martes, 9 de mayo de 2023

Todos mis amigos se llaman Javier (PRIMERA PARTE)


Aquella tarde llamó mi cuñada llorando. Mi hermano y ella habían tenido una de sus discusiones antológicas, en las que volaban platos, zapatos y hasta el gato una vez fue lanzado por los aires. Era un sábado de otoño, lloviznaba, mis hijos habían ido al zoo con su padre, o esa fue la primera idea porque creo que finalmente acabaron patinando sobre hielo en pista cubierta y cenando toneladas de grasa en forma de hamburguesa gigante con ración extra de patatas. A mí, si les digo la verdad, lo único que me apetecía era tumbarme en penumbra, envuelta en música suave y fingir que leía a Proust en el Kindle antes de quedarme dormida. Pero una dispone y la familia –aunque sea política y sin contrato matrimonial– dispone, o más bien abusa de tu bondad, pereza para argumentar o lo que sea. Quedamos en la esquina de Leganitos y nos encaminamos a la calle Princesa donde habían abierto un pub para carrozas que según los informantes de Carmen tenía auténtica clase, sea lo que sea eso, que a la hora de la verdad nadie es capaz de definir. Ni que decir tiene que estos planes nuestros tampoco llegaron a buen puerto. En la escalinata del Plaza había dos chicos sin paraguas esperando a que escampase. Primero nos hicieron reír con sus bromas y luego nos convencieron para que les acompañáramos a un hotel de la calle Arenal. No piensen mal, nos invitaban a probar las mejores tortitas con nata de Madrid, según ellos, en la cafetería del establecimiento propiedad de la familia de Javier. El primer Javier de una larga lista.

No llegué a probar las tortitas, sino un crepe de frutos rojos que compartí con Carmen y un Blody Mary que Victor pidió sin mi permiso y del que solo bebí dos sorbos porque siempre he pensado que el alcohol y los desconocidos no combinan bien, diga lo que diga mi cuñada, que me acusa de estrecha en cuanto tiene ocasión. Ella, en cambio, ama la aventura en todas sus variantes, así que picó y se fue con ellos al piso que compartían. Parecían formales pero nunca se sabe, así que conduje preocupada y no me tranquilicé hasta que de madrugada sonó el teléfono despertando a toda la familia y comprobé que llamaba desde casa. Casi podía escuchar los ronquidos de mi colérico hermano que, por cierto, también se llama Javier aunque no tenga arte ni parte en esto.

Solo diré que ambos acabaron haciendo las paces, como era de esperar conociendo su historial de peleas, y que Carmen se negó a comentar lo que había pasado esa noche. Me pareció lo normal, dado el parentesco que nos unía por entonces, pero creí percibir cierta amargura en sus evasivas y hasta es posible que le hubiese venido bien sincerarse. Debería haber sabido que no pensaba juzgarla y que le hubiese prestado mi hombro, y hasta el pañuelo, con mucho gusto.

Victor me llamó aquella mañana Me extrañó doblemente, ya que desde el principio me habían emparejado con Javier, y más aún la urgencia con la que reclamaba una cita. Parece que no había tenido mucho éxito con Carmen pero yo por entonces era una mujer felizmente casada y fiel por encima de todo. Estuvo insistiendo un buen rato mientras mi hijo mayor me lanzaba miradas inquietas. Fue una situación incómoda.

Luego hablamos muchas veces. Solía llamar antes de que los chicos volviesen del cole; Arturo llegaba sobre las ocho, así que había campo libre. Eran conversaciones inocentes, amistosas, sin propósito concreto. Ya el primer día soltó la frasecita; “Todos mis amigos se llaman Javier”. Añadió algún cotilleo del Javier que yo conocía, vástago de los dueños de una cadena de hoteles, pijo hasta decir basta, que se pasó toda la tarde mirándome como si me estuviese perdonando la vida. Victor, en cambio, era un chaval de pueblo que por entonces se estaba preparando para entrar en el cuerpo de controladores aéreos y acabo de profesor de inglés en un colegio de monjas. En estas pasaron dos años, él se sinceraba conmigo y yo apenas tenía nada que contarle. Hasta que mi marido me dejó por su secretaria, se mudó a otro país y me quedé tan llena de deudas que tuve que pedir un adelanto a mi jefe, para empezar, y después un crédito en el banco que tardé en pagar casi una década. No volvió a dar señales de vida, lo sentí por mis hijos, pero ellos aceptaron la situación mucho mejor que yo. Ya conocían a la susodicha y se habían olido la tostada, pero no dijeron nada hasta que todo estalló por los aires.

Ni que decir tiene, que antes de acabar mi confesión Victor ya me estaba proponiendo quedar ese fin de semana. Prometí que lo pensaría y eso hice. Aquella tarde lluviosa los dos me parecieron atractivos, Este más sanote, el otro arrogante y hermético. ¿Qué tenía de malo dejar a los niños con la abuela y salir un día a tomar algo? Estaba hasta el cuello de obligaciones y me merecía una tarde de asueto. Pero nada más. Él era mi único amigo en ese momento ya que mi entorno de soltera se había esfumado hacía mucho.

(Continuará)