lunes, 29 de agosto de 2022

La encerrona

Toulouse Lautrec. "Reina de la alegría" Litografía. 1946

 

El hombre pelirrojo no me quitaba la vista de encima. Roberto y yo nos habíamos separado de común acuerdo, él se había quedado con los niños porque su madre se aburría sin nadie a quien cuidar y yo me pasaba el día cocinando para el restaurante. Hacía dos turnos y tenía para mis caprichos y para pagarle la pensión a mi suegra. Al salir del trabajo estaba tan cansada que no quería más que tomar una copa e irme a casa a dormir. En el pub de Gloria se estaba bien, además de la bebida servía unos aperitivos minúsculos porque era rácana por naturaleza, pero simpática, y había conseguido crear un lugar de reunión para la gente soltera de la zona. Al pelirrojo no le había visto nunca. Me miraba con lascivia, pero al menos su vista no iba de arriba abajo sino de frente, le faltaba esa superioridad varonil que tanto rechazo me provocaba desde que andaba sin pareja por el mundo. Cogió su copa y se acercó a mí. “¿Vienes mucho por aquí?” “Hace más o menos un mes que descubrí esto. ¿Y tú?” “Hoy es mi primer día, me lo recomendó un amigo. ¿Sabes? Me he separado hace poco.” “Yo también”.

No tenía ninguna gana de darle carrete. A eso de las nueve, se formaba un corrillo en el piso de arriba y todo el mundo estaba invitado. Hablábamos de lo que surgiese. A mí me gustaba un tal Javier, un moreno de pelo rizado que no se dignaba ni mirarme. Este también se llamaba Javier, pero ahí acababa el parecido. Una hora después la conversación languidecía y Javier el gordo se ofreció a llevarme a mi casa. “Mejor déjame en la boca de metro, vivo muy lejos y no es cuestión.” Me costó convencerle pero lo logré al fin. De camino, me contó que era ingeniero aeronáutico, que trabajaba en la empresa más importante del país, y dejó caer que ganaba mucha pasta al señalar la zona dónde vivía e informarme sobre su magnífica colección de cinco mil discos nada menos, tres cuartas partes de los cuales eran de música clásica. Javier era, además de obeso y pelirrojo, un tipo repelente, que presumía de rico y escupía un poco al hablar. Volvimos a vernos casi todas las tardes durante la semana siguiente. Ya no me acompañaba al metro porque se iba antes que yo y pensé que me había librado de él, pero el viernes me invitó a una fiesta  que se celebraría en uno de los hoteles más suntuosos de la Castellana, se trataba de una reunión anual de ingenieros y había tenido la amabilidad de elegirme para ser su acompañante. Gloria y una señora viuda llamada Eulalia lo estaban escuchando todo, sonreían y celebraban mi buena suerte. Parecía difícil negarse y me picaba la curiosidad, no sabía si mi mejor ropa estaría a la altura de tamaño acontecimiento pero puse toda mi buena voluntad al elegirla.

Todo el mundo iba elegantísimo, el jardín era fresco y agradable, lleno de plantas que desprendían una placentera fragancia. Nos sentamos a una mesa con otras quince o veinte personas. La cena fue abundante y tan bien elaborada como podía esperarse de aquel lugar. Hubo discursos. Nadie se acercó a hablar con Javier, ni siquiera nuestros vecinos de mesa se dignaron mirarnos. Hablábamos entre nosotros, principalmente de lo acertado o no del vestuario femenino ya que apenas nos conocíamos y no parecía que tuviésemos aficiones comunes. Finalmente hubo baile y tuve que aguantar un par de piezas aspirando su sudor y su aliento. Ni una más, me inventé un oportuno dolor de cabeza para salir de allí cuanto antes, pero ya eran las tres de la mañana, yo no tenía coche, mi barrio estaba muy mal comunicado. Total, que me encontré de nuevo en su coche, rumbo a su magnífica urbanización, escuchando su promesa formal de que me trataría como un caballero.

Y así fue. Abrimos el sofá cama, me trajo sábanas limpias, cerró la puerta del salón y no volví a saber de él hasta la mañana siguiente. Desayunábamos tostadas con tomate y aceite, café y zumo de piña cuando se oyó una llave en la puerta. Era mamá, ¡cómo no! La mamá de Javier, por supuesto. Entró como Pedro por su casa y me dirigió una sonrisita cómplice. “Señora, yo no tengo nada que ver con su hijo, ya les gustaría a ustedes dos.” Pero esto solo lo pensé. Sabía que el tonto del niño me había llevado allí para presumir de conquista, que la madre se pasaba por la casa a diario para limpiar y asegurarse de que Javier no había sufrido ningún infarto esa noche. ¡Qué sé yo! Él se aturullaba explicándome que su madre venía a ayudarle, que lo hacía con buena intención. Pero ese no era el tema, aunque ese tema también hubiese dado para mucho. El temita que teníamos entre manos, como él sabía bien porque lo había urdido solito, era que me había metido en una encerrona solo para disimular ante su familia que era incapaz de comerse un colín. Que era un falso y un Judas, que si antes tenía cero posibilidades conmigo, ahora el número negativo rozaba las cinco cifras.

Volvimos a vernos todos los días a última hora de la tarde, yo ya ni le hablaba, él intentó acercarse varias veces, pero tanto desprecio por mi parte a la vista de todos acabó por disuadirle. Luego dejó de venir y no he vuelto a verle en ninguna reunión de solteros ni, por suerte, en ningún otro sitio.

lunes, 15 de agosto de 2022

El mundo visto por Alicia



Cuando Alicia era niña nadie podía llevar la contraria a los padres. Por entonces los chavales tenían que ser sumisos, soportar lo que fuese, porque había que tener en cuenta el enorme sacrificio que suponía haberlos traído a este mundo. No se ponía en tela de juicio lo que hacían y decían los mayores, ellos lo sabían todo, acertaban siempre, hasta tenían la facultad de adivinar el porvenir.
Con el tiempo, acabaría preguntándose por qué se había casado tan joven. Era incómodo vivir en aquellas familias, convertirse en una adolescente asediada por unos padres –más o menos bienintencionados– que debían ejercer el autoritarismo más severo con sus hijas, lo quisieran o no, porque así se lo imponía la sociedad de la época.
Con apenas veinte años, recién salida del colegio de monjas, sin saber nada de la vida y sus argucias, convencida de que iba a ser tratada con equidad sin tener en cuenta su género, se encontró, sin comerlo ni beberlo, girando en una espiral de violencia difícil de entender. Eran otros tiempos, aquello no se podía contar ni a la familia, denunciarlo era impensable a no ser que se mostraran marcas bien evidentes en el cuerpo. Y, aún así, siempre quedaba la sospecha. Pero el terror no deja huellas, imposible probar que has sido amenazada con un cigarro encendido mientras te sujetaban los brazos a la espalda. Si hasta los moretones merecían el sarcasmo del policía de turno, una mirada condescendiente y la advertencia que zanjaba la cuestión: “Los trapos sucios se lavan en casa, señora.”
Pero lo logró. Aunque le costó lo suyo, consiguió huir de aquello, salvarse, no ser anulada, escapar a un destino seguro de sumisión y maltrato. Por fortuna tenía una profesión. Es verdad que, desorientada como estaba, le costó no entregar su sueldo al que todavía era su marido, y eso que no le veía el pelo en semanas.
Por fin, se atrevió a enfrentarse a sus exigencias, conservar su propio dinero que, además, necesitaba para mantener a su hijo, hacer frente a los gastos de la casa y pagar los del divorcio. Pero la cosa no acababa ahí, fue quedarse sola y enfrentarse a la noticia de que lo debía todo: la luz, el gas, el recibo de la contribución urbana, el agua y hasta un pufo en las cuentas de la comunidad de vecinos. Aquel santo cabeza de familia no había pagado a nadie y, por si esto fuera poco, afanó lo que pudo aprovechándose de su condición de presidente del bloque.

Con la ayuda de su familia, Alicia consiguió salir también de aquel atolladero. Ahora entiende que ella sí pudo salvarse, que su mente y su vida entera no fueron anulados por años de maltrato y sumisión, y que ocurrió así porque pudo ser rápida. Entonces no lo sabía, pero sacó ventaja a la fatalidad pidiendo  ayuda a su entorno y ejerciendo esa profesión que le permitió independizarse. Esto, teóricamente, es fácil de asumir, pero en la práctica no tanto. Desorientada como estaba, le costó mucho resistirse a entregar su sueldo al marido, aunque le pegara, no le dirigiese la palabra, aprovechase la menor oportunidad para dejarla en ridículo y no apareciese por la casa más que los fines de semana, aprovechando que Alicia se refugiaba esos días en el hogar paterno para invitar a sus conquistas dejando huellas por todas partes, aunque desde el día de la boda, jamás hubiese mantenido una conversación con ella de igual a igual ni sobre el asunto más intrascendente.Tras un enfrentamiento terrible que la dejó con los nervios destrozados, su legítimo salario no volvió a cambiar de bolsillo. Era hora de buscarse un abogado –peregrinación larga y angustiosa por los despachos más machistas de la ciudad– y, tras comprobar que el coche familiar estaba solo a nombre de él, que los ahorros se habían repartido por varias cuentas y que ninguna estaba a su alcance, se enfrentó a la separación, única alternativa por entonces pues el divorcio todavía no había llegado a España.

***
En cambio ahora los amos del cotarro son los hijos de ambos sexos. Ninguno es culpable de nada, ellos son quienes creen detentar el poder legítimo, quienes consideran a los padres sus sirvientes, esos que no tienen defectos destacables y, si acaso presentan alguna imperfección, la culpa es siempre de los progenitores, sobre todo de las madres, ellos siguen estando por encima de esas bagatelas, son los triunfadores, los que se arrastran por las trincheras del mundo exterior (aunque ellas trabajen el mismo número de horas) y por tanto seres superiores a quienes no compete lo que ocurre de puertas para adentro.
Los hijos, esos seres inefables a quienes hay que permitírselo todo. Y ay de ti si no lo haces. Serás inmediatamente comparada con los padres de otros hijos e hijas, con las madres de los amigos y compañeros. Comparada y denigrada, porque esas madres sí son comprensivas, no como tú, Alicia, que intentas poner límites y te sientes impotente ante tanta permisividad. Sigues siendo la rara, Alicia, fuiste hija cuando los hijos eran el último mono y ahora eres madre, menos que un cero a la izquierda en medio de este maremágnum.
Un hijo tiene todos los derechos, aunque sea mayor de edad, aunque tenga ya hijos propios. Alicia se pregunta qué pasará con la generación de sus nietos, ella no va a poder verlo, tiene demasiadas ganas de ser abuela y nunca las ha disimulado. Esa ilusión no se perdona, es una oportunidad para atacar, para frustrarla, para no darle el gusto de conocer a esos niños. Por eso nunca podrá saber si la situación se invertirá de nuevo a favor de los padres o los que nacen serán las nuevas víctimas de una generación inmisericorde. Afortunadamente, todos los hijos no son como César ni todos los maridos como el padre de este, ella sabe que tuvo mala suerte, una mala suerte demasiado frecuente, por desgracia.
Ya no tiene derecho a nada, y eso que tuvo que aceptarlo todo. Aquello por lo que no transigió cuando el déspota era su marido tuvo que soportarlo como madre. Con ese hijo, que ¿para qué negarlo? tuvo un buen maestro, que apenas se preocupó de él pero que le enseñó todos los resortes patriarcales que él aprendió de buena gana porque la tradición es lo primero, sobre todo si nos mantiene en la cresta de la ola.
Hubo de transigir con el desprecio, la humillación, los insultos, el abandono cuando llegó la enfermedad que se instalaría para siempre en su vida. ¿Qué otra cosa podía hacer? Hay que disimular, no rebelarse para no parecer una mala madre, aunque Alicia sabe que ejerció su doble tarea de padre y madre con toda dignidad y resultados más que brillantes. Se lo pusieron difícil, pero lo consiguió, lanzó al mundo un ser con todas las herramientas para triunfar: personalidad, cultura, atractivo, don de gentes. Faltó la empatía, que no sirve para nada. Se hubiera merecido que le hubiese puesto en la calle tras las primeras broncas, pero ¿cómo se puede rechazar a un hijo? Esperaba que cambiase algún día, no se le ocurrió nada mejor. Es posible que alguna vez él madure o se acabe enamorando de una buena chica. Pero la chavala hablaba otro idioma, venía de otras latitudes y era ingenua hasta decir basta. Hasta en eso tuvo suerte César. Mejor dicho, supo escoger. Y el abandono se produjo. Sí, fue él quien abandonó a su madre inválida y, por tanto, inservible, como se arroja al cubo de basura una escoba vieja o un aparato que ya no funciona.
¡Vaya negocio de vida, Alicia! Si lo llegas a saber. Más vale estar sola que mal acompañada, tú lo sabes bien, haces buenas migas con la soledad, tienes un sinfín de aficiones, presumes de sociable, de que jamás te ha faltado alguien con quien tomarte un café. Pero has de reconocer que has vivido en la orilla equivocada. Que nunca fuiste la cara de la moneda, la figurita de la baraja, la parte de arriba del plato, que permaneciste en la parte de atrás, la que sostenía todo el tinglado y no se dejaba ver por nadie.
Por suerte, pertenece a una generación que se preparó para tomar las riendas de su vida, que sabe disfrutar de los buenos momentos, tomar lo que la suerte le ofrece, que nunca se creyó el cuento del príncipe azul y ha sabido ganarse el sustento, que siempre vio una oportunidad en la derrota y ha aprovechado su soledad aparente para seguir cultivándose hasta hoy. Alicia, por fortuna y a diferencia de otras muchas mujeres, tiene muy claro quién es quién en su historia. No se hace responsable de que la suegra se adueñase de su casa aprovechando su extrema juventud, de que su cuñada la tomase por el pito del sereno, de que su marido se convirtiese en un tirano en cuanto el cura les dio las bendiciones, de que su hijo haya asumido el rol de ese padre con el que solo convivió cuando aún no se sostenía en el suelo, que nunca lo ha querido y del que jamás ha obtenido un céntimo. A veces piensa que está pagando sus culpas, que César se ha vengado en su persona cobrándose, o eso debe pensar, la inmensa deuda afectiva que dejó el padre ausente.
Afortunadamente, hay familia, amistades, un sol que aparece en el horizonte todas las mañanas, oxígeno para respirar, árboles, pájaros. Y su gran obra, la que llevó a cabo porque debía y quería, ese hombre llamado César a quien entregó las herramientas necesarias para ser razonablemente feliz. Una obra que la llena de regocijo porque comprende que el triunfo es solo suyo, aunque ese hombre feliz haya acabado dándole la espalda.

miércoles, 10 de agosto de 2022

Schum, el hombre transparente (Relato inquietante)

 


Él no se consideraba invisible, le parecía que transparente era la palabra que mejor definía su condición; tampoco había hecho nada para conseguirlo ni le molestaba demasiado. Tenía un trabajo creativo y un puñado de amigos fieles, sus clientes confiaban en él y se encontraba en una etapa poco receptiva a la exposición personal, los lugares demasiado concurridos o las grandes ceremonias. En suma, vivir relativamente aislado no le suponía un conflicto insuperable. La causa fue una explosión de gran impacto, a raíz de la cual quedó enterrado en el sótano de un edificio de oficinas durante horas hasta que recuperó la consciencia. Despertó con un ligero mareo, encontró un agujero practicable al final de un montón de escombros y salió a la noche desierta. Relativamente, pues a ambos lados del solar habían colocado a dos vigilantes, cada uno con su linterna, que por fortuna le daban la espalda. No tenía el cuerpo para dramas, así que se deslizó entre las sombras, evitando los grandes huecos que formaban los bloques caídos donde la luna brillaba en todo su esplendor. Aquella prevención, luego se daría cuenta, fue un acierto absoluto aunque en aquel momento no podía ni imaginarlo.

Lo supo cuando se miró al espejo y no encontró su cara, tampoco sus manos, ni un solo fragmento de su cuerpo se reflejaba en la superficie, Se miró y no vio más que la ropa. Desnudo era como una masa de aire, un poco más densa que el resto pero de forma casi inapreciable, como vidrio acabado de lavar. Se acostó rendido y decidió no dar más importancia a esa sensación tan desagradable. Había vivido un suceso traumático y su desconcierto no era más que un síntoma, al día siguiente se encontraría de maravilla y aquello quedaría olvidado como una pesadilla de tantas.

