El mundo ha cambiado, es cierto, no para ni un solo segundo de hacerlo. El problema surge cuando estos cambios constantes modifican su curso, pasan de ser positivos a retroceder o anquilosarse. No debemos ignorar el riesgo que supone cualquier interrupción en los avances. En el ámbito de las conquistas femeninas no hay nada que pueda considerarse neutro, cualquier período, por mínimo que sea, carente de conquistas en este terreno nos aboca a la temida involución. Hoy día, el caballo de batalla de la creación femenina es el prestigio. Pero para conseguir que las aportaciones de la mujer sean contempladas al mismo nivel que las de sus colegas, es a nosotras mismas a quienes corresponde estar a la altura. Somos responsables de cara a nuestro presente y nuestro futuro. Y en muchas ocasiones tiramos piedras sobre nuestro propio tejado, nos embobamos con productos ñoños y pseudo-místicos, creamos nuestro propio gueto y nos encerramos en él orgullosamente. En el fondo, y bajo la apariencia de valiente manifestación de identidad, lo que se oculta es un miedo cerval a saltar a la arena de una realidad neutra, a exponernos valientemente y competir con las mismas armas.
Puede deducirse que las artistas se encuentran con tres enemigos potenciales: la historia, los prejuicios ajenos y los propios. Estos suelen ser los peores, ya que presiden dos tipos de conducta a evitar. En primer lugar, confundir la problemática general humana con la exclusivamente masculina y abandonar lo que de verdad nos concierne guiadas por un complejo absurdo. Eso no significa que no podamos ponernos en el lugar de los varones, crear un protagonista masculino convincente o utilizar cualquier otro recurso que la tradición literaria y creativa haya puesto en nuestras manos. Lo dañino es la impostura, sobre todo hacia nosotras mismas, ignorar dónde pisamos, quienes somos, pretender camuflarnos en el bosque masculino con ropas que no nos pertenecen. La otra tentación que nos acecha es justamente la contraria. Replegarnos en el ámbito doméstico y olvidar otros horizontes, no porque se trate de un espacio poco fotogénico –como parece pensar todo el mundo, nosotras las primeras- sino por la inseguridad que evidenciamos al adentrarnos en él. Ya es hora de sacar a la palestra cuestiones como la cocina, la limpieza de la casa, el cuidado de los niños, las dificultades laborales padecidas por la mujer, su fisiología, su sensibilidad, su manera particular de abordar el sexo sin que esto sea considerado pornográfico basándose exclusivamente en la autoría del producto. Podemos hablar de la vida, de la nuestra y la de nuestras antepasadas, de la del género humano y la de los varones de todos los tiempos. Podemos hablar de todo, pero exigiéndonos a nosotras mismas un nivel. Pues, si pretendemos que se nos respete, debemos empezar por respetarnos.
Hemos de reconocer que cualquier campo considerado patrimonio del varón es objeto inmediato de interés, para todos, incluso para nosotras mismas. Esto, obviamente, no es malo. Pero estamos tan impregnadas del monopolio cultural masculino que tendemos a despreciar nuestras propias preocupaciones e intereses o a dirigirlas exclusivamente a nosotras. Un asunto con el marchamo varonil aumenta exponencialmente el interés de los lectores. Como si lo nuestro fuese cosa de patio trasero y solo lo que ellos cuentan sea digno de exponerse en la plaza pública. Y no digamos cuando ellos hablan de nosotras. Entonces es cuando el tema se vuelve interesante. Es muy curioso: nuestros sentimientos, intereses y experiencias no apasionan a nadie pero cuando somos objeto de la contemplación masculina nos volvemos dignas de atención. Pero, ¿de qué hablan cuando hablan de nosotras? Pues de sexo, naturalmente. Sigue siendo el aspecto que sigue interesando, aunque se trate de bazofia del más bajo nivel. Nosotras vendemos sexo, o mejor dicho, ellos nos lo venden. Cuando se tratan de ellos venden inteligencia, experiencias apasionantes, descubrimientos decisivos, cultura, ciencia. En suma, su mundo es el mundo. El nuestro un pequeño reducto irrelevante, solo digno de atención cuando algún hombre se para y admira un cuerpo.
Si se piensa que exagero, no hay más que repasar, aunque sea someramente, los precedentes literarios. ¿Por qué Madame Bovary, La Regenta y Ana Karenina se consideran obras maestras y no podemos imaginar del otro lado nada semejante? Ninguna mujer ha conseguido hasta ahora trazar un retrato igual de convincente, crear un arquetipo masculino asumido por todos, que, incluso, sea capaz de atravesar épocas e impregnar por derecho propio el imaginario colectivo. Pero lo más grave es que ni siquiera hemos pintado a una mujer que prevalezca. El relato de nuestra identidad –de las dos- corresponde, hasta hoy, a los varones. Ellos han asumido el reto desde siempre, y lo mantienen porque aún no ha llegado nadie que les arrebate dignamente su cetro. Acepto que estábamos silenciadas, llevamos muchos siglos de retraso y todavía debemos sortear a cada paso obstáculos enormes, pero también soltar nuestro particular lastre. Porque, como he dicho antes, todo lo que no suponga un avance se convierte en retroceso. Y, mientras continuemos refugiadas en la sensiblería y superficialidad o encastilladas en la soberbia del género epiceno, jamás llegaremos a lograrlo.
Un ejemplo, no por banal menos significativo
¿Piensan que es sencillo encontrar en internet un alias que evoque lo femenino, registrarse en cualquier página con un nombre supuesto que indique que eres mujer? Algo tan insignificante en apariencia llega a convertirse en una tarea extenuante. La mayoría de los nombres con resonancias femeninas están prohibidos. No me refiero a nombres propios, claro, sino a apelativos con resonancias femeninas procedentes, por ejemplo, de nuestra historia cultural. Por otra parte, no contamos con el filón masculino, no hay nada comparado a un Cervantes, un Galileo o un Cristobal Colón. Las mujeres, como todos sabemos, han permanecido en el anonimato desde siempre. Lamentablemente, se atribuyen connotaciones sexuales a los pocos nombres que se conservan, a todos sin excepción, venga o no a cuento. ¿Qué tiene de malo llamarse en internet Amazona o Minerva? Nos creemos muy avanzados, gente progresista, sin prejuicios, para nada puritanos, pero cualquier nombre de estos es tabú. Los robots cibernéticos los tachan sin contemplaciones. Pero ellos se pueden llamar Séneca o Hércules, incluso Apolo, si gustan. De todo esto tiene la culpa el retorcido panorama comercial que se ha apropiado del bagaje semántico para convertirlo en basura pornográfica. El ambiente está podrido por las sucias mentes que pululan por ahí. Es evidente que, a pesar de todo lo que se diga, no hemos dejado de ser objeto. Y quizá ahora más que nunca, pues la utilización de los símbolos sexuales se ha sofisticado y cualquier otra consideración es secundaria. Es duro formar parte de la porción de planeta que es juzgada casi exclusivamente por lo externo, pero así son las cosas, y más vale aceptarlas como son porque negándolas es imposible salir de ellas. Nada es inocente, solo la ingenua mentalidad femenina parece hallarse todavía en la inopia. La realidad es que cualquier iniciativa nuestra topa inmediatamente con esos sambenitos inmundos que las que hemos pasado toda nuestra vida en un ambiente académico - lejos de esos vertederos que parecen proliferar y cuyo hedor por muy alejadas que estemos de ellos acaba por alcanzarnos- no podemos entender. No hemos hecho nada para merecerlo y nos vemos mezcladas con la escoria. Algo, como mínimo, molesto. Solo tenéis que hacer la prueba, participad en cualquier debate y observad cómo se valora la opinión de cada cual. Las mismas palabras se tienen en cuenta de forma muy distinta según te llames Fernando, Fernández o Fernanda. En los dos primeros casos, se te considerará varón y todo irá bien, incluso se perdonará cierta estupidez o insolencia. En el tercero, hay que cuidar mucho las formas, una señora no puede permitirse según que expresiones, no se puede ser demasiado brillante porque escuece, pero si se abusa de tópicos o se usan argumentos incorrectos, -teniendo en cuenta la impunidad del anonimato- el rapapolvo está asegurado.
Consideremos ahora la sexualidad como asunto literario. ¿Quién puede permitirse hablar clara y llanamente de sensaciones y experiencias con la seguridad de que va a ser tomado en serio? Me viene ahora el título de una novela publicada hace unos cuantos años, en la que Muñoz Molina repasa insistentemente sus escarceos masturbatorios adolescentes. ¿Sería imaginable algo similar en un texto escrito por una mujer? No, porque eso mismo a la inversa se consideraría novela de saldo, pornográfica cien por cien, sin posibilidad de ser publicada por una editorial sólida, mera carne de folletín.
En un interesante artículo de Laura Freixas, publicado en el número de otoño de la revista Claves, leo párrafos como estos, referidos a la maternidad.
¿Piensan que es sencillo encontrar en internet un alias que evoque lo femenino, registrarse en cualquier página con un nombre supuesto que indique que eres mujer? Algo tan insignificante en apariencia llega a convertirse en una tarea extenuante. La mayoría de los nombres con resonancias femeninas están prohibidos. No me refiero a nombres propios, claro, sino a apelativos con resonancias femeninas procedentes, por ejemplo, de nuestra historia cultural. Por otra parte, no contamos con el filón masculino, no hay nada comparado a un Cervantes, un Galileo o un Cristobal Colón. Las mujeres, como todos sabemos, han permanecido en el anonimato desde siempre. Lamentablemente, se atribuyen connotaciones sexuales a los pocos nombres que se conservan, a todos sin excepción, venga o no a cuento. ¿Qué tiene de malo llamarse en internet Amazona o Minerva? Nos creemos muy avanzados, gente progresista, sin prejuicios, para nada puritanos, pero cualquier nombre de estos es tabú. Los robots cibernéticos los tachan sin contemplaciones. Pero ellos se pueden llamar Séneca o Hércules, incluso Apolo, si gustan. De todo esto tiene la culpa el retorcido panorama comercial que se ha apropiado del bagaje semántico para convertirlo en basura pornográfica. El ambiente está podrido por las sucias mentes que pululan por ahí. Es evidente que, a pesar de todo lo que se diga, no hemos dejado de ser objeto. Y quizá ahora más que nunca, pues la utilización de los símbolos sexuales se ha sofisticado y cualquier otra consideración es secundaria. Es duro formar parte de la porción de planeta que es juzgada casi exclusivamente por lo externo, pero así son las cosas, y más vale aceptarlas como son porque negándolas es imposible salir de ellas. Nada es inocente, solo la ingenua mentalidad femenina parece hallarse todavía en la inopia. La realidad es que cualquier iniciativa nuestra topa inmediatamente con esos sambenitos inmundos que las que hemos pasado toda nuestra vida en un ambiente académico - lejos de esos vertederos que parecen proliferar y cuyo hedor por muy alejadas que estemos de ellos acaba por alcanzarnos- no podemos entender. No hemos hecho nada para merecerlo y nos vemos mezcladas con la escoria. Algo, como mínimo, molesto. Solo tenéis que hacer la prueba, participad en cualquier debate y observad cómo se valora la opinión de cada cual. Las mismas palabras se tienen en cuenta de forma muy distinta según te llames Fernando, Fernández o Fernanda. En los dos primeros casos, se te considerará varón y todo irá bien, incluso se perdonará cierta estupidez o insolencia. En el tercero, hay que cuidar mucho las formas, una señora no puede permitirse según que expresiones, no se puede ser demasiado brillante porque escuece, pero si se abusa de tópicos o se usan argumentos incorrectos, -teniendo en cuenta la impunidad del anonimato- el rapapolvo está asegurado.
Consideremos ahora la sexualidad como asunto literario. ¿Quién puede permitirse hablar clara y llanamente de sensaciones y experiencias con la seguridad de que va a ser tomado en serio? Me viene ahora el título de una novela publicada hace unos cuantos años, en la que Muñoz Molina repasa insistentemente sus escarceos masturbatorios adolescentes. ¿Sería imaginable algo similar en un texto escrito por una mujer? No, porque eso mismo a la inversa se consideraría novela de saldo, pornográfica cien por cien, sin posibilidad de ser publicada por una editorial sólida, mera carne de folletín.
En un interesante artículo de Laura Freixas, publicado en el número de otoño de la revista Claves, leo párrafos como estos, referidos a la maternidad.
"… estoy convencida del valor y del significado de las experiencias personales, incluso (o muy especialmente, de aquellas que por no haber recibido la sanción de los conocimientos legítimos (la ciencia, la política, la tradición literaria y artística…) no pueden expresarse de otra manera que como autobiografía cruda. Expulsada –como yo misma sentí que lo estaba a raíz de mi embarazo- del mundo del poder y la alta cultura, la experiencia femenina se ve constantemente rebajada al nivel de lo anecdótico, de lo irrelevante. Queremos hablar y sentimos que nuestra palabra no tiene peso, no tiene autoridad, no se escucha. Abrimos la boca y ningún sonido se registra. Ya está esta pesada contando su embarazo. ¿Esto es una revista seria o una revista de trapos y recetas?”
“… cualquier obra de una mujer, a poco que incluya emociones o relaciones personales, tiende a ser relegada, sin más trámite, a la subcultura. (…) Nos enfrentamos a una recepción cargada de prejuicios: un mismo producto (una novela de amor) es interpretada como alta cultura (el énfasis está en novela) o como subcultura (el énfasis está en de amor) según el sexo de su autor. (…) la asociación entre maternidad y cultura subalterna está tan arraigada que nadie parece cuestionarla.”Ni siquiera –añado yo- las mujeres cultas y/o madres.
“… las experiencias de las mujeres están tan poco representadas en la literatura, el pensamiento y el arte, que la mujer creadora se siente empujada a silenciar gran parte de sus vivencias por falta de precursoras, de tradición, y hasta de un lenguaje que le permitiera expresarlas, con lo cual estamos ante un círculo vicioso. También hay que poner de manifiesto la desconfianza con que el patriarcado acoged los intentos de las mujeres de convertirse en sujetos culturales. (…) todo conocimiento requiere un sujeto y un objeto, y aunque no hay ningún motivo intrínseco para que el sujeto sea masculino y el objeto femenino, así ha sucedido históricamente. Una de las dicotomías que está en la base de nuestra cultura patriarcal (…) es la que atribuye a los hombres es la que atribuye a los hombres en exclusiva la creación de obras del espíritu, mientras que a las mujeres les permite únicamente la creación de seres de carne y hueso. (…) el hecho de que una mujer escriba cuestiona la distribución de roles, reales y simbólicos, entre los sexos.”
“… ¿por qué lo aceptan las mujeres? Sin duda porque es tentador creer que someteros a un destino decidido por otros (esa es al fin y al cabo la historia de la Virgen María, modelo fundamental ofrecido a las mujeres desde hace dos mil años) nos hará felices y nos dará un lugar en la sociedad…”Por mi parte, cada vez que viene a cuento, saco a colación la famosa imagen recurrente que ha presidido nuestra infancia. Suelo soltar algo como esto: ¿Qué se puede esperar de una sociedad cuyo icono fundamental femenino es la de una señora permanentemente sentada sosteniendo en los brazos a un bebé?” Miradas recelosas y ausencia de respuestas. Nadie ha reflexionado sobre ello, nadie lo ha cuestionado hasta ahora, nadie está preparado para decir nada después de una frase así. ¿Es que somos todos tontos? ¿Solo funcionamos con tópicos? ¿Para qué nos sirven los cerebros? Pero dejo hablar a Laura Freixas, sus palabras servirán de ilustre broche a las mías.
“A todo esto, evidentemente, le falta un contrapeso: las voces de las propias mujeres. Pero no en cualquier contexto, sino dotadas del espíritu crítico que proporciona una educación, y arropadas por la autoridad que solo la alta cultura puede darles. A falta de tales voces- a falta de ensayos y novelas sobre la maternidad-, yo me tuve que conformar con la de mi madre. (…) Comprobar que se puede ser una buena madre, como lo ha sido ella, sin entregarse a la maternidad en cuerpo y alma –nunca dejó de trabajar, de estudiar, de viajar…-, sin renunciar a la propia vida, sin ser una madrecita de cuento de hadas, me ha servido de antídoto contra ese ideal imposible, pero tan poderoso, de la madre que pase lo que pase siempre estará contenta.”No se es una buena madre “a pesar de”, Laura. La maternidad inteligente y rica en experiencias siempre será más intensa, interesante y valiosa, ofreceremos mucho más a los hijos si no hemos reducido nuestro mundo a ellos. Y serán los primeros en reconocerlo, siempre que puedan situarse por encima de prejuicios todavía tan en boga, pero suscribo, cien por cien, tus palabras, y tu conclusión es, a mi parecer, incuestionable.
“Espero haber explicado suficientemente la importancia vital de que escritoras, artistas intelectuales, periodistas, cineastas, dramaturgas… aborden cada vez más, con franqueza y sin complejos, la representación de las experiencias femeninas."
Hola, Molina:
ResponderEliminarSé que me salgo del tema, en el que no entraré porque empiezo por no estar demasiado bien informado sobre los aspectos que tocas, pero quiero hacer una observación. En la actual creación artística española, y me refiero sobre todo a la cinematográfica y la novelística, el sexo está tan sobrevalorado que ya no puede decirse que se presente a las mujeres solo bajo esa óptica, porque, en realidad, es que lo abarca todo. Rara es la película o la novela donde no hay episodios sexuales, a menundo muy explícitos, y son bastantes las que tienen su argumento muy ligado a un asunto de carácter sexual. Pienso incluso que esto es imposición o sugerencia de editoriales y productoras, que habrán captado muy bien la excesiva importancia que nuestra sociedad concede hoy al sexo. Esto -pienso- empobrece un poco a nuestra cultura creativa, que hoy parece muy ensimismada en torno a un reducidísimo número de temas.
Estoy de acuerdo contigo, tanto en la abundancia de escenas, vengan o no a cuento, como en la procedencia de las incitaciones.
ResponderEliminarLo gracioso del caso es que no creo que esos epidodios traidos por los pelos vendan un mandril. Son aburridísimos, absurdos y enervantes, por repetitivos, por mecanícos, por nada imaginativos. Precisamente, hoy estoy concienciadísima con el asunto porque he pasado las fiestas leyendo a uno de nuestros contemporáneos y me he encontrado con lo que dices. Hacía mucho que no tenía el gusto e ignoraba ese aspecto de la cuestión. Me he tragado un ladrillo enorme al que solo le faltaba esto para ser aún más soporífero.
Por otra parte, el asunto de las creadoras nos afecta a todos. Estamos desaprovechando la visión de una parte de la sociedad y en una época tan desconcertada como esta no nos conviene permitírnoslo. Unas obras serias y de calidad que nos impacten, en las que se hable de dodotis, insomnios de progenitores o telarañas y bayetas igual que en otras se ha elevado a la categoría de literarias a las minas de carbón, la mendicidad o los tatuajes. La cocina ya ha empezado a hacerlo, aunque no sé con qué fortuna. Estarás de acuerdo en que cualquier asunto tiene su vertiente literaria, solo hace falta un cerebro que la encuentre y, sobre todo, un público potencial que sirva de receptáculo. Como dice Laura Freixas, no hay modelos, por tanto, y como la labor es doblemente ardua, hemos de ser receptivos, poner las menos cortapisas posibles.
Una "regenta" femenina que retrate la vida doméstica desde dentro (o la fisiología o la sexualidad o la discriminación o las relaciones sociales y laborales femeninas) es lo que hace falta para elevar los problemas femeninos a la categoría de literarios. Y más interés en el asunto por parte de los que amamos la literatura, de todos, sin distinción de sexo.
Espero haberme explicado. Un saludo
vaya pedazo de entrada! Muy buena!
ResponderEliminarGracias Airín. No sé si estarás de acuerdo en todo o discrepas en algo. Como no dices nada más, me inclinaré por lo primero.
ResponderEliminarTiene relación con aquella entrada tuya porque nuestro papel como generadoras de opinión acabaría poniendo las cosas en su sitio, pero seguimos estando en segunda fila. Y lo peor es que no toda la culpa la tienen los otros: nuestras propias banalidades, misticismos ñoños y demás contribuyen bastante. Eso es justo lo que necesita el machismo para relegarnos a un plano secundario, ahora que les es imposible dejarnos totalmente en la sombra.