Ni que decir tiene que
Auko volvió a escapar. Se acercó con precaución al lugar que indicaba la piedra
y cuando vio de qué se trataba se sintió algo más segura. Imaginaba que la
estarían esperando en una casa particular, no esperaba encontrar aquel
escenario.
Al principio le pareció
que el local estaba a oscuras, luego fue acostumbrándose a una media luz casi
inexistente. Desde su sitio, no lejos de la entrada, no podía ver más que tres
o cuatro parejas y a unas cuantas chicas detrás de la barra. De pronto aquello
pareció animarse: se encendió el escenario y algunos focos más, los músicos se
instalaron detrás de los instrumentos. Miró
a su alrededor. ¡Quién lo hubiera dicho! paredes verde manzana, cuadros en
tonos pastel con marcos blancos, tulipas rosadas, un ambiente de lo más
romántico. Las camareras parecían clonadas: la misma edad, estatura, pelo rubio
muy corto, camiseta negra ajustada, cortesía distante. Empezó a sentirse
cómoda. Estiró las piernas y dio un trago al gin tonic disfrutando del momento.
Hasta que llegó él.
El tipo era repugnante
no solo porque olía raro y tenía pelo hasta en las narices, más que nada era la
mirada torva, la sonrisa irónica, los labios húmedos. ¿Qué podía esperar de
ella semejante individuo? Se sintió como una pulga perdida en aquella sala enorme.
No entendía cómo había podido meterse en aquel endiablado embrollo, quién la
mandaba a ella… ¿Es que se había vuelto loca? Le temblaban las piernas. Se
preguntaba que estarían tramando cuando arrojaron aquella piedra. Nada bueno,
seguro. Cuanto más insistía el hombre en que se terminase su copa, menos ganas
tenía de dar un sorbo.
-Señorita, entiendo que
usted es la persona enviada por don Julio,
Tardó en comprender que
se refería a Agosto, tan acostumbrada estaba a llamarle así.
-Julio solo tiene quince
años.
La mueca parecía la
boca de una caverna, pero él debía llamarle sonrisa.
-Todo un hombrecito.
-Dígame que quiere,
tengo que irme.
Endureció la expresión
y la miró con ojos asesinos.
-Esto no puede salir de
aquí. Ha de quedar entre nosotros y ustedes dos.
-Julio y yo, supongo.
¿Y Rosana?
-Con niñas no tenemos
nada que hablar.
Pero con niños sí,
pensó. No consideraba capaz de manejar aquello a un chaval tan mimado como
Agosto. Ni siquiera ella sabía qué hacer. Había llegado demasiado lejos y no
sabía cómo volver atrás.
-¿Me entiende?- estaba
diciendo el hombre. Se sobresaltó. Había perdido el hilo y ¡cualquiera
reconocía ahora que no le estaba escuchando! Le miró con la boca abierta.
-¿Ha entendido lo
peligroso que sería irse de la lengua?
-Sí, sí. Mejor no me
cuente nada ahora, ya hablaré yo con Julio.
El desprecio casi podía
estrangularla.
-¡Cobarde!
-¿Por qué? No me
considero la persona adecuada para recibir un mensaje así.
Al otro le temblaron
levemente los labios. Cada vez olía más a amoníaco gelatinoso rociado con
gotas de insecticida.
-Yo no represento a la
banda.
-¿Cómo?
-Lo que oye.
-Entonces ¿quién es?
Enseguida se arrepintió
de haber preguntado, no le convenía escuchar la respuesta. Pero ya no tenía
remedio.
(Continuará)
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