Hasta que... Hasta que pasó algo, porque ya se sabe que nada es eterno en esta vida. Un mal día mi padre desapareció sin avisar. Cuando logramos salir del estupor sufrimos el drama de la pérdida y, después de un breve sentimiento de culpa, nos sumimos en una cólera feroz, todos menos mi madre, que, ¡pobre! no levantaba cabeza. Tan abatida la veíamos que nos sorprendió a todos una mañana después de desayunar, arrastrando su equipaje hasta el vestíbulo y abrazándonos a todos.
Ella sí se despidió, pero nos dejó completamente solos. Dijo que iba a buscarle y desapareció pedaleando detrás de una curva.
Aunque apenas rebasábamos la adolescencia éramos capaces de valernos por nosotros mismos. O eso descubrimos cuando no tuvimos más remedio. Yo no tenía más que dieciséis años y todavía iba al instituto, pero los chicos se encargaron de que no me faltase de nada: Juan continuó con el negocio de los muebles y Pedro con el de las plantas. Les iba regular, pero nunca les vi desanimarse, lo único que cambió fueron sus visitas al pueblo: primero se hicieron asiduos al baile de los domingos, luego las escapadas se volvieron diarias, hasta que, uno tras otro, acabaron casándose. También de repente, como se hace todo en mi familia.
El mayor se dedicó a la cría de ganado, el otro trabajaba en el campo como temporero, los dos vivían en el pueblo y yo me quedé un poco más sola que antes.
Salí adelante. Para entonces me había convertido en toda una mujer y supe ganarme la vida. Del taller de papá, aproveché los herramientas y toda la madera que sobró para convertirla en una fábrica de juguetes. De mis manos salieron casitas en miniatura, toda clase de utensilios para amueblarlas y las propias muñecas y muñecos. Yo les daba forma, pintaba y vestía. Después llevaba mi artesanía al pueblo y me la quitaban de las manos. También aproveché el jardín de mamá para cultivar flores, que vendía en bodas, aniversarios y cualquier ocasión que se terciase. Esto producía bastante menos, pero era una ayuda a tener en cuenta.
No sé por qué estoy hablando en pasado. Han transcurrido algunos años pero aún me dedico a lo mismo. Mi pequeño paraíso es un magnífico punto de reunión. Ahora las festividades ya no se celebran en la plaza sino alrededor del viejo árbol, que se ha convertido en un vecino más. Los niños me visitan para trepar hasta mi casita encantada un día sí y otro también. Yo los miro mientras trabajo y, si tengo tiempo, les preparo algún dulce. Los fines de semana la familia invade mi hogar, ya tengo cinco sobrinos y sospechamos que en camino viene otro. O dos, nunca se sabe.
No me falta de nada, pero no puedo negar que llevo en las venas la sangre de mi gente. No será hoy ni mañana. El día menos pensado, sin avisar, como han ido haciendo todos ellos, me liaré la manta a la cabeza y recorreré esos mundos buscando a mis padres. A no ser que ellos vuelvan antes de que consiga decidirme. Pienso aprovechar algunas pistas que dejaron y me presentaré donde supongo que pueden estar. Y si no los encuentro, me convertiré en una aventurera deseosa de conocer lo que se oculta tras esas montañas. Un mundo fabuloso me espera. ¡Ten paciencia, Mundo! que tarde o temprano cogeré mis bártulos e iré a descubrir qué es lo que tienes que ofrecerme.
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