Al marido le mató la fatalidad. Flor me contó que un vecino del pueblo andaba con un tablón por la calle y le dio un golpe en la cabeza sin verle. He pasado toda la vida mirando con terror los tablones, las barras de hierro, cualquier cosa larga y pesada que alguien transportase cerca de mí. Pero aquello no era más que una invención piadosa, Flor sabía mentir y tenía buenos motivos para hacerlo. Si me impresionó tanto aquella historia del tablón, ¿cómo hubiese crecido sabiendo la verdad, qué hubiera pensado del mundo, de la gente, si lo hubiese descubierto entonces? Demasiado pronto para enterarme de que un paisano, con quien el hombre de la foto había tenido diferencias, le persiguió con la escopeta por el monte hasta arrinconarle contra un montón de troncos y, de dos disparos, le dejó clavado en el sitio.
Nunca he sabido más, ni falta que me ha hecho.
Un día la sacaron de su casa en camilla. Ya no podía vivir sola, una embolia la había desorientado. Conocía y conversaba pero su mente ya no era tan rápida, no se reía y le costaba mucho moverse. Un taxi la trasladó al lugar donde había venido al mundo.
Durante años no supe si estaba viva o muerta. Conocía el nombre de su comarca pero jamás nos había dicho cual era su pueblo. Atando cabos conseguimos acercarnos, aunque no lo supimos con certeza hasta que nos apeamos del tren. La aldea estaba en lo alto, desde donde estábamos no había carretera; en aquella época del año, ni siquiera un camino recto. Solo trepando o en burro podíamos llegar hasta arriba. Alquilamos un guía que nos condujo, entre la nieve, hasta aquél rincón del mundo. Por fin la encontramos, en los huesos y con la misma mirada de siempre. Estaba muy débil pero se había recuperado de la embolia.
Daba pena verla así, perdida en un butacón tapizado con flores y pájaros, tan pequeñita que apenas destacaba del fondo, arrebujada en su toquilla, con los ojos como dos cabezas de alfiler reluciente. Temblando de alegría, intentó incorporarse en cuanto me vio entrar pero no la dejé. Me inclinaba para abrazarla, me agarró de los hombros con una fuerza inaudita y supe que llevaba mucho tiempo esperándome.
Si hubiera podido, me la hubiese llevado a Madrid.
Cuando dijo: “No me quiere, es mala, me tiene aquí por mi dinero” más que con los labios, con esos ojos como carbones ardientes, creí que desvariaba. Por entonces ya había cumplido los 90. ¿Quién? –pensé– ¿esa sobrina abnegada que lleva cinco años cuidándote y acaba de irse del salón para prepararnos un refresco? Pero era verdad. Ella misma nos lo confesó en el bar un rato después. Quería hablar a solas con nosotros, necesitaba desahogarse. La invitamos a café y soltó por esa boca todo lo que tenía dentro. Flor estaba tardando en morirse más de lo previsto. Si había llegado tan enferma ¿por qué ahora duraba tanto? El aire de la montaña suele producir ese efecto pero no veía la hora de quitársela de encima. Hablaba, hablaba y era fácil adivinar lo que estaba pensando: “Un piso en Madrid, barrio de Salamanca, y quién sabe cuánto en metálico tras toda una vida de ahorros.”
La sobrina aún tenía padre, el hermano de Flor. No sabría decir cuál de los dos era más viejo. Cuando se iba, los dejaba separados, y solos, en habitaciones contiguas de aquella casa tan grande. Para que no discutiesen era el pretexto. Ellos se quedaban inmóviles, como si cavilasen; parecían estatuas representando la vejez.
¡Pueblo de cuatro casucas dejado de la mano del hombre!
Flor vivía en la casa más lujosa del pueblo, no le faltaba de nada. Tampoco necesitaba tanto. Del aprovechamiento de fincas, viñedos, lácteos, ganado, ella no consumía ni la milésima de una milésima. En la siguiente ocasión no me olvidé de la cámara. Era su cumpleaños, llevaba un siglo entero en este mundo. ¡Un gran acontecimiento! Todo el pueblo se volcó con ella. Se celebró una gran misa a la que acudimos tanta gente como años cumplía Flor. Incluso más. No vivían tantos en ese pueblo, algunos llegamos de fuera solo para agasajarla. Luego se celebró un gran banquete en el ayuntamiento. A Flor no se le permitió acudir. A nosotros tampoco. Nos quedamos haciéndola compañía en aquella casa inmensa, compadeciéndonos de su taciturno hermano, aislado por imperativo de su hija al otro lado de la pared del salón.
La sobrina, su fofo marido y los retoños cuarentones estarían comiendo a dos carrillos y pavoneándose. Ellos eran los únicos héroes de la fiesta. Por fin podíamos hablar.
(Continuará)
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