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martes, 2 de octubre de 2018

Mujer de fresa y nata (Relato melancólico)

No quiso encender la luz cuando entró en el dormitorio de su madre. Arrimó a la mesa camilla una de las sillas de enea que habían arrinconado para dejar espacio al féretro y se sentó con los codos sobre el tapete. Dos horas antes, aquello había estado repleto de plañideras que aliviaban su desconsuelo con Anís del Mono y rosquillas del santo. Se sentía en paz allí, rodeado de negrura, con un solo punto de luz: la lamparita que iluminaba el cuadro de la primera comunión de la difunta. Siete u ocho años, largas y gruesas trenzas, flequillo, grandes ojos y enormes pestañas, manos enguantadas y unidas sobre el misal, el rosario colgando entre los dedos.

«Rosa Mari, entonces no podías sospecharlo, pero estabas predestinada a ser una niña hasta tu muerte. Sí, mamá, a pesar de esos ojos avispados y de la mandíbula tan firme, no estabas destinada a crecer. Desde muy pequeño tuve que cogerte de la mano para guiarte por los senderos de la vida. No sé si eras así ya cuando te pintaron o algo se diluyó más tarde en tu mente. Como tu madre y tus hermanas, como todas las mujeres de tu época. Bebés eternos a los que hay que proteger y cuidar. Mamá, ¡cuánto me alegro de que no hayas tenido una hija! Temo que la hubieras convertido en la muñeca de organdí que tú misma has sido. Aunque supongo que no te hubiera sido fácil, que el empuje de los tiempos te habría ganado la batalla. Palpo el tapete de ganchillo e imagino el gesto de desdén que haría cualquier chica de mi edad al verlo. Nunca llegaste a entenderlas. Lidia y tú habláis idiomas tan distintos que tú voz sonaba a tartamudeo cada vez que conversabais. La suya era mucho más potente, sus gestos más seguros a pesar de que le doblabas la edad. Conservabas la voz de pito que, probablemente, tenías cuando te vistieron por primera vez de blanco, pero habías adoptado un tono meloso, servil, que todos tolerábamos aunque nos diese un poco de vergüenza. Nadie tuvo el valor de decirte que tenías permiso para mostrar ese yo que secuestraste desde el principio para que no sospechásemos que tenías personalidad propia. Nunca sabré si querías a mi padre. Siempre le obedeciste, desde que te lo impusieron como marido hasta que te dejó para irse con una de sus alumnas. Mi abuelo te convenció de que estabas obligada a casarte con el hombre que a él se le antojara y a ser sumisa hasta el fin de los tiempos. Lo que hizo mi padre fue cambiar a una niña por otra. Luego tuvo que mantener a las dos y no le hacía ninguna gracia. “Por eso te casaste con ella, –le dije.– querías una mujer que no supiera hacer otra cosa que las tareas del hogar, y ahí la tienes. No pensarás dejarla morir de hambre”- “Pues que se ponga a fregar suelos, joder, o que estudie algo, no quiero una lapa pegada a mí toda la vida”. “¿Una lapa, papá? ¿Una lapa? Tú la hiciste una lapa. Tú y el abuelo. Fue lo que le mandasteis que fuese, ¿y ahora te quejas?” “Mira nene, deja de hablar tanto y búscale un trabajo de asistenta”. “Eso es, ahora ponla a fregar, a sus cuarenta y nueve años, cuando no ha hecho otra cosa que servirte. ¿Te parece justo? Ha sido tu criada. Ahora que la has despedido tendrás que darle un finiquito decente”. “Pero ¿qué dices, chaval. Anda, vete por ahí.” “No soy ningún chaval, señor Bermúdez, recuerda que he cumplido treinta años y mi mujer y yo acabamos de tener gemelas. Puedes renegar de mí, pero nunca conseguirás que piense como tú”.
La niña del cuadro está más pensativa que antes. Te pintó al óleo un artista amigo del abuelo y tú posaste quieta, con la mirada fija en la pared de enfrente, tal como te habían indicado. El retrato se hizo en solo tres sesiones, pues no le costó nada mantenerte horas y horas a pie firme sin mover ni una pestaña. A veces pedías un poco de agua, pero pronto volvías a convertirte en estatua de sal. Prefiero hablar con esa niña, la imagino más adulta que la mujer que me crió. Te infantilizaron, madre. Te anularon la voluntad. Sigo acariciando esa textura de ganchillo que tanto apreciabas y que para mí simboliza lo más vulgar, anacrónico y hortera que he conocido nunca, Su tacto áspero y blando me recuerda un poco a ti. Aún así, permíteme que lo arranque de su sitio y lo arroje al cubo de la basura. No quiero que tu recuerdo siga unido a ese tapete, tú eras mucho más que eso, aunque nunca te decidieses a mostrarlo.»
Se le ocurrió que, de estar todavía a tiempo, le compraría una mesa moderna con un bonito tablero para que no la tuviese que cubrir.