sábado, 3 de diciembre de 2022

Falsa alarma (Relato chusco)

Caspar David Friedich - Niña en el campo


Antes de nada, debo aclarar que, por fortuna, tengo un aspecto respetable: soy voluminosa (he desterrado de mi vocabulario el concepto de obesidad) y pasé de los cincuenta hace mucho. De ninguno de estos caracteres soy responsable en absoluto: nací cuando la casualidad lo quiso, con más de seis kilos de peso y un apetito descomunal. Me como cualquier cosa que me pongan por delante, hasta el último grano de arroz y hasta el rabillo de las cerezas si no encuentro nada más apetecible. Y no es vicio sino necesidad, así que nadie puede reprochármelo. En consecuencia, mi forma de vestir es de lo más convencional, incluso la peluca, que no se distingue de una melena natural y me permite estar siempre en perfecto estado de revista. Hay otro motivo: padezco una anomalía genética que no permite tener una cabellera homogénea, el pelo me sale como matorrales desperdigados por un cerro calvo y lirondo. Así que, con mis trajes de chaqueta con su correspondiente alfiler en la solapa, mis collares de perlas cultivadas y la melena rojiza que exhibo orgullosamente paso desapercibida entre la multitud, o casi. En realidad, parezco una elefanta camuflada entre un rebaño de ovejas, pero gracias a mi natural amable y discreto casi nadie se fija en mí. Sí, a pesar de los pesares, soy una señora elegante sin tener que esforzarme mucho.
Lo que voy a contarles sucedió una apacible tarde de otoño, pongamos que a mediados de octubre, en un parque de las afueras de mi ciudad de adopción. Me encontraba yo releyendo por enésima vez una de mis novelas favoritas cuando llegaron dos niñas y ocuparon sendos columpios justo delante de mi banco.
Abro inciso de nuevo para explicar que me gano la vida vendiendo los cuadros que pinto. Por lo general, puestas de sol, flores, pájaros y niños. Antes me inclinaba por las marinas y los paisajes nevados, pero la costa ha quedado lejos y aquí la nieve ni la conocen. En realidad preferiría pintar perros de todas las razas y tamaños, pero no paran quietos nunca y si los persigo se ponen nerviosos. Algún dueño, incluso, ha venido a pegarme cuando yo solo estaba intentando sacar un bonito escorzo de su compañero de fatigas. Desde entonces me tengo prohibido a mí misma fotografiar a cualquier perro por muy manso que parezca a primera vista. En cambio, las puestas de sol y las flores nunca se me resisten, en cuanto a los niños procuro aprovechar lugares y momentos en los que no tengan escapatoria, solo necesito tres o cuatro segundos para sorprenderlos en su salsa: los he retratado subidos a la ramas de un árbol, en un triciclo, bien sujetos por la mano de su madre... En fin, en cuanto veo uno muy empeñado en lo que está haciendo ¡zas! saco mi cámara. Por si lo están sospechando lo confirmo, soy una sentimental.
Estaba a punto de anochecer, el aire era apacible y tenía frente a mí un horizonte despejado a punto de teñirse de rojo. Abrí el bolso, saqué la cámara, enderecé el trípode, me ajusté las gafas. Pero las niñas no dejaban de gritarse la una a la otra, la más pequeña daba alaridos de pánico cada vez que se alzaba unos metros, y la mayor la coreaba a carcajadas. Refunfuñé un poco, algo molesta porque no me dejaban concentrarme en el ocaso que se avecinaba y que intuía magnífico debido a las condiciones atmosféricas. Cuando estoy creando no me gusta que me distraigan y aquellas dos niñas eran un auténtico incordio.
Pero se recortaban en el aire como si fueran dos palomas en pleno vuelo, y en cuanto apareciesen las primeras luces violeta podía conseguir un contraluz de lo más efectista, y hasta simular que se trataba de auténticas aves resaltando contra el ocaso, aves con rasgos humanoides, o bien niñas aladas flotando sobre un fondo carmesí. No lo dudé ni un segundo, en cuanto el sol inició su descenso yo disparé una vez, dos, cinco. Y súbitamente las vi saltar, una tras otra, como si las disparasen desde una catapulta, y desaparecer de mi vista en un santiamén. A los pocos minutos volvieron acompañadas de dos adultos, probablemente sus padres, que avanzaban a grandes zancadas con el ceño fruncido y parecían estar buscando a alguien.
- Es esa, dijo la pequeña.
- No dejaba de mirarnos, aclaró la otra.
- ¿Esa? – cortó el padre - ¿Esa mujer? Jajaja.
La madre se unió a las risas, yo me quedé mirando al grupo. Padres risueños, hijas perplejas y hasta puede que un poco enfadadas.
- Disculpe señora, intervino la mujer. Las niñas la han confundido con un depredador. Tendremos que volver a explicarles cómo se tienen que comportar ante el peligro y, sobre todo, de donde viene este.
- Les he hecho unas fotos preciosas, en vez de niñas parecen criaturas volantes dirigiéndose al sol. Prometo traer una copia cada vez que venga por aquí. Si les veo se la daré para que tengan un buen recuerdo de este día.
- ¿Y no puede ser un hombre disfrazado?, preguntó una de ellas.
- O una mujer trans, apuntó la otra.
- Pero ¡qué tonterías estáis diciendo! Vaya tiempos dementes nos ha tocado vivir. Mañana, en lugar de parque, lección de ciencias naturales. Tenemos que repasar la fisiología del cuerpo humano.
- Pero mamá.
- Ni mamá ni nada, lo dicho. Después de la merienda, a estudiar.
- Sí, convino el padre, parece urgente instruirlas antes de que den más problemas.
- Pues un chico de mi clase, en primero se llamaba Almudena.
- No se ría usted, señora, no es que sean tontas es que les vuelven la cabeza del revés en el cole y luego nosotros tenemos que arreglarlo.
- No, si yo... ¿Ha dicho que su amiga ahora es un niño?
- Usted no tiene hijos, ¿verdad?
- Pues ya ve, creo que se me pasó el arroz hace tiempo.
- Y a nosotros. Se nos ha pasado el arroz de la historia, esas mentalidades delirantes nos pillan ya algo mayores.
- Pues no sabría decirles. ¿Ustedes piensan que es cuestión de edad, no será más bien que alguien ha abierto alguna compuerta y se han escapado los monstruos?

Emil Nolde - Máscaras y paraísos perdidos

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