sábado, 2 de marzo de 2013

La abuela de todos (I)

Doña Sinforiana vivía en el quinto piso del edificio donde pasé mi niñez. No tenía más que salvar de tres saltos el tramo que nos separaba y plantarme delante de su puerta. Pero en la placa ponía otra cosa.: Flor Escudero de Márquez. Sinforiana era viuda. Uno de sus misterios residía en el nombre –que resolví por mi cuenta–, lo demás me lo contó ella misma años más tarde. ¿Cuántos secretos se habrá llevado a la tumba?
El edificio tenía una portería pero dejó de usarse siendo yo muy pequeña. Era un cuarto alargado con una ventanita que daba al vestíbulo. Según mis vagos recuerdos, algún incidente ocurrió dentro, probablemente, dada la mentalidad de la época, algo contrario a la honestidad y las buenas costumbres. Pero es una conjetura mía, tampoco podría asegurarlo.
El vestíbulo, como es natural, estaba en el piso bajo, pero en aquella casa el bajo se consideraba primero y se llamaba bajo al sótano. La mujer del bajo A vivía junto al cuarto de la caldera. En una ocasión bajamos a visitarla, no recuerdo por qué. Tenía que pasar un invierno bien calentito, aunque lo más probable es que se achicharrase viva la pobre.
Flor jamás desveló su verdadero nombre. Pero un día bajé a dar un recado al portero y encontré un libro de actas encima del mostrador (que compraron para que aquel buen hombre pudiese recogerse en algún sitio). Aunque el culpable del desaguisado había sido el anterior: Valentín. El de ahora se llamaba Julián.
No había nadie por allí. Me empiné un poco y curioseé lo que había escrito en aquellas hojas abiertas: Sinforiana Escudero de Márquez – 5º F. De la emoción se me saltaron las lágrimas. Flor era como de la familia. Venía todas las tardes a coser con el pretexto de que no tenía máquina, aunque ella habitualmente hacía punto. Lo que le gustaba de mi casa era el balcón. La suya daba a un patio interior y nunca se resignó a vivir todo el día sin luz. También le encantaba la charla. Poder hablarle a alguien, digo, porque estando ella nadie podía abrir la boca. Se le permitía todo porque era única, nunca conoceríamos otra igual. Cuando se iba, no nos permitía acompañarla a la puerta, corría por el largo pasillo gritando: “Estaos quietos que no me voy a llevar nada”. Todos lo días lo mismo.
Pero era la paz de mi casa lo que Flor envidiaba en secreto. La suya era solitaria, la nuestra pacífica.

¡La conocía desde que nací, me había enseñado a andar y ni siquiera sabía cómo se llamaba realmente! Me sentí tan frustrada que apenas rechisté en todo el día. Por la tarde, mientras ella cosía y hablaba sin parar, lloré en silencio hasta que se marchó. La escuché decir que yo estaba en una edad muy mala pero aquello no era novedad, llevaba hablando de “los problemas de mi edad” desde que tengo memoria y hasta el día de mi boda no dejó de decirlo.
En el comedor del 5º F había una gran foto en blanco y negro. Ella sonreía a la cámara, el gesto de él era adusto. Era una foto de estudio, retocada a mano como se hacía entonces, lo que daba a la pareja un aire artificial, como si les hubieran pintado encima. Me gustaba mirar a aquella mujer morena, de ojos grandes y pelo rizado con tenacillas. Él era fornido, un mocetón de pueblo mucho mayor que ella. Pero cuando Flor dijo que aquella era su foto de boda –quién lo hubiera dicho, con aquel vestido negro de pliegues anchos y cuello de bordes blancos y redondos, tan parecido a mi delantal del colegio– y que tenía cuarenta años entonces, no supe qué pensar. Aquél hombre no era viejo, solo parecía muy curtido. Siempre que entraba en esa casa me paraba delante de la foto, no me cansaba de mirar a aquella mujer tan joven. Cuando yo nací, Flor ya era una anciana, con ese moño grisáceo, el pelo escaso, las arrugas. Los años no pasan en balde, es verdad, pero fue la pérdida del marido y no el tiempo lo que había acabado devastándola.
Cien años y ¡¡tan fresca!!
Pensé que, para formar el nombre de Flor, solo tenía que añadir a la sílaba una ele y quitar lo que sobraba por aquí y por allá. Para que mi nombre llegase a sonar bien había que podar tanto que nadie podría reconocerlo.
Flor era pequeña y vivaracha. Sabía ganarse la vida y no podía negarse que tenía don de gentes. Yo la acompañaba a veces a casa de los enfermos. Eran dos minutos, ponía la inyección y nos íbamos. A mí me gustaba curiosear muebles y lámparas, responder a las preguntas, quizá jugar con algún niño. Pero ella me sacaba de allí cuanto antes, decía que la casa de un enfermo no era sitio para mí. Luego me llevaba al parque, por el camino inventaba cuentos para ella. Fue mi gran admiradora, gracias a ella descubrí cuánto me gusta narrar.
La última razón que tenía Flor para frecuentar mi casa era yo misma. Su marido era estéril y no se lo confesó hasta después de la boda, verme todos los días le ayudaba a olvidarlo. Tiempo después me iría a estudiar lejos pero para entonces habían nacido otros niños y ya no le hacía tanta falta.

También ella vivió en un internado; allí, según contaba, había sido feliz. Nunca pude entenderlo. Más tarde se hizo enfermera. Imaginé que su pueblo, tan pequeño, debía ser aburrido, que tampoco habría mucho que comer en la época, que así tuvo ocasión de estudiar algo. Pero la razón era otra: aquella fue su casa durante décadas. No se refería a su niñez, que después de tantos años ni siquiera recordaba claramente, sino a la juventud. Y ahí se encerraba otro de sus muchos misterios.
(Continuará)

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