miércoles, 14 de mayo de 2014

¡Paren el mundo que yo me bajo!



Kankinsky - Composition IV - 1911

 
Un espléndido martes de primavera, al filo del mediodía, decidí dejar de respirar. Mi habitación estaba en calma, soplaba una suave brisa sureña que agitaba los primeros brotes del plátano de sombra más próximo. Podía ver sus ramas reflejarse en el cristal de la librería, casi al compás de una canción de Mónica Naranjo. No necesitaba mirar hacia abajo para imaginar las blancas carpas bamboleándose ligeramente, como globos aerostáticos a punto de echar a volar, la gente arracimándose en las colas, el olor a fritanga, las pancartas, los puestos de abalorios, los charlatanes voceando su mercancía y los trileros absortos en el próximo golpe. Ese año la cacareada Feria de la Cultura Popular no debía tener más disco que ese, llevaba escuchándolo toda la semana y me dolían las sienes de oírlo. Estamos en crisis, ya se sabe, no podemos derrochar en música, en una concentración popular no esperarás encontrar a Beethoven. Ya, ya, si lo comprendo. Desenrollé mi colchoneta de gimnasia, me estiré todo lo que pude y me tapé con una sábana blanquísima. Incluso hoy debo guardar las formas, no me parece de buen gusto que alguien pase un mal rato por mi culpa. Tampoco hay que exagerar, lo sé, pero esa misma mañana había puesto flores recién cortadas en los búcaros y toda la estancia rezumaba frescura y buen humor. Recorrí las hileras de libros, los más antiguos se mantenían protegidos tras los vidrios, los demás se apiñaban en las estanterías, casi todos horizontales, algunos formando columnas. El fucsia y el verde de la colcha se encendían al paso de gruesas manchas de sol; el piano y las litografías de Miró y Kandinsky quedaban al otro lado, en la pared envuelta en sombra que solo iluminaría el sol de la tarde, cuando ya no podría verlo. Mejor así: tampoco era preciso que me encarnizase con lo que me era más querido, mis fetiches, esos que a lo largo de los años habían ido cobrando vida propia.
Kandinsky . Composition VII - 1913
Llevaba mi vestido azul celeste, el nuevo, el que elegí para caminar descalza por la playa, aunque en el fondo sabía que no iba a ponérmelo nunca. Me pareció un bonito guiño a la vida estrenarlo para llevármelo a la tumba. Ella, la vida, ya es, por su cuenta, bastante sarcástica y pensé corresponder sacándole la lengua. En materia de despedidas me gusta atender al detalle. Apreté las teclas 1, 1, 2 con total parsimonia y en cuanto escuché una respuesta musité: “Dese prisa, por favor, hay un moribundo aquí”.
Aquella voz sin inflexiones me pidió tantos detalles que casi me hace perder las ganas de morirme. Al colgar, me sentí desorientada, había perdido gran parte de la serenidad que me acompañaba y casi se me olvida dejar la puerta abierta para que las autoridades pasasen a recogerme.
 
Un soleado jueves de primavera, poco después de amanecer, me encontré rodeada de cipreses. Mis ojos no podían verlos pero mi espíritu aleteaba en sus ramas. ¡Por fin, el silencio! No hubiese podido soportar aquellos gritos estridentes ni un minuto más.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Explícate: