No estoy revisando los Palma de Oro. Sin proponérmelo, he vuelto a
reencontrarme con otro de los premios pero no ha sido más que una coincidencia.
Veinticinco, treinta personas, reunidas en una sala para ver y comentar la
película.
Uno de mis filmes fetiche. Desde que se estrenó en España, lo había puesto en
un altar y ni se me pasó por la cabeza que mi impresión de ahora pudiese ser
distinta. Pero lo ha sido. Y, entre espectadores enfervorecidos, neófitos la
mayor parte, me he sentido un poco traidora. La cuestión es ¿a quién traiciono
si la película ya no me apasiona como antes? ¿A mis compañeros? ¿Al director?
¿Al reparto completo? ¿Al cine? ¿Al arte en general? ¿O no soy yo, sino el
tiempo transcurrido, el responsable de esa sensación inoportuna?
Puede que todo sea mucho más simple: cuando por los ojos de alguien han
pasado tantas obras maestras necesariamente ha de poner el listón muy alto. Y París, Texas ha sido superada por ella
misma, pues desde el momento que alguien contempla un producto magistral pide mucho
más a todo cuanto ve después, incluido el propio producto.
Recordaba muy poco. El omnipresente desierto, un hombre, una mujer, una
búsqueda, el diálogo interminable a través del cristal. Mi mente la había
dividido en dos partes bien diferenciadas y un remate final. Eso lo encontré,
pero apenas me quedaba noción del argumento. Tampoco había olvidado lo larga
que era. No me perdono haber borrado al niño.
Pero la fotografía, sea porque la había enterrado ya, o bien porque su
vigencia sigue siendo absoluta, me impresionó como pocas veces lo ha hecho una
cámara de cine. Empezando por esa visión dramática y escultural del desierto
que encabeza la narración y que continúa en el cuidado milimétrico de cada fotograma,
en la acertada originalidad de muchos enfoques y, sobre todo, en el lenguaje de
los gestos, en esos elocuentes primeros planos que retratan el pánico, la
desesperanza, la miseria, la enajenación, el desamparo, la vergüenza, la
inocencia, la reconciliación, la angustia y un infinito etcétera. Cada
expresión es como un código del sentimiento que pretende expresar. Contribuyen,
por supuesto, un casting inmejorable y unas interpretaciones tan intachables como
convincentes.
Soy un desastre para escuchar música en el cine. Cuando me encuentro lo
suficientemente inmersa en la trama y la
banda sonora se adecúa a lo que se me está contando, ni siquiera soy consciente
de que suena. A pesar de todas las alabanzas que ha recibido y sigue
recibiendo, esta vez tampoco la escuché. Imperdonable, de acuerdo, pero muy buena
señal por mi parte.
Bien, parece que hasta ahora todas mis impresiones fueron excelentes. ¿Por
qué entonces ese asomo de decepción, esa tibieza que casi me avergüenza
confesar? Según creo, y al margen de las explicaciones anotadas más arriba –que,
mantengo mientras no se me ocurran otras– el guión, una vez superadas la
sorpresa inicial y la fascinación por los elementos visuales y auditivos, cojea
más de lo que parece.
No me atreví a admitirlo en el debate. Claramente, era minoría entre un
público impactado todavía por el peso de la historia completa y por la furia de
las imágenes que acababa de recibir en pleno rostro. Pero si utilizo la
expresión historia completa no lo
hago de forma inocente. Me parece que el guionista se ha guardado trucos en la
manga, ahorrando de esa forma esfuerzo y dinero al rodaje y creando unas
expectativas que no se cumplen. Y afirmo que lo fundamental de una obra narrativa
no es tanto el argumento –al que no quito ni un ápice de importancia– como la
honestidad con que se desarrolla este.
En mi coloquio se habló de si encontramos o no verosímil que el hijo y la
madre se abracen con ese amor a pesar del largo abandono por parte de ella y de
la ausencia de recuerdos en el niño. Pienso que lo es. Se habló de cobardía, de
celos enfermizos, de constantes trifulcas de pareja. Se comentó el tremendo
incendio que se había producido a causa de un desatado e irresponsable impulso.
Se especuló sobre la imposibilidad de rehacer la, ya lejana, relación, sobre
los celos que vuelven a aparecer en la primera visita al locutorio, ahora con
mucha más razón que entonces. Se soslayaron casi por completo los cuatro largos
años que el personaje principal pasa enajenado, en pleno limbo, absorto en la desesperación
más absoluta. Se supuso que este realiza
un gran acto de amor generoso renunciando a los dos seres que más ama al tiempo
que deja al uno en compañía de la otra, pues ellos se necesitan casi sin
saberlo; y que él, gran responsable a fin de cuentas de casi todo lo ocurrido,
sabe verlo a tiempo y retirarse.
Un irreprochable análisis si prescindimos del hecho de que gran parte de lo
que apunto más arriba no aparece en escena. El film se demora en larguísimas
secuencias, rodadas con enorme dramatismo, eso hay que reconocerlo, pero
despacha los antecedentes, esos trágicos sucesos que dieron lugar al presente,
es decir la relación de la pareja, el accidente, el largo y áspero tiempo
transcurrido desde entonces –lo esencial, en definitiva– con unas cuantas
referencias lanzadas a lo largo del tenso diálogo final. Creo que esta ha sido
la principal razón de que ahora, a diferencia de aquel lejano día de los años
ochenta, no haya salido flotando del cine.
Sé que ha llegado a convertirse en una película de culto, pero cuando yo la
vi todavía no lo era, ese estatus se lo dimos los espectadores de entonces.
Ahora sería oportuno someter el guión a un debate –serio, sin complejos ni
lugares comunes– entre espectadores veteranos y primerizos y analizar las
conclusiones que se extraigan.
·
Año 1984
·
Duración 144 min.
·
País: Alemania
·
Guión: Sam Shepard
·
Musica: Ry Cooder
·
Fotografía: Robby Müller
·
Reparto: Harry
Dean Stanton, Nastassja Kinski, Dean
Stockwell, Aurore Clément, Hunter
Carson, Bernhard
Wicki
·
Coproducción Alemania del Oeste-Francia-GB-USA
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Explícate: