viernes, 12 de junio de 2020

La Bertiada (Novela por entregas) - Episodio III

Aprovecho esos minutos para programar el Suministrador de Alimentos instalado en mi Luna-Exprés. En eso de preparar los menús, el chico es más eficiente que nosotros. Pero es que antes no era así, había cocinas y almacenes donde íbamos a hacer la compra. Hace años de esto, mis hijos no ha llegado a conocerlo, pero para alguien de mi edad resulta difícil acostumbrarse. Recuerdo también que las familias eran más variadas, no estaba reglamentado el número de hijos ni su sexo. Nosotras fuimos tres chicas, en cambio ahora es obligatorio parir al cincuenta por ciento. En poco tiempo, el número de mujeres y hombres será exactamente el mismo.
Me siento bien porque ahora todo empieza a cobrar sentido, pero cuando llego al vestíbulo me espera una sorpresa inquietante. El joven controlador no está en su puesto, su lugar lo ocupa una mujer que me observa con atención. Pero esos ojos, incluso esa mirada, son los mismos de antes, aunque trasplantados a un rostro femenino y bastante más maduro que el otro. Estoy desvariando. Puede que tenga que pasar por el Revisor de Emociones, más conocido como loquero. O pedir unos días de descanso para restaurar mis circuitos. Sé que es una forma de hablar, que el lenguaje de las máquinas invade nuestro vocabulario, pero sigo obsesionada con el asunto de la mujer ciborg –o sea, yo– que no se reconoce a sí misma. ¿Será esto posible? ¿Estaré perdiendo la razón?
Mientras pulso la Luna-Exprés para regular la temperatura y el alimento antes de llegar a casa, pienso en la penumbra que me espera, en los asientos mullidos, los Conectores de Entretenimiento. Necesitaría descansar durante meses. Será fácil, pues voy a pasar sola muchos días. Jaime se ha enrolado en una exploración científica por los desiertos del sur y cuando vuelva dedicará una semana a impartir conferencias por toda la región central, a Tarsi no lo veré tampoco: su Escuela le ha encargado un proyecto y tiene que encerrarse en su estudio vigilado a distancia por un Asistente Pedagógico. Ninguno de los dos me preocupa, sé que a su modo son felices. Pero pienso en Medea y en ese ensimismamiento tan extraño. Aunque estos tiempos son raros para todos los que pasamos de los treinta. Me dicen que hoy día a los jóvenes les suele pasar esto, tienen que madurar, emanciparse en cuerpo y mente, pensar en su futuro, adquirir otra perspectiva, que su familia de origen debe quedar atrás cuando se está a punto de formar una nueva y comienza una etapa laboral brillante. Pero me importa un bledo lo que hagan los demás jóvenes, si lo tolero no es porque sea costumbre sino porque ella lo quiere así. Si es que interviene su voluntad y no está manipulada por alguna autoridad o abducida por una máquina. Ya sé que estoy pasada de moda, intento ajustarme a estos tiempos pero es un hecho que me vienen un poco grandes.



2

Ha amanecido un día tibio, brumoso, sin ese sol cayendo siempre a plomo que te amartilla el cerebro. Me siento descansada, como si hubiera dormido varios días. Veo en la Luna-Exprés la cara de mi hijo que come y bebe antes de seguir trabajando, me habla de perfiles y de áreas coloreadas que comprendo vagamente. Vuelvo a pensar en el Controlador de mi Unidad. ¿Habrá vuelto a su puesto de trabajo o le seguirá reemplazando aquella mujer? ¿No serán ambos la misma persona bajo aspectos tan distintos? Hay algo detrás de esas mejillas que transpira complicidad.
Se me acelera el corazón cuando me incorporo a la fila. Al principio, no me atrevo más que a mirar de reojo. Allí está. El hombre de la sonrisa no es muy alto, tiene las mejillas un poco hundidas y el pelo gris oscuro debajo de la gorra reglamentaria. Me siento halagada cuando noto –gracias a un parpadeo acelerado, al iris que se desplaza insistentemente hacia el borde del ojo–  que está pendiente de mí, que aguarda quizá con impaciencia los dos segundos que estaremos a menos de un metro de distancia. Apenas llego a  su altura, me fijo en su boca. Tiene un rictus severo y no habla hasta que  nos separan escasos centímetros, yo de perfil, él susurrando entre dientes.
Dice:
-Solo está vivo el que sabe.
Pero este hombre es un fenómeno. La frase de ahora enlaza con la anterior.
¿Cómo se llamará este individuo de ojos azul marino y mirada de hielo? Ya no quiero que sea un ciborg, confiaría más si se tratase de una persona cabal, fuera del alcance de programadores poco escrupulosos. El espíritu de un mortal siempre es único, mientras que en la mente de un humanoide hurga mucha gente, y siempre hay intereses políticos.

(Continuará)

lunes, 1 de junio de 2020

No eras inmortal (Relato elegíaco)

Tú y yo salíamos de casa al amanecer. Mientras yo echaba la llave de abajo y corría el cerrojo tú ponías el coche en marcha. Te costaba porque el motor, siempre helado, simulaba arrancar una y otra vez con sus broncos rugidos de todas las mañanas, y yo tiritaba de frío a tu lado, arrebujada en mi impermeable forrado de lana de borrego. Madre lo había confeccionado con tela encerada, cosida a la lana cuyas propietarias habías esquilado tú. Las conservamos algún tiempo, pero nadie hacía tan buenos quesos como Madre. Ahora la casa quedaba vacía y helada pues no había nadie para avivar el fuego, y tú me preguntabas en cuanto enfilábamos la carretera:
-¿Seguro que has cerrado bien?
La excusa eran los forasteros que solían merodear por allí, pero en realidad nos parecía extraño tenernos solo el uno al otro, que no hubiese nadie esperándonos a la vuelta. Yo temía esa pregunta porque dejaba nuestro desamparo en evidencia y me impedía soñar que Madre se había quedado en la cocina retirando la nata del hervidor o recostada en la mecedora para curarse el resfriado.
Lo decías y yo miraba por la ventanilla para que no me vieras las lágrimas.
Luego aparcábamos en un rincón del puerto y nos dirigíamos a la lonja. Siempre negociábamos un buen precio en la subasta, tú tenías muchos años a las espaldas de bregar con los pescadores y además les caías bien. Al acabar subíamos la cuesta hacia la plaza, yo cargada con las cestas, tú sujetando el caballete sobre los hombros y el tablero con las manos por encima de la cabeza. Ambas piezas se convertirían en el mostrador que íbamos a instalar en nuestro hueco del mercado. Mientras tú sacabas los clavos y el martillo del saquito que llevabas colgado de la cintura, yo apuntaba la manguera hacia los cuerpos plateados y perfumados de sal. Alguno todavía coleaba y boqueaba, como implorando que le enchufase el chorro salvador. También eso me apenaba, sin comparación con el recuerdo de Madre, claro está, pero lo suficiente como para ponerme melancólica. Cada mañana transportábamos y vendíamos docenas de cadáveres marinos y yo era una chica muy sensible.
La pena se volvía cada año un poco más llevadera, nos acostumbramos a nuestras mutuas soledades, al carácter taciturno que, seguro, yo había heredado de ti; nuestros gestos de personas solitarias así como el reparto de tareas se fueron volviendo una costumbre. Pasaron cinco años y un día apareció el Julián en nuestra puerta.
Venía a comprarnos los quesos. Según dijo, se lo había encargado su madre. Le llevé al antiguo corral, donde tú pasabas las horas afilando palitos y tallando tocones que algún día se convertirían en estatuas de madera. Habías preparado el bárniz y los pinceles mucho antes de la muerte de Madre, pero nunca llegaste a dar forma a ninguna de las piezas. A veces me pregunto si alguna vez habías llegado a acabar una figura o simplemente sacabas virutas de los bloques para calmar los nervios y mantenerte entretenido en las largas y desmayadas tardes.
Con el Julián fuiste algo brusco, no hacía falta increparle ni asegurar que su madre estaba en la inopia ni informarle de cuanto tiempo llevaba la quesería cerrada. 
Pero él se lo esperaba, echó una media sonrisa y me miró de arriba a abajo.
-Y con la chica, ¿puedo hablar?
Te encogiste de hombros.
- Yo que sé. Pregúntaselo a ella.
Paseamos por la alameda que va de un pueblo al otro. A mitad de camino nos sentamos en unas piedras y él abrió una bolsa de pipas. Claro que su madre sabía de la muerte de la mía, y de que no fabricábamos quesos desde que ella faltaba, aquello había sido una ocurrencia suya, que había entrado en casa para verme de cerca y se había quedado sin nada que decir al encontrarse contigo frente a frente.
Nos casamos ese verano. Tuviste que firmarme una autorización porque hasta noviembre no cumplía los dieciocho. Tu consuegra se encargó de los invitados, la comida y las gestiones con el cura y el alcalde. La celebración fue en nuestro patio. Vinieron los pescadores para cumplir contigo, los pastores por la memoria de Madre, los muchachos del pueblo por amistad con el Julián, las comadres de tu consuegra y sus maridos para acompañarlas. A lo tonto, se acabó juntando el pueblo entero, lo que no había en casa lo traían de la suya y entre todos me habían preparado un bonito ajuar.
No hicimos viaje de novios porque nos parecía una costumbre de señoritos, pero fuimos a la ciudad con nuestras maletas, nos alojamos en una pensión y pasamos una semana fingiendo que éramos turistas. Aunque yo ayudaba a la patrona a limpiar y lavar la ropa, eso pagaba el alojamiento, lo único que no nos perdonaba era la comida.
Encontramos un piso barato y lo alquilamos con nuestros ahorros. El Julián se colocó en una obra, yo entré de interna en casa de un médico. Apenas nos veíamos, solo me dejaban salir los domingos por la tarde y casi no cruzábamos palabra, yo le daba el salario de la semana y luego íbamos al cine, cenábamos sardinas fritas en una tasca del barrio y acabábamos recorriendo los dos kilómetros y medio que separaban mi casa de la nuestra. Él me daba un beso en la frente y yo subía corriendo a encerrarme en mi cuarto porque tenía que madrugar al día siguiente.
A mí todo aquello me parecía normal porque no conocía otra cosa, sentía una nostalgia feroz de la época que había pasado contigo, con vosotros, de todo el tiempo que fui soltera, pero espantaba esos pensamientos que me parecían de mala esposa, de mujer desagradecida, e impropios de mi nuevo estado civil. Al poco tiempo comprendí que el Julián me había dejado embarazada cuando dormíamos en la casa de huéspedes y así se lo dije, también le pregunté si me echarían del trabajo cuando empezase a echar barriga y me dijo que no, pero no me dio más explicaciones.
Pasaban las semanas y cada vez lo encontraba más raro. La mujer del médico me acompañó un día a casa y nos dijo que estaba contenta conmigo y que podía volver al trabajo como externa después de dar a luz. El Julián cabeceaba como si estuviera de acuerdo en todo, pero yo me daba cuenta de que apenas podía hablar. Cuando ella se fue, dormimos juntos por primera vez en cuatro meses e hicimos el amor como si él fuese un pirata de los que salían en las películas. Como siempre había sido así, no encontré motivos para quejarme. Debido a esa misma inercia, me parecía propio de una esposa decente no hacerte nunca una visita. Pero esta vez hubo una novedad que sí encontré insoportable y es que el Julián olía más a alcohol que una licorería. Por eso tenía la lengua de estropajo y los ojos vidriosos las últimas semanas que nos encontramos para ir al cine y un olor agrio que achaqué a que no se lavaba lo suficiente. Aunque tampoco es que se presentase muy limpio, y eso que el domingo era el único día de la semana que le dejaban ver a su esposa, o sea, a mí.
Desde ese día la señora me dejaba dormir con el Julián los domingos pero nunca se lo dije para que no me obligara a quedarme con él. Cuando me puse de parto, le llamaron y me llevó al hospital en taxi. Nunca más volví a verle, di a luz sola, después volví a casa con el niño, que ya entonces era igualito a ti, padre, y lo sigue siendo, encontré a una cría del barrio que se quedaba con él por cuatro perras y regresé a la casa del médico. Cuando Gregorio cumplió dos años, la señora puso otra camita en mi antiguo cuarto y volví a trabajar como interna. Encontré una guardería que me podía permitir con lo que me ahorraba del alquiler del piso y allí pasaba mi hijo las mañanas.
Así vivimos hasta que un día empezó a hacerme preguntas. Le conté que su padre nos había dejado, que yo era huérfana de madre y que tenía un abuelo que se llamaba como él. La señora me oyó.
-¿Es eso posible?
-Es la verdad.
-¿Y qué pasa, estáis enfadados?
- No sé, es que no tengo tiempo.
Se quedó mirando a mi hijo.
-Esta chica es tonta.
Lo era. Y lo sigo siendo, aunque la vida te va enseñando y más cuando eres madre, entonces tienes que espabilar lo quieras o no. Pero lo de volver al pueblo fue idea de la señora. Gregorio estaba muy contento, iba a ver a su abuelo que se llamaba como él. Iba a verte a ti.
Todo el pueblo salió a la puerta a ver pasar el coche, que tiene un aspecto imponente esa es la verdad. Cuando nos acercábamos y vi mi casa tan cerrada, sentí como si me estrujasen por dentro. Aquella era muy mala señal.
El niño iba detrás, cantando. Intenté prepararle pero no sabía qué decirle, hasta que aparcamos y vi llegar corriendo a la madre del Julián.
-Hija, ¿qué ha sido de vosotros? ¿Cómo es que nunca más se supo?
-No la regañe, -respondió la señora en mi lugar- es una buena chica pero ha tenido muy mala suerte.
Le dije que aquella mujer era mi suegra para  que no hablase mal del Julián delante de ella ni del niño, pero no fue buena idea porque a partir de entonces se puso a despotricar y a poner a mi marido como un trapo. La otra se calló y bajo la cabeza, si le molestó no lo sé..
-Hijo, da un beso a tu abuela, es la madre de tu papá.
No quería y tuvimos que obligarle. A él solo le importaba ver a su abuelo, aquella mujer no era nadie.
La señora y yo habíamos comprendido, pero el niño seguía preguntando. Fue muy duro explicarle que no iba a poder conocerte.
Habíamos perdido todos aquellos años. Pensando en cómo eras, ahora sé que me echaste mucho de menos, que te preocupaste al no tener noticias mías, que no dejabas de preguntarte que podía haberme ocurrido, que te sentiste terriblemente solo, que compartías tus desdichas con la consuegra. Lo entiendo y me siento una ingrata, pero si no volví no fue por falta de ganas, pensaba en ti a todas horas, habías sido un buen padre, es que no sabía qué es lo que se esperaba de mí. Creí que mi obligación era esa: romper con todo lo anterior y resolver mis problemas yo sola.
Y aquí estoy, llorando, en nuestra vieja casa. Tu nieto duerme en la cama que fue tuya y yo intento que no salga ni un sonido de mi boca. Se le pasará pronto la pena, al fin y al cabo él no te llegó a conocer.
¡Descansa en paz, Padre!