Águeda
Frutos ajustó las persianas metálicas, por precaución sí, pero sobre todo para
no tener que contemplar a esa hora la cotidiana imagen de los nativos instalada
en las entrañas de la más refinada opulencia (una desazón que, sin duda, la
perseguiría hasta su fin), introdujo en la ranura del reproductor una película
cualquiera y se sirvió el primer licor que le vino a la mano. Solo por una noche
desoiría los requerimientos del skype: le faltaba ánimo para reunirse
virtualmente con el resto del equipo. Tenía que paladear completamente sola el
sabor amargo del éxito. Tras veinticinco años de probarse a sí misma sus
facultades, de ceder al decadente guionista principal todos y cada uno de sus
hallazgos, de conformarse con aparecer como simple ayudante en todos los
títulos de crédito, había acabado aquí, en la otra punta del mundo, brillando
en un proyecto para el que nunca la había preparado nadie. La imaginativa
Águeda, la genial, la que recibía palmaditas en la espalda como compensación
por la falta de reconocimiento público, había pasado de guionista de tercera
oficial a rodar un magnífico documental sobre aborígenes. El destino no era –como
había creído siempre– un irónico duendecillo que se troncha bajo su gorro verde
encaramado en el más alto pináculo de la torre sino un enorme hijo de puta que
hinca la daga en los corazones refocilándose con el dolor de sus víctimas. Las
imágenes del video enmudecido confirmaban el desatino que suponía seguir viva
en aquellas circunstancias, el portátil emitió dos o tres señales más y calló
por fin.
La culpa
de ser como era, de su fantasía desbocada, de esa imaginación que se desataba
con el mínimo estímulo la tenía el edificio donde nació, a caballo entre la
zona de más rancio abolengo de la villa y una barriada algo menos próspera. La
tenía una familia atípica en su vetustez, tan anacrónicamente arcaica que casi
resultaba moderna. La tenía un entorno tan estrecho, tan apartado de la
realidad para los niños de entonces, que debían buscar mundos alternativos por
su cuenta y riesgo. La tenía no haber visto nunca un caballo ni una vaca. Ni montañas.
Ni haberse subido a un árbol cuando aún estaba a tiempo ni haberse asomado a la
costa hasta después de cumplir los siete.
Soñar
despierta con los ojos cerrados era, pesara a quien pesase, lo que de verdad
dominaba. Se mojó los labios con el whisky, no pasó a mayores porque la maniobra
le exigía una total lucidez. El edificio era gris, con un encalado como costra
reseca, la balaustrada de mármol donde ella flexionaba la cintura, con la
cabeza colgando peligrosamente en el vacío, se encontraba en el primer piso,
justo encima de la puerta principal, un lugar privilegiado para vigilar idas y
venidas, escuchar conversaciones y mantener bien sujeto el pulso de aquel tramo
de su calle, vital por ser nexo de unión de otras dos mucho más importantes: la
castiza y una de las prósperas.
(Continuará)
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