martes, 30 de septiembre de 2014

Mitos de ayer y de hoy (I)




Son casi las doce del mediodía y yo estoy trepando. Hace tiempo descubrí que cuando más pienso es mientras trepo, que si no trepo mis razonamientos son mucho más planos, que, posiblemente, trepar sea, al menos para mí, una de las formas más idóneas de activar los mecanismos del intelecto, no solo la circulación de la sangre o los músculos. El de cada uno según sus posibilidades, como es lógico, tampoco es que me haga más lista. Hablando metafóricamente, digamos que resulta muy efectivo para eliminar óxido acumulado y poner los engranajes en marcha. Claro que, con eso basta ¿no? tampoco hay que pedir peras al olmo.

En momentos así, jadeante por el calor y el esfuerzo, hasta las divagaciones más disparatadas sirven. Como decía, asciendo por la escalinata rocosa algo desmayada, soñando con el almuerzo y sin embargo, un poco a regañadientes. He pasado horas haciéndome la muerta: tendida en horizontal bajo el sol y sobre el agua, balanceándome con la líquida oscilación, contemplando por debajo de mis párpados cerrados relucientes círculos rosados sobre fondo negro.

Solo he echado de menos una cosa, no poder dormirme porque estaba en el agua. Me diréis que para eso están los barcos. Ya, pero no es lo mismo balancearse en seco que dormirse con el agua al cuello sin tener que preocuparse lo más mínimo. ¿Será posible que a estas alturas de la técnica no podamos dormir sumergidos aunque sea a medias? Si resulta complicado lograrlo en un estanque o cualquier otra superficie extensa, ¿por qué no en una simple bañera? Solicito a los sesudos inventores que vayan pensando en solucionarlo.

Escribo mientras septiembre dobla el cabo de Hornos dispuesto a convertirse en el mes otoñal por excelencia; puede parecer una fecha algo tardía para toda esta parafernalia estival. A eso objetaré, primero, que es deber incuestionable de todo buen lector no poner en duda lo que dice el articulista, segundo, que no tenéis ni idea de cuál es la latitud en que me encuentro.

Reconozco que mis deseos siempre han sido algo atípicos, a los catorce años no veía el momento de que hermanas alcanzasen esa edad. Quería compartir cosas con ellas, como es lógico. Pero ¿qué? ¿Creen que se trataba de jugar al futbol en familia, frecuentar las discotecas, hablar de chicos o de trapos? Nada de eso. Hacía poco que había descubierto el latín. Sí, esa asignatura que estudiábamos en tiempos prehistóricos, la lengua muerta, la madre de los idiomas románicos. Con esos antecedentes, no parecerá tan raro que eche de menos un aparato o técnica que posibilite el sueño en el agua.

Desear nunca ha sido malo y, en ocasiones, hasta ha contribuido al progreso. ¿Quién le iba a decir a Julio Verne que su demencial cápsula submarina acabaría convirtiéndose en un artefacto real?

Todo esto presupone que las civilizaciones humanas evolucionan con el tiempo, que la historia sigue una línea ascendente, que cualquier realidad futura es más deseable que la anterior. Se trata de premisas comúnmente aceptadas y que yo considero discutibles. Naturalmente, la fisonomía del planeta, nuestras costumbres y pensamientos no pueden ser los mismos que hace siglos, naturalmente, todo va cambiando, naturalmente la técnica ha alcanzado cotas inimaginables hasta hace (casi) cuatro días.  Pero, ¿de verdad hemos evolucionado tanto como creemos?

(Continuará)

jueves, 25 de septiembre de 2014

No es país para viejos - No Country for Old Men (2005 - 2007)

Siete años más tarde, no hay mucho nuevo que decir de esta película. A mí me dejó fría, pero algo tendrá cuando ha generado opiniones para todos los gustos.  Y, por supuesto que lo tiene: está basada en una novela magnífica, compleja, y tan cohesionada como bien concluida que –al margen de sus innegables aciertos estilísticos y estructurales–plantea asuntos tan trascendentes como el destino del planeta entero y de los seres que lo habitan.

Puede que tener entre manos una obra de esta envergadura y poder manejarla según el propio criterio sea, par un segundo creador, más que una ventaja, un arma de doble filo. En principio, ha de producir una gran seguridad contar con un guión de lujo. Y eso era, potencialmente, la novela homónima de Cormac McCarthy. Pero tanta seguridad lo mismo puede dar excelentes resultados que conducir al más absoluto desastre.

En este caso, el impactante comienzo ya lo proporciona el novelista, también el desarrollo, a grandes rasgos, así como cada incidente de la trama. Pero el guión acaba despojando a la obra original de todo lo que le confiere carácter, de lo que le aporta ese sentido simbólico que la convierte en mucho más que una mera sucesión de crímenes. McCarthy no se conforma con narrarnos los hechos, además da a entender, ya desde el título, que el mundo entero –no solo su país– se ha vuelto un lugar inhabitable en el que los débiles no tienen cabida, que las reglas verdaderas –las no escritas, las que cuentan realmente– son cada vez más despiadadas, que, de seguir por ese camino, no habrá lugar para la esperanza. Y lo dice sutilmente, a través de un argumento alegórico, por medio de continuas metáforas y, sobre todo, mediante la acertada inclusión de la voz del sheriff en forma de monólogo interior.

Todo eso desaparece en el film, que queda así convertido en un thriller más cercano a un telefilm que a otra cosa. Eso sí, meticulosamente realizado, e interpretado de forma convincente por cada uno de los actores, entre los que destaca por su actuación inolvidable –y no me ciega el hecho de ser el único miembro español de todo el reparto– Javier Bardem.

Ver de nuevo la película quizá nos convenza de que no tenía tanto que ofrecer. O no. Pero la novela es seguro que contiene un sentido que, por desgracia, estará vigente por un largo periodo de tiempo.

*Duración: 122 min.
* País: Estados Unidos
* Dirección: Joel Coen, Ethan Coen
* Guión: Ethan Coen, Joel Coen (Novela: Cormac McCarthy)
* Música: Carter Burwell
* Fotografía: Roger Deakins
* Reparto: Josh Brolin, Tommy Lee Jones, Javier Bardem, Kelly Macdonald, Woody Harrelson, Stephen Root, Garret Dillahunt, Tess Harper, Barry Corvin, Rodger Boyce, Beth Brant, Caleb Landry Jones
* Género: Thriller

sábado, 20 de septiembre de 2014

Tiempo por delante


Joaquín Sorolla - Niño en las rocas
Se arrancó el zurrón –que había llevado cruzado sobre el pecho siete días enteros con sus noches– y lo volvió del revés para enjuagarlo en el agua del río. Le dolían las narices de tanta peste a mugre acumulada, a pescado rancio y a la sangre de todos los rasguños que le habían causado las zarzas mientras correteaba medio a ciegas persiguiendo a las cabras que bajaban a escape campo a través. Hasta olor a hambre le pareció que salía de la tela. El perrillo, atento y servicial como siempre, empujaba al rebaño contra una cerca medio derruida cobijándolo entre las piedras que, años atrás, habían servido de cobijo a su abuelo. En aquellos años, se le consideraba aún lo bastante sólida para proteger del viento al cobertizo –ahora inexistente– que lo mismo custodiaba los aperos que resguardaba a un pastor de la lluvia. Había escuchado toda clase de leyendas sobre aquella construcción mísera, desde asesinatos perpetrados al abrigo de sus cuatro paredes hasta apariciones de vírgenes y santos. Él ni creía ni dejaba de creer. Eso sí, de chico las historias habían amenizado muchas y largas tardes de tormenta, cuando hombres y viejas ser acurrucaban en torno al fuego a reparar pucheros desportillados, frotarse las grietas de las manos y cocer patatas. Él, tras colarse con los otros chavales por una rendija de la parte trasera, se arrastraba entre los huecos que dejaban tantas piernas dobladas para aproximarse a la hoguera todo lo posible.

La corriente también olía a miasmas, o era él quien guardaba el hedor en lo más hondo. Se miró con aprensión el cuerpo. Tiró de la camisa –un trapo incoloro que le colgaba de los costados y casi le envolvía por completo– dejando al descubierto las costillas, el escuálido torso y mucha roña adherida a la piel. Con parsimonia, se bajó los pantalones. Ya en cueros, hizo una pelota con todo, lo arrojó con fuerza sobre el polvo y se zambulló en el remanso cercano a la orilla.

Comenzaba a refrescar. El sol se ponía entonces por detrás de los picos más altos dejando una sensación de abandono, no solo en el campo sino en cada una de sus vísceras. Como si la noche en el monte fuese todavía más solitaria. Como si no llevase solo la semana entera en esa su primera salida como pastor. Como si no le esperasen décadas de la misma o parecida soledad –quizá más insidiosa e inmensa por la mera acumulación de minutos– ahora que a padre, el pobre, se lo había llevado la parca.

lunes, 15 de septiembre de 2014

Alquitrán

Aquel mediodía de agosto encontré la plaza de Santa Águeda convertida en un desierto hediondo. Habían dedicado toda la mañana a extender asfalto sobre los viejos adoquines y ahora este relucía como el azabache debajo de un sol de justicia. Titubeando, avancé a pasos cortos por el estrecho pasillo de tablas con la intención de resguardarme bajo la techumbre del quiosco. Una vez clavado como un poste sobre la exigua plataforma de granito, tuve que sufrir el acoso de un rayo hiriente que, rebotando sobre el escaparate de la tienda de modas Cadeau, se hundía con saña en mi calva y, cómo no, en el vidrio de las lentes. Por suerte, olvidado junto a la puertecilla, había quedado un botijo blancuzco, lleno a rebosar de agua fresca que rezumaba por sus poros y que apuré en unos cuantos tragos ávidos. El par de enjutos maniquíes del color de los pollos desplumados que me contemplaban melancólicamente desde el otro lado del cristal me recordaron a mi novia.

Escuché el rodar del tráfico por las calles contiguas mientras sentía las reservas de líquido escapar a chorros de mi cuerpo. Elvira vendría cuando le viniese en gana, como siempre, sin importarle si me consumía de calor allí, parado en el único metro seco de terreno de la vieja plaza de la iglesia, con las fosas nasales reventadas por el olor a alquitrán. Ni siquiera podía ver la hora que marcaba el reloj pues este ardía en mi muñeca como una pequeña hoguera reluciente. Justo entonces, como si me hubiese adivinado el pensamiento, el reloj de la torre dio la una y, tras una hora entera de tortura, la vi aparecer, bien protegida bajo una gigantesca pamela color malva, al fondo de la plaza, doblando la esquina de El Trapecio. Avanzaba por la acera sobre sus tacones de cigüeña dando saltitos de vez en cuando según su costumbre. Lo absurdo del asunto es que miraba constantemente a todos lados, como si pudiese encontrarme en cualquier lugar de la calzada, como si ese engrudo maloliente pudiese ser pisado, como si hubiese alguien más aparte de nosotros dentro de aquel perímetro. Siempre había sido mucho más miope que yo, pero ¿acaso se había quedado sin olfato de pronto? Recordé su nariz, pequeña y afilada como pico de pájaro, que alargaba y encogía sin parar con un tic permanente, muy útil para acomodar las gafas en su sitio.

Tras uno de esos inconcebibles giros de cuello miró casualmente hacia el quiosco. Supe que no me veía y la odié por eso también. Nadie tenía derecho a emparejarme con aquella mujer, ni mi propia madre, por mi forrada que estuviese su familia. Sin contar que, después de aquellos ocho años terribles, no había que ser un lince para saber que eran todos más agarrados que un chotis. Si alguien todavía era capaz de soñar con que después de la boda esa gente me ayudaría a prosperar en alguna de sus empresas, simplemente no formaba parte de este mundo. De pronto, creí divisar el final del túnel. Quizá hubiese una forma de librarse de Elvira sin que a los míos se les derrumbase del todo su mágico castillo de naipes.

Agité los brazos, la llamé, solté unas carcajadas algo tétricas que retumbaron en aquel vacío sólido. Necesitaba que me viese enseguida, que no dudase, atraerla hacia mí sin que le diese tiempo a pensar nada. Algo muy simple pero que, con un poco de suerte, me garantizaría no volver a verla jamás.

Mi novia, la pobre, era alérgica al sol. Le salían erupciones por todo el cuerpo y se le cerraba la glotis en apenas cinco minutos. A los pocos pasos se quedó atrapada en la pringue y miró hacia mí con ojos de terror.

-Tírame la pamela, corre, tírala. ¡Venga! Yo te arrastro.

La vi dudar un par de segundos, luego se decidió y la dejó caer blandamente. El gorro quedó a sus pies, no avanzó ni medio metro. Su aspecto era tan blando, soso y cursi, estaba tan atrapado en el alquitrán como ella misma. Era el momento de retroceder. Muy lentamente. Aún podía aparecer alguien y, de una ojeada, hacerse cargo de lo que estaba ocurriendo. Bordeé palmo a palmo el quiosco escuchándola gemir. En cuanto llegué al pasillo de tablas, lo atravesé todo lo deprisa que pude; ya en la acera, me dirigí a la bocacalle más cercana y eché a correr.

¿Todavía queda alguien que niegue la existencia del crimen perfecto?

miércoles, 10 de septiembre de 2014

¡Y yo con estos pelos! (II)

Todo ello sin prescindir nunca de la rentabilidad, y por tanto, de la urgencia. O de la rentabilidad urgente. Prisa por desalojar las vitrinas de novedades, necesidad de sustituir lo más rápidamente posible. Hay que producir a gran velocidad porque todo pierde vigencia casi de un día para otro. Se consume con fruición. Ya el propio término consumo lleva implícita la idea de poda. Se participa en clubs de lectura presenciales o virtuales, en foros de todo tipo, se intercambian videos, películas, discos, cualquier producto audiovisual traspasa continentes a velocidad de vértigo. Hace falta leer o escuchar lo que se considera cool ese mes, confrontar la propia opinión con la ajena y adaptarnos a lo que se lleva dentro de lo posible. Cualquier obra nueva o recuperada, sea del tipo que sea, es susceptible de comentario y comparación, se establecen rankings; podios imaginarios se derriban casi inmediatamente después de construirse y ocuparse, se establecen valoraciones urgentes. Nadie se siente satisfecho hasta no alcanzar el consenso con la mayoría pero, una vez homogeneizado el gusto, se olvida el producto y se pasa a otro. La elección individual, calmada, que va calando en las mentes, dejando poso, asimilando el canon de lo clásico para elaborar una identidad cultural sólida –para lo que hace falta una elaboración incomparablemente mayor que esos consensos tuiteros tan en boga–, todo eso se ha perdido en gran parte. No es que todo el mundo interesado por la cultura se encuentre inmerso en esa vorágine, pero es cierto que constituye una tendencia al alza mantenida e incrementada por las generaciones que vienen arrasando.
Colosseo - Miguel Cuba Taboada - Exposición Estación XV - Real Academia de Bellas Artes de S. Fernando - Madrid

Mientras tanto, aquí estamos. Con estos pelos o con otros. Nos podemos colocar una peluca, hacernos un injerto de pelo o ponernos una cara nueva. Vivimos, nos movemos, empujados por lo que se mueve a nuestro alrededor, por una efervescencia de tal calibre que se escapa de un instante a otro. Sin duda, nos hallamos en una encrucijada cultural comparable a la explosión de las vanguardias de principios del siglo pasado. Una y otra, etapas incuestionablemente críticas que han pretendido cambiar el mundo. No cabe duda de que las nuevas tecnologías, al propiciar una cultura de la imagen que derivó en lo que Vargas Llosa denomina civilización del espectáculo, ha acabado por hacerlo irreconocible. Se trata de dos momentos comparables. Opuestos en gran parte, pues lo posmoderno, en oposición al elitismo vanguardista, ha abandonado todo propósito distinto al objeto en sí; además, se muestra en principio como accesible a todo el mundo. Pero son también similares ya que, no obstante, los movimientos artísticos, con su afán por intelectualizar, fragmentar, reinterpretar, fusionar unas obras –por lo demás, sencillas en su literalidad– ha perdido la conexión con el gran público, que, contrariamente a los artistas, aún no ha renegado por completo de los cánones.

Registrar toda esa proliferación de novedades requiere de un tiempo, un espacio y, sobre todo, de unos cerebros que hoy por hoy no están disponibles. Quizá algún día, los seres clonados abarquen mucho más que nosotros. Por lo pronto, la gente que puebla el planeta -aunque acostumbrada a pisar sobre un suelo cambiante- se siente abrumada ante tan descomunal bombardeo. Pero hacemos lo que podemos, tengamos pelo, seamos calvos o nos hayan transplantado una palmera sobre nuestros cueros cabelludos, lo que se espera, estemos o no por la labor, es que nos reciclemos. Y más nos vale, porque la alternativa es morir. 

viernes, 5 de septiembre de 2014

¡Y yo con estos pelos! (I)

El desorganismo de Daniel Johnston - por Ricardo Cavolo


Quizá no hemos reparado aún lo suficiente en ello, pero, en lo que llevamos de siglo, la forma de relacionarnos con la cultura y de relacionarnos entre nosotros se ha modificado de forma radical, y los cambios no tienen intención de detenerse, al contrario, su avance es implacable y sigue su curso cada vez a mayor velocidad, de tal forma que nunca dejarán de sorprendernos. La creatividad se ha ido diversificando. Youtube, videojuegos, tweets, blogs, collages plásticos, poéticos, novelísticos: literatura híbrida en general. Junto a ello, cine, vídeo, publicidad, perfomances, teatro, pintura, escultura con materiales de todo género, música, fotografía. ¿Medios de expresión o una forma de aprovechar el enorme altavoz mediático para prosperar lo más rápidamente posible? Sin embargo, paralelamente a lo efímero del gusto, los recientes soportes mediáticos facilitan la permanencia. Resulta una paradoja curiosa. Hoy día, todo el cine y la música de la historia están al alcance de la mano, podemos contemplar cualquier cinta por muy antigua que sea, escuchar grabaciones olvidadas, visitar virtualmente los museos de cualquier rincón del mundo sin movernos de la silla, de ahí que algunas modas actuales presenten un carácter retro. Cierto que no podemos examinar cada pincelada, considerar dimensiones, comparar el efecto de la pintura desde todos las distancias y ángulos, ni hay posibilidad de olfatear las salas persiguiendo rastros de materia pictórica, pero eso al espectador-consumidor medio (exceptúo, claro está a los artistas) ya no le importa mucho, ha dejado de interesarle el vivo y el directo, lo que quiere es estar al día, conocer lo que hay, en conjunto, sin detalles, prescindiendo del disfrute individual, poder compartir impresiones, responder a las demandas de otros consumidores, en una palabra, presumir de enterado en su círculo, ya sea real o cibernético. En definitiva –y aunque sea en detrimento de la calidad técnica del producto artístico– lo que prima es la nube.


Posición de lectura para una quemadura de segundo grado - Dennis Oppenheim (1970)
Todo esto nos conduce al ideal posmoderno. Cultura de masas de esta sociedad globalizada, hedonista, decadente, paradójica, proteica, feminista, anti utópica, clónica aunque individualista, enamorada de la imagen y de lo novedoso, contextual, multicultural y multiforme, la posmodernidad –caracterizada ante todo por los valores que rechaza ya que no muestra gran apego por ninguno– ignora el prestigio de la llamada alta cultura apostando por las aportaciones populares, cuestiona el principio de autoridad por sistema defendiendo un pluralismo nivelador o no jerárquico, es partidaria de obtener la mayor rentabilidad a partir de la mínima inversión en todos los aspectos y, frente al tradicional carácter homogéneo de las obras, aboga por lo híbrido. Esta tendencia no se ha impuesto de forma repentina, se viene gestando desde hace décadas, pero es que lo posmoderno, como tal, es bastante viejo. Nació allá por los 70 –aunque hay quien apunta todavía a más atrás– y alcanzó la mayoría de edad, ya en el filo de los 90, con la desaparición de los grandes bloques y el inicio de lo que conocemos como globalización. Si bien se va renovando, o mejor, reinventando a sí misma. (Frase –y concepto– estos de reinventarse, posmodernos por excelencia, así como la idea de que es la palabra quien crea el concepto y no al contrario). El puzle, el pastiche triunfan porque forman parte del ADN del hombre actual, porque con su absoluto relativismo, su ausencia de solemnidad y su potencial cercanía al gran público cumplen los requisitos de lo posmoderno. Un ejemplo de hibridación a gran escala serían las redes sociales. Y es que son los mass media, en general, la nueva divinidad que ejerce su omnipotencia proclamando lo que existe y lo que se ignora, marcando las pautas a seguir, sacralizando la más absoluta inmediatez, sustituyendo la información real por una indiscriminada y abusiva saturación de datos tal que impide a sus destinatarios asimilar, organizar y, sobre todo, valorar lo que reciben. Por encima de cualquier objetivo utilitario o criterio selectivo, el mero entretenimiento adquiere un prestigio enorme, no importa si procede de una novela gráfica con caché, de una transmisión futbolística o de las truculencias emitidas por el telediario de las nueve. El culto al cuerpo y a la tecnología mueve fortunas ingentes y hace que soñemos con acercarnos a un ideal robotizado, aparentemente perfecto, que para obtener lo que desea no necesita hacer ningún esfuerzo.

Solo hay que echar una ojeada para comprender que estamos en plena etapa expansiva de esta posmodernidad que se va prolongando. Con el cambio de siglo prosperan cada vez más las nuevas formas de expresión escrita. Poesía en redes, literatura fragmentada. En novela, Bolaño, Auster, Pynchon, DeLillo, Foster Wallace, Juan Francisco Ferré, Michel Houellebecq, Chuck Palahniuk, entre otros, han llevado a cabo una completa revisión de los conceptos literarios. Ahora más que nunca, predomina la confusión entre fantasía y realidad, la ruptura de secuencias espacio-temporales, metaficción e intertextualidad por doquier, participación necesaria del lector en la construcción completa del texto, coexistencia de géneros o de diversos puntos de vista, propiciada tanto por la actual tecnología y el influjo de lo audiovisual como por las convulsiones sociales del momento.
(Continuará)