sábado, 8 de febrero de 2014

Oxana y dios

Yo tenía la gripe.
 
Ella cose por las casas. ¿Creíais que era una profesión extinguida, que solo en tiempos de nuestros abuelos tuvo razón de ser? Pues ha vuelto. Oxana, ucraniana ella, ha decidido rescatarla.
 
También hace punto a mano. ¿Recordáis las tricotosas? Ella solo tiene dos agujas. Toma las medidas cuando hace falta, enseña un muestrario de colores y un día aparece en el umbral con un jersey precioso, un gorro, unos guantes.
 
Parecen de azúcar esas flores superpuestas que cose en las rebecas de las niñas.
 
Igual borda mantelerías que plancha o arregla relojes. Si se tercia, te hace la compra.
 
Oxana es la mujer recia, con el pelo muy corto y rubísimo, que encontramos en el paseo marítimo, a la caída de la tarde, junto a uno de esos desgarbados maduros cuya cintura adolescente provoca la envidia del personal. Su marido. El abuelo de su nieto. De espaldas se asemejan a una osa muy elegante paseando de la mano de un  otoñal Jeremy Irons.
 
Me trajo el antigripal y se puso a rematar los abalorios de un chaleco que estrenaré en cualquier sarao que se celebre en el puerto. Con permiso de los virus, claro.
 
Hablamos de la gente. ¡Oh, la gente! Ese infierno –según Sartre– sin el que no podemos vivir.
 
La acompañaba ya por el pasillo cuando se me ocurrió comentar.
 
-No creas que el problema es solo tuyo por ser extranjera, existe un rechazo general a cualquiera que parezca distinto. Da igual que sea más listo, más tonto, más alto, más bajo, más miope…
 
-Me salió un bulto en el pecho.
 
-¿Cómo?
 
-Sí. Me salió un bulto por un golpe que me di. Al principio no me acordaba y me asusté mucho. Me lo noté en la ducha y tuve que esperar tres meses, muerta de miedo, a que me atendiera el especialista.
 
-Suele pasar, las listas de espera son terribles.
 
-Pero cuando llegué a la consulta me enteré de que ninguna había esperado tanto. Dos o tres semanas, como mucho un mes.
 
-Suena un poco raro, sí.
 
-Y me quedé sin tres mil euros que le debían a mi marido porque, mientras esperaba y esperaba, se los ofrecí a Dios si me sacaba de esta.
 
-¡Oxana! ¿qué me estás contando?
 
Veía relucir sus ojos azules en medio de la oscuridad de la escalera.
 
-Sí, sí. De una obra que hizo y que no le había pagado el contratista. Quedaban dos mil ochocientos. Un mes nos pagaba cien, otro cincuenta. Le llamé y le dije: “Mira, vas a tener suerte, mañana voy al médico, si me dice que lo que tengo no es nada te perdono la deuda.”
 
-¿Y aceptó? Pero ese hombre es un sinvergüenza. Oxana, hazme caso, si se le ocurre pagarte algo, lo coges.
 
-Eso no va a pasar.
 
-Es muy probable, pero tú por Dios no te preocupes, seguro que lo entiende, ¡cómo no lo va a entender! Ese dinero es tuyo, no puede enfadarse porque hayas incumplido tu promesa.
 
-Ya.
 
-Escucha: fue un momento duro y no lo pensaste bien, la próxima vez que prometas algo no se te ocurra decírselo a nadie hasta que se te haya pasado el susto.
 
-Bueno, adiós. Si necesitas algo, llama, que como estás enferma no te cobro.
 
-Si no me vas a cobrar, no te llamo.
 
-Bueno, pues págame entonces.
 
-Chica, ¿sabes que no tienes arreglo?

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