Pero su cuerpo no apareció nunca. Ni ante sus ojos ni para las autoridades que le buscaron día y noche, infructuosamente, durante más de una semana. No le sirvió de nada llamar a varias comisarías, el registro civil y los principales periódicos. Todos le decían lo mismo: si es cierto que se ha salvado, preséntese con los documentos y nosotros daremos fe de que sigue vivo, ¿cómo podemos saber que no está usurpando la personalidad de un fallecido? Muy sencillo, argumentaba, porque no se ha encontrado mi cuerpo Pero multitud de desaparecidos en anteriores catástrofes atestiguaban que el hecho de no ser encontrados podía obedecer a mil causas. Tenía que presentarse en persona o todos le darían por muerto. Bien, en ese caso estaba muerto, imposible presentarse así en sociedad.

Le llevó tiempo convencer a sus padres. Al fin, y tras muchas conversaciones, le creyeron. Incluso se mostró en la pantalla del ordenador ante toda su familia con guantes, la cara bien cubierta con gafas de sol y un pañuelo y una visera bastante ancha que encontró en algún cajón. Dando gracias a El hombre invisible que le inspiró la estratagema, recreó para su clan el mito del cuerpo monstruoso. Al principio se empeñaron en que acudiera al hospital para sanar aquellas quemaduras tan graves, pero el aseguró que las heridas eran soportables, que le bastaba con lo que guardaba en su botiquín ya que, insistió, el daño era meramente estético, un caso muy similar al que se mostraba en El fantasma de la Ópera. ¿No la habéis visto? Pues os recomiendo que lo hagáis, es magnífica y entenderéis mejor lo que me pasa. El recurso frívolo surtió efecto ya que apartó las mentes del aspecto más truculento y disipó su estado de alarma. Un monstruo que habla de cine, un quemado que bromea, no parecía que fuese para tanto. Ya entraría en razón con el tiempo y comunicaría oficialmente que continuaba en este mundo.

Y lo hizo, pero solo a ese puñado de personas que le honraban con su amistad, también a su editor, al dueño de una galería donde exponía de vez en cuanto y a su médico de confianza.

Ahora tenía que firmar con otro nombre y aguantar que los críticos le acusaran de plagiario o, en el mejor de los casos, de alguien cuya influencia era tan mimética que no se diferenciaba gran cosa de Arturo Sanz, el genuino. Quedaba el recurso de cambiar de estilo, pero llevaba su tiempo para seguir teniendo la misma aceptación de antes tenía que pensarlo despacio. Por otra parte, no se hubiese encontrado a gusto con otro nombre real, cuando ya tenía uno, le habría parecido que se suplantaba a sí mismo, así que decidió adoptar una interjección a efectos exclusivamente comerciales, una especie de estornudo que no comprometía a nada ya que era lo que parecía, nada más que un simple pseudónimo.

Encontró algunas compañeras sexuales que, una vez informadas con tiento, superaban por completo la impresión inicial y hasta disfrutaban de aquella sensación irrepetible. Alguna, incluso, hubiera disfrutado desvelando el misterio y exhibiéndose como la novia del hombre de vidrio. Pero, fuera de fetichismos y deseos de notoriedad, no pudo llegar mucho más lejos ya que, aseguraban, sin saber qué pinta tenía les resultaba imposible enamorarse.

Pasó el tiempo, notó que envejecía, perdió a gran parte de su gente, le invadió una amargura que no había conocido hasta entonces. Con el tiempo descubriría que un organismo tan particular como el suyo escondía otras sorpresas: no sangraba cuando se cortaba al afeitarse, nunca le dolía nada, es más, empezaba a sospechar que era eterno. Esto puso en marcha todas las alarmas. ¿Cómo que no iba a morir nunca? Estaba a punto de cumplir ochenta y cinco y se encontraba sospechosamente fuerte, con una salud a prueba de bomba. Sus cómplices y allegados habían muerto, sus familiares más jóvenes jamás le habían visto, de forma que para ellos no era más que una leyenda. Un día decidió inyectarse veneno, se bañó en alquitrán, se vistió, y recorrió la ciudad hasta el edificio destruido que habían vuelto a levantar convertido en museo contra la violencia. Merodeó por los pasillos evitando las miradas, descubrió un patio con una fuente y al fondo un cuartito que resultó ser un cobertizo para herramientas. Se acostó sobre una colchoneta no muy limpia que encontró por allí, y confiando en que le harían una prueba de ADN para averiguar su identidad, espero pacientemente hasta que perdió el conocimiento.