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sábado, 30 de julio de 2016

La Baronesa (V)

Tardé en darme cuenta de que estaba detenida. Me empujaron al fondo de un cuarto donde no había más que una colchoneta sucia. No sabía si alegrarme de no tener compañeros. En el fondo era mejor estar allí sola, pensé, pero el caso que me hicieron duró el tiempo que tardaron en encerrarme. La pared contigua a la ventana daba a una oficina que había entrevisto al pasar donde todo el mundo hablaba a gritos por teléfono. Me había sido imposible entenderme con ellos pues no sabía ni palabra de francés pero estaba convencida de que llamarían a un intérprete. Pasaban las horas y, por muchas patadas que diese a la puerta, nadie se acordaba de darme de comer. Entonces no lo sabía, pero si me consideraban tan insignificante que les daba igual matarme de inanición, les importaba menos que nada cualquier cosa que tuviese que decirles.
Creyeron que estaba dormida, pero yo sé que me había desmayado. Me despertaron a bofetones. alguien me dijo en español que habían llamado a mi familia y yo les creí como me hubiese creído cualquier cosa. Estaba amaneciendo y ni siquiera había visto anochecer. Miré fijamente a la puerta. Temblaba, no sé si de temor o de alivio, esperando ver entrar a mi padre. Pero quien apareció en el marco, con sonrisa desafiante, fue el tirano que me había secuestrado días atrás. Lloré, pataleé, me resistí lo que pude aguantando tirones de brazos y escuchando las risotadas de todos. Luego volví a desmayarme. Lo que vi una semana después fue una habitación muy blanca, un bote de suero sobre mi cabeza y los barrotes de una cama de niquel. Por fin, me habían llevado al hospital.
Tardé varios días en poder tragar algo, pero cuando lo conseguí me atiborré de pollo como una desesperada. El pollo era un artículo de lujo en la España de entonces y yo no lo había probado jamás. La telefonista de aquella institución era hija de inmigrantes españoles. Todas las tardes, cuando acababa su turno, pasaba por allí para asegurarse de que todo iba bien. Por ella supe que habían detenido a mi verdugo, un indeseable al que la policía llevaba tiempo siguiendo la pista. Por lo visto, todo lo escurridizo que había sido hasta entonces se evaporó cuando prestó declaración asegurando que era mi padre. Sus numerosas contradicciones levantaron sospechas y, ante la insistencia de los polis, acabó delatándose solo.
- Tienes que largarte de aquí. Ha asegurado que como te encuentre te mata.
- ¿No está en la cárcel?
- Esa gente tiene amigos en todos los sitios, seguro que le sueltan cualquier día de estos, si no, algún compinche suyo puede hacer lo que le ordene. Y como nadie te va a reclamar, de momento...
Bajó la voz. Se avergonzaba un poco de lo que había dicho, pero yo no echaba de menos a nadie. Le pregunté si era posible que entrasen allá dentro a por mí. Pensaba que no, pero que, una vez en la calle, no debía perder ni un minuto.
- ¿Y adónde voy?
- Dónde quieras, lo más lejos posible.
- ¿A París?
- París sería perfecto. A mí me encantaría vivir allí ,ya ves.
- Pero no conozco a nadie.
- Aquí tampoco. Y los pocos que te conocen mejor que no te vean.
- ¿A que no te atreves a acompañarme?
Me miró como si fuese un bebé.
- ¡Criatura! Yo aquí tengo una vida. 
Con eso lo había dicho todo: ella tenía vida y yo una muerte más que probable. Antes de que me invadiese la angustia intenté convencerme de que sentirse fugitiva con el estómago lleno era un poco mejor que todo lo contrario.
Una semana después, estaba en la calle vestida con la ropa de ella, cargando una mochila llena de todo lo necesario y hasta con algo de dinero en el bolsillo. Me venía grande lo que llevaba puesto pero estaba bastante nuevo, muy limpio y, sobre todo, con aquello no parecía la misma.

Continuará 

domingo, 10 de julio de 2016

La mascota

Pocos de mi especie han vivido una noche como esta. El resplandor, salpicado de motas de polvo,  que se cuela por la puerta de la carpintería amenaza con quebrar, no solo la paz del momento, incluso este plano de la realidad, partirlo en dos como si fuese un serrucho y dejarme fuera, aferrado al borde del tiempo con las patas balanceantes, suplicando al azar que no me abandone en el vacío astral, en el limbo de los nonatos, en cualquier esfera de una realidad paralela o, aún peor, en la nada más absoluta, donde no existe presente ni pasado.
Solo el ulular de la ambulancia consigue tranquilizarme; escucho los plácidos ronquidos de Fátima y llego a creer que seré capaz de dormir.
Sigo sin moverme del saco. La inquietud va y viene, a sacudidas, como si la luz anaranjada y los sonidos de la noche se turnasen para alterarme el ánimo. Barrunto algo. Con piel, ventanas nasales, orejas, ojos. Huele a ropas percudidas por el sudor, a vino rancio, a mugre indefinida y a miedo. Es el olor que más conozco, puedo rastrearlo a kilómetros, aislarlo de cualquier otro, clasificarlo, determinarlo y luego, ¡zas! atraparlo entre mis fauces convertido en algo tan sólido como un fémur de liebre. No se escuchan pasos pero detecto una vibración en el aire y, en seguida, también en el suelo de tarima. ¡Peligro! Algo se arrastra hacia nosotros en plena oscuridad, al otro lado de la cuchilla luminosa, que deja de ser solo amenaza para convertirse en faro ante cualquier fuente de mal que sobrevenga.
Escudriño la oscuridad buscando el bulto del hombre y me fijo en que no tiene forma humana. Es pequeño, redondo, como una ardilla enroscada o un grueso ratón de campo. Fátima, ajena a todo, gruñe y se remueve arrancando crujidos a los muelles. No puedo evitar que indique así su posición proporcionando al atacante una brújula sonora que le guiará hacia ella inexorablemente. Si me deslizo ahora hacia la cama indicaré al extraño mi presencia. Sin contar que el contacto de mi hocico húmedo contra su piel o un empellón de mis patas pueden provocar que no despierte, que caiga fulminada con los ojos abiertos.
Ahora lo entiendo. Eso que se acerca no es un animal vivo, husmeo una sanguinolenta red de vísceras. Acres, asfixiantes, putrefactas. El rastro encarnado que puedo adivinar en la madera lleva la firma de Ricardo y es la secuela siniestra de la última trifulca.
Tengo que zampármelo enseguida. Una inmundicia como esa puede impresionarla hasta el infarto y estoy obligado a impedirlo, aunque por culpa de ese asno me exponga a convertirme en caníbal.

martes, 5 de julio de 2016

Incultura política y justicia poética

El que no se consuela es porque no quiere. Si alguna ventaja ha tenido esta última campaña electoral (y alguna tenía que tener, no todo va a ser negativo) es la ausencia de carteles electorales. Y es que, desde hace ya años, tengo comprobado que para algunos electores –afortunadamente, cada vez menos– resulta determinante la famosa foto del candidato que aparece colgada en las farolas. Parece cosa de risa que algo tan decisivo para nuestra forma de vida se decida de forma tan arbitraria. Lo parece, pero no tiene ni pizca de gracia, al contrario, es un hecho preocupante y revela una gran irresponsabilidad por parte de quien tiene en sus manos un grano de arena que se unirá a otros muchos para decidir el destino de un país durante los próximos cuatro años. Afortunadamente, esto parece estar cambiando, la gente empieza a preocuparse por cuestiones sustanciales, se informa más y –quiero creer– ha pasado de moda presumir de que “yo no entiendo nada de política”.  Esa ha sido la única consecuencia no-nefasta de la crisis: al ser tan larga y tan dañina, ha acabado por concienciar, o al menos hacer pensar un poco, a todos esos que llevaban toda una vida resistiéndose. Pensar es molesto, guiarse por la foto garantiza comodidad y rapidez. Pero hasta eso tiene sus peligros, ya que algunos, con tal de no poner en marcha las neuronas, han cambiado la foto por el consejo del periodista demagogo de turno en las tertulias políticas de la tele.
Fuente: Internet
Habría que fabricar una democracia más fundamentada en hechos objetivos que en artimañas publicitarias. Sé que no es fácil pero algún mecanismo tiene que haber. Los procedimientos actuales comienzan a provocar situaciones absurdas como lo del Brexit británico, que a pesar de haber triunfado no convence a casi nadie, o ese empantanamiento gubernamental en el que los españoles estamos sumidos y que, de tan tedioso, empieza a darnos igual.
No tiene buena prensa en España criticar la incultura política, parece que restamos libertad a los votantes. Pero el que vota en contra de sus propio intereses por pura vagancia mental es como el kamikaze de las carreteras: da igual que se acabe pegando la torta, lo malo es que pone en peligro a los demás automovilistas. Vivimos en sociedad. Ignoro si la mariposa de Nueva York provocará un huracán en Tokio, pero no me cabe duda de que, en asuntos electorales, cualquier gesto, movimiento, palabra, voto o ausencia de ellos produce un imparable efecto dominó. Y eso, por ahí fuera, lo entienden perfectamente.
“Sin embargo, hasta los que toleran la duda tienen su límite. La opinión pública podría haberse mostrado dividida con George Bush y John Kerry en 2004 y con John McCain y Barack Obama en 2008, pero en una cuestión al menos hubo casi completa unanimidad: todos despreciamos al votante indeciso. Incluso el tratamiento que la extrema izquierda y la extrema derecha dispensaron a sus respectivas némesis pareció positivamente respetuoso en comparación con el odio, desdén y mofa dirigidos contra los indecisos. Dos ejemplos, seleccionados ambos de las elecciones de 2008, bastarán para ilustrar este aspecto. En el Daily Show, Jon Stewart presentó un gráfico que dividía a los votantes indecisos en cuatro categorías igualmente poco halagadoras: “Los que tratan de llamar la atención, los demócratas racistas, los inseguros crónicos y los estúpidos”. Unas semanas después, el humorista David Sedaris escribió un artículo en el New Yorker que se hizo famoso de inmediato; en él imaginaba que se producía en un avión la siguiente situación: “La azafata se acerca por el pasillo con el carrito de la comida y al final se detiene junto a mi asiento. “¿Puedo sugerirle el pollo?”, me pregunta, ¿o prefiere el surtido de mierda con cristales rotos?” Ser indeciso en esta elección”, escribía Sedaris, “es detenerse un instante y luego preguntar cómo está guisado el pollo”.

En defensa del error. Un ensayo sobre el arte de equivocarse, Kathryn Schulz,            
Siruela 2015 (pag. 169)