Kankinsky - Composition IV - 1911 |
Un
espléndido martes de primavera, al filo del mediodía, decidí dejar de respirar.
Mi habitación estaba en calma, soplaba una suave brisa sureña que agitaba los
primeros brotes del plátano de sombra más próximo. Podía ver sus ramas
reflejarse en el cristal de la librería, casi al compás de una canción de
Mónica Naranjo. No necesitaba mirar hacia abajo para imaginar las blancas
carpas bamboleándose ligeramente, como globos aerostáticos a punto de echar a
volar, la gente arracimándose en las colas, el olor a fritanga, las pancartas,
los puestos de abalorios, los charlatanes voceando su mercancía y los trileros
absortos en el próximo golpe. Ese año la cacareada Feria de la Cultura Popular no debía tener más disco que ese,
llevaba escuchándolo toda la semana y me dolían las sienes de oírlo. Estamos en
crisis, ya se sabe, no podemos derrochar en música, en una concentración
popular no esperarás encontrar a Beethoven. Ya, ya, si lo comprendo. Desenrollé
mi colchoneta de gimnasia, me estiré todo lo que pude y me tapé con una sábana
blanquísima. Incluso hoy debo guardar las formas, no me parece de buen gusto
que alguien pase un mal rato por mi culpa. Tampoco hay que exagerar, lo sé,
pero esa misma mañana había puesto flores recién cortadas en los búcaros y toda
la estancia rezumaba frescura y buen humor. Recorrí las hileras de libros, los
más antiguos se mantenían protegidos tras los vidrios, los demás se apiñaban en
las estanterías, casi todos horizontales, algunos formando columnas. El fucsia
y el verde de la colcha se encendían al paso de gruesas manchas de sol; el
piano y las litografías de Miró y Kandinsky quedaban al otro lado, en la pared
envuelta en sombra que solo iluminaría el sol de la tarde, cuando ya no podría
verlo. Mejor así: tampoco era preciso que me encarnizase con lo que me era más
querido, mis fetiches, esos que a lo largo de los años habían ido cobrando vida
propia.
Kandinsky . Composition VII - 1913 |
Llevaba
mi vestido azul celeste, el nuevo, el que elegí para caminar descalza por la
playa, aunque en el fondo sabía que no iba a ponérmelo nunca. Me pareció un
bonito guiño a la vida estrenarlo para llevármelo a la tumba. Ella, la vida, ya
es, por su cuenta, bastante sarcástica y pensé corresponder sacándole la lengua.
En materia de despedidas me gusta atender al detalle. Apreté las teclas 1, 1, 2
con total parsimonia y en cuanto escuché una respuesta musité: “Dese prisa, por
favor, hay un moribundo aquí”.
Aquella
voz sin inflexiones me pidió tantos detalles que casi me hace perder las ganas
de morirme. Al colgar, me sentí desorientada, había perdido gran parte de la
serenidad que me acompañaba y casi se me olvida dejar la puerta abierta para
que las autoridades pasasen a recogerme.
Un
soleado jueves de primavera, poco después de amanecer, me encontré rodeada de
cipreses. Mis ojos no podían verlos pero mi espíritu aleteaba en sus ramas.
¡Por fin, el silencio! No hubiese podido soportar aquellos gritos estridentes
ni un minuto más.
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