Lo supo cuando se miró al espejo y no
encontró su cara, tampoco sus manos, ni un solo fragmento de su cuerpo se
reflejaba en la superficie, Se miró y no vio más que la ropa. Desnudo era como
una masa de aire, un poco más densa que el resto pero de forma casi inapreciable,
como vidrio acabado de lavar. Se acostó rendido y decidió no dar más
importancia a esa sensación tan desagradable. Había vivido un suceso traumático
y su desconcierto no era más que un síntoma, al día siguiente se encontraría de
maravilla y aquello quedaría olvidado como una pesadilla de tantas.
Pero su cuerpo no apareció nunca. Ni ante
sus ojos ni para las autoridades que le buscaron día y noche, infructuosamente,
durante más de una semana. No le sirvió de nada llamar a varias comisarías, el
registro civil y los principales periódicos. Todos le decían lo mismo: si es
cierto que se ha salvado, preséntese con los documentos y nosotros daremos fe
de que sigue vivo, ¿cómo podemos saber que no está usurpando la personalidad de
un fallecido? Muy sencillo, argumentaba, porque no se ha encontrado mi cuerpo
Pero multitud de desaparecidos en anteriores catástrofes atestiguaban que el
hecho de no ser encontrados podía obedecer a mil causas. Tenía que presentarse
en persona o todos le darían por muerto. Bien, en ese caso estaba muerto,
imposible presentarse así en sociedad.
Le llevó tiempo convencer a sus padres. Al
fin, y tras muchas conversaciones, le creyeron. Incluso se mostró en la
pantalla del ordenador ante toda su familia con guantes, la cara bien cubierta
con gafas de sol y un pañuelo y una visera bastante ancha que encontró en algún
cajón. Dando gracias a El hombre
invisible que le inspiró la estratagema, recreó para su clan el mito del cuerpo
monstruoso. Al principio se empeñaron en que acudiera al hospital para sanar
aquellas quemaduras tan graves, pero el aseguró que las heridas eran
soportables, que le bastaba con lo que guardaba en su botiquín ya que,
insistió, el daño era meramente estético, un caso muy similar al que se
mostraba en El fantasma de la Ópera.
¿No la habéis visto? Pues os recomiendo que lo hagáis, es magnífica y
entenderéis mejor lo que me pasa. El recurso frívolo surtió efecto ya que
apartó las mentes del aspecto más truculento y disipó su estado de alarma. Un
monstruo que habla de cine, un quemado que bromea, no parecía que fuese para
tanto. Ya entraría en razón con el tiempo y comunicaría oficialmente que
continuaba en este mundo.
Y lo hizo, pero solo a ese puñado de
personas que le honraban con su amistad, también a su editor, al dueño de una
galería donde exponía de vez en cuanto y a su médico de confianza.
Ahora tenía que firmar con otro nombre y
aguantar que los críticos le acusaran de plagiario o, en el mejor de los casos,
de alguien cuya influencia era tan mimética que no se diferenciaba gran cosa de
Arturo Sanz, el genuino. Quedaba el recurso de cambiar de estilo, pero llevaba
su tiempo para seguir teniendo la misma aceptación de antes tenía que pensarlo
despacio. Por otra parte, no se hubiese encontrado a gusto con otro nombre
real, cuando ya tenía uno, le habría parecido que se suplantaba a sí mismo, así
que decidió adoptar una interjección a efectos exclusivamente comerciales, una
especie de estornudo que no comprometía a nada ya que era lo que parecía, nada
más que un simple pseudónimo.
Encontró algunas compañeras sexuales que,
una vez informadas con tiento, superaban por completo la impresión inicial y
hasta disfrutaban de aquella sensación irrepetible. Alguna, incluso, hubiera
disfrutado desvelando el misterio y exhibiéndose como la novia del hombre de
vidrio. Pero, fuera de fetichismos y deseos de notoriedad, no pudo llegar mucho
más lejos ya que, aseguraban, sin saber qué pinta tenía les resultaba imposible
enamorarse.
Pasó el tiempo, notó que envejecía, perdió
a gran parte de su gente, le invadió una amargura que no había conocido hasta
entonces. Con el tiempo descubriría que un organismo tan particular como el suyo
escondía otras sorpresas: no sangraba cuando se cortaba al afeitarse, nunca le
dolía nada, es más, empezaba a sospechar que era eterno. Esto puso en marcha
todas las alarmas. ¿Cómo que no iba a morir nunca? Estaba a punto de cumplir
ochenta y cinco y se encontraba sospechosamente fuerte, con una salud a prueba
de bomba. Sus cómplices y allegados habían muerto, sus familiares más jóvenes
jamás le habían visto, de forma que para ellos no era más que una leyenda. Un
día decidió inyectarse veneno, se bañó en alquitrán, se vistió, y recorrió la
ciudad hasta el edificio destruido que habían vuelto a levantar convertido en
museo contra la violencia. Merodeó por los pasillos evitando las miradas,
descubrió un patio con una fuente y al fondo un cuartito que resultó ser un
cobertizo para herramientas. Se acostó sobre una colchoneta no muy limpia que
encontró por allí, y confiando en que le harían una prueba de ADN para
averiguar su identidad, espero pacientemente hasta que perdió el conocimiento.
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