprovechándose de su ignorancia, pero ella siempre se ha considerado una ramera, una mujer libidinosa y sucia que no acató el sexto mandamiento y fue castigada justamente. El parto de mi abuela fue considerado en el pueblo una maldición familiar, por eso tampoco se casaron mis tías.

A continuación aparece mi madre de bebé, en el colegio, en su primera comunión, en un baile rodeada de amigas. Nunca la vi en ninguno de los otros álbumes, aunque sí llegué a conocerla. Vino unas cuantas veces y nunca sabía qué decirme. Una mujer de ojos tristes y expresión ausente que parecía haber llegado allí a la fuerza. Me compraba chuches en el quiosco de la plaza y una vez se empeñó en regalarme unos prismáticos de colorines que me parecían un horror, pero no me atreví a decirle nada.

Ella fue otra víctima de los tiempos. Pagó la vergüenza de Mamali con una educación más que severa, se le prohibía todo y -lo sé por experiencia- una adolescente necesita respirar aire fresco. Así que se ennovió con un forastero que le doblaba la edad y se escapó a Madrid con él. La encontraron en un prostíbulo, pero Mamali no hubiese soportado la vergüenza de tenerla de vuelta y allí se quedó. Por aquella época estrenaron Emmanuelle en  España y las tres hermanas se hicieron famosas por capitanear las protestas: decenas de mujeres caminando en procesión por la otra acera, vestidas de negro y rezando el rosario a pleno pulmón. Alguien hizo esa foto, que ella guardó celosamente, donde aparecen las tres, por entonces cuarentonas aunque aparenten tener noventa años. Probablemente, se avergonzaría de aquello más tarde, porque Mamali cambió con el tiempo y mis tías abuelas también, principalmente gracias a mí.

Nací una década más tarde y mi madre me llevó con Mamali en cuanto le dieron el alta en el hospital. Según mis noticias, nadie puso objeciones. Me criaron entre las tres y, esta vez sí, mantuvieron la cabeza bien alta. Nadie les sacó los colores a cuenta de mi existencia porque ellas no lo permitieron, y yo crecí feliz, rodeada de amor y con cierta tendencia a provocar a mi alrededor continuas caídas de baba. Por fin sucedió lo que parecía impensable cuando ellas eran jóvenes, pues lo que en mi abuela fue credulidad, en mis tías resignación y en mi madre rebeldía yo lo transformé en polémica, larguísimas y extenuantes conversaciones que les levantaron muchos dolores de cabeza pero acabaron convenciéndolas de que en mi caso no había nada que temer. Lo que conseguí es mi mayor orgullo: estudiar derecho en Madrid viviendo en un piso de estudiantes financiado entre todas, a la misma edad que una se embarazó y la otra cayó en las garras del proxenetismo.

Ya han fallecido las cuatro, y yo conservo este álbum bendito que me ha convertido en lo que soy, una privilegiada, la competente abogada que convence solo con su labia y pruebas incontestables -es decir, sin trampa ni cartón- y una madre divorciada que no oculta el pasado a sus hijos. 

Pero, tengo que admitirlo, en lo tocante a los hombres tampoco puede decirse que haya tenido mucha suerte